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La reunión se saltaba por completo el protocolo. Y a Paul Teltet no le gustaba saltarse el protocolo.

Sus pasos resonaban sobre el suelo de mármol negro. Caminaba lo más rápido posible, casi al trote, como si de esa forma todo fuera a terminar antes.

Las puertas se abrieron a su paso con un sonido neumático que se fundió casi al instante con los sollozos que salían del despacho.

Sentados a la mesa esperaban los padres de Lucille Rivas como estatuas trémulas.

La madre, Esmeralda Prendes, lloraba contenida. Los rayos de sol que entraban por el ventanal se reflejaban en las caudalosas lágrimas que rajaban su cara. Pero su mirada se mantenía firme. Admirable, imposible no reconocerlo.

El padre, Alexandre Rivas, parecía haber envejecido diez años. O cien. Su noble porte, hasta ahora siempre erguido, siempre orgulloso, se había fugado con el alma perdida de su hija. Sostenía a su exmujer arropándola con cariño. O quizá se apoyaba en ella.

Le miraban con ojos inquisidores, como si dudaran de él mismo por la autoría. ¿Alguien habría hablado? Imposible. Delatar a uno era delatar a todos. Los viejos, como diría Lenny, lo habían dejado todo bien atado, asegurando su propia supervivencia. Todos los involucrados tenían las manos manchadas de alguna u otra forma.

—De nuevo, reciban mi más sincero pésame —dijo con la más suave de sus voces y su cara más contrita. Habría sido un gran actor. No es que no sintiera pena, no era ningún psicópata, pero estaba seguro de que los propios padres de Lucille habrían hecho lo mismo si se encontraran en su situación. No con su hija, por supuesto, pero sí con la hija de otros.

Los padres se limitaron a asentir. Sus miradas se suavizaron, empañándose, perdiéndose en algún punto en el tiempo, un punto en el que su hija todavía estuviera viva. —No hace falta decirlo, pero no pararemos hasta encontrar a los culpables. El agente Bruc comenzó la investigación en el mismo momento en el que se produjo el ataque.

—¿Acaso mi hija no merece al mejor investigador? —dijo Esmeralda sin ocultar su malestar—. ¿Tengo que recordarle todo lo que nuestra familia ha hecho por la Ciudadela? ¿Qué pasa con la agente Stein?

—La agente Stein se encuentra inmersa en otra investigación.

—¿Y el agente Nabokov? —preguntó Alexandre.

—El agente Nabokov se unirá al agente Bruc con la mayor brevedad posible. Antes debe solucionar otros asuntos. No le llevarán demasiado tiempo —hizo una pausa dejando macerar sus palabras—. Entiendo sus preocupaciones, pero creo que no están siendo justos con el agente Bruc. Sin duda es uno de los mejores.

—Demasiado blando —dijo Esmeralda airada.

—No se puede ser blando con esa... gente —dijo Alexandre sin ocultar su desprecio.

Estaba de acuerdo. Pero ¿qué querían? Hablen ustedes con Lenya Stein si así lo desean.

Paul Teltet los miraba curioso, pero con ojos afligidos, bajando el labio con gesto sutil, modulando su voz para mostrar pena contenida.

—¿Y qué hay de lo que mencionó Eloise Talaban en la rueda de prensa? ¿Es cierto que los testigos afirman que solo había dos atacantes?

—Ya conocen a la señorita Talaban y su afición por tergiversarlo todo. Es cierto que algunos testigos, los menos, testificaron lo que Talaban afirmó. Pero el resto testificó lo contrario. Era una situación de mucha tensión. Miren, entiendo su inquietud, cómo no voy a hacerlo. Es admirable la entereza con la...

—No estamos aquí para dar lástima —le interrumpió Esmeralda Prendes—. Hemos venido porque querríamos que los medios traten la noticia con... Tiene que comprender que tenemos dos hijos más. Avril es la hermana gemela de... —Su voz se apagaba a cada palabra, terminando la frase en un susurro húmedo casi inaudible. Su exmarido la consolaba cariñoso, acariciando su hombro con mimo.

—Nos gustaría que no se difundieran las imágenes de Lucille —continuó Alexandre con la voz rota—. Para Avril esto ya está siendo suficientemente duro. No necesita que la reconozcan a cada a paso. Necesita continuar su vida con normalidad. Supongo que lo entenderá.

Así que era eso. Ojalá todas las cosas fueran tan fáciles. —Por supuesto que lo entiendo. Es una petición de lo más razonable. No tienen por qué preocuparse. Hoy mismo me pondré en contacto con el Ministerio de Comunicación y Propaganda.

Esmeralda y Alexandre asintieron satisfechos.

Se levantaron y marcharon con paso cansino hacia la puerta.

—Ministro, por favor, encuentre a los culpables de la muerte de nuestra hija —dijo Esmeralda antes de abandonar el despacho.

Paul se irguió complacido y se dirigió hacía el ventanal desde el que se veían los jardines.

Bajo la escalinata del antiguo edificio de administración, ahora utilizado como prisión para condenados por delitos leves, unas treinta personas, periodistas en su mayoría, esperaban la salida del hijo de Elly Stellman.

En el momento en que su figura asomaba a través de las columnas, el kaizen de Paul lanzó un zumbido provocándole un suave cosquilleo en la nuca.

—Están poniendo en los medios la salida de Ovidiu —dijo Lenny Cole divertido—. ¿Tienes algo que ver?

—El padre ha debido mover sus hilos, y yo no soy uno de ellos. Por mí se pudriría en Tribeca.

—Que malo eres. Bueno, ¿qué querían?

—¿Sabes ya quién les concedió esta reunión?

—Nadie abre la boca, pero no hay que ser muy listo.

—¿Malakian?

—O Glotka.

—Me juego el brazo izquierdo a que ha sido Malakian.

—Yo me jugaría también el derecho.

Ambos rieron, aunque Paul maldecía para sus adentros. A veces deseaba que la vida fuera como la describían en Pandora: limitada, donde naces, creces, envejeces y finalmente mueres, sin posibilidad de variar tu suerte. Y eso en el caso de que la tuvieras. Las viejas generaciones abren paso a las nuevas y la gente como Serj Malakian desaparece. Paul no podía imaginar un mundo mejor, si no fuera porque esa mortalidad habría que aplicársela a él también. Maldita vida.

—¿Y bien? —preguntó Lenny.

—¿Y bien qué?

—¿Qué querían?

—Ah... Tengo que hablar con Dante para que no se difundan más las imágenes de Lucille. Por su hermana.

—¿Y por qué acuden a ti y no hablan con Luca directamente?

—No lo sé, la verdad. ¿Pero qué importa?

—Lo cierto es que me parece una petición razonable.

—Lo es.

—¿Y Talaban? Esa no callaría ni en Letargo.

—Hace tiempo que nos teníamos que haber ocupado de ella. De ella y de Rezendes.

—Hay que ver que poco democrático eres.

—Vete a la mierda. Sabes que tengo razón.

—Se necesita alguna voz crítica. Si no...

—Si no, ¿qué?

—Y yo qué sé. Pero se necesita alguna voz crítica.

—Vete a la mierda.

—Ja, ja, ja... razonable.

—Sin duda.

Almas mecánicasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora