—Llevo dándole vueltas toda la noche —dijo Frey—, y creo que nunca me lo perdonaría. Por lo menos darte la oportunidad de elegir. ¡Joder!, al fin y al cabo... —Dejó la frase inacabada flotando en el aire—. Lo que te voy a pedir es demasiado arriesgado. Si quieres, coge esto y vete.
Extrajo la esfera de Lucille del bolsillo interno de su chaqueta y la posó sobre la palma de la mano.
Sykes observaba intrigado a Frey. Odiaba cuando se ponía serio, con ese tono solemne y cargado de petulancia paternalista.
—¿Así, sin más?
—Sin más.
—¿Cuál es el truco?
—No hay truco. Puedes coger la mierda esta y desaparecer.
—¿Hay mucho en juego?
Frey ladeó una sonrisa taimada. Sus colmillos saboreaban el sabor ferroso de la sangre flotando en el aire, nostálgico, satisfecho. A pesar de los años transcurridos, allí estaban otra vez. Como en los viejos tiempos. Los buenos tiempos.
—Ni te lo imaginas.
Sykes había conocido a muchos adictos. Y un adicto nunca deja de serlo. Nunca. No importa el tiempo transcurrido desde la última vez. Todo el que ha sido adicto guarda un pequeño demonio dormido dentro que despierta cada cierto tiempo para recordarle que eso no estaba tan mal, que una vez más es solo eso: una vez más. Y hay algunos que se dejan tentar, no tratan de cantarle una nana al demonio.
Sykes sopesaba las alternativas y todas le llevaban al mismo lugar: recoger la esfera y desaparecer.
Pero el demonio ya se había despertado.
Y no recordaba ninguna nana.
Descendieron de la nave en el claro de un bosque cerca de una colina tupida de arbustos y hojas caídas.
El cielo plomizo lanzaba pequeñas ráfagas de lluvia que les hacía caminar con los párpados entornados mientras ascendían la colina. En la cima, apoyado sobre el capó de un viejo vehículo terrestre, esperaba un hombre vestido con un traje negro y con un ridículo sombrero de color turquesa cubriéndole la cabeza. Saludó con cortesía y abrió la puerta trasera invitándoles a pasar.
—Bienvenidos. Mi nombre es Zeta.
Su voz, suave y tiznada con un tono metalizado, y el murmullo producido por sus servomecanismos, lo delataban. A pesar de la Prohibición, estaba cubierto de piel sintética.
Tras un corto pero ajetreado viaje, llegaron a un claro donde se podía ver una vieja mansión de estilo victoriano. Una de las chimeneas escupía un humo negro que se diluía entre las nubes.
Aparcaron junto a una fuente con forma de pez demasiado erguido, antinatural, una flecha apuntando al cielo, como si el escultor no fuera más que un niño incapaz de apreciar el dinamismo de las cosas.
Recorrieron pasillos y salones hasta llegar a una enorme habitación abigarrada de muebles viejos y tapices enmohecidos coronada por una chimenea crepitante. Sentado en un sillón orejero frente a la chimenea descansaba un hombre reprogramado en unos cincuenta años con un libro sobre las rodillas. Vestía una bata de seda roja y fumaba una pipa calabash que impregnaba con su olor el aire recargado de la habitación. Sykes se sintió como el protagonista de una de esas viejas historias que Valentine les narraba cuando eran niños. Se preguntó si Frey tendría esa misma sensación.
—Bienvenidos, caballeros. Puedes irte Zeta, muchas gracias, querido —dijo el anfitrión posando el libro sobre la repisa de la chimenea.
—Soy Rutger Van Olsen, pero debéis llamarme señor Rutger Van Olsen —saludó con un ferviente apretón de manos a cada uno y volvió a sentarse en el sofá con la pipa sostenida entre sus dientes resplandecientes.
ESTÁS LEYENDO
Almas mecánicas
Ciencia Ficciónhttps://www.amazon.es/Almas-mec%C3%A1nicas-Javier-Canto-Sahag%C3%BAn-ebook/dp/B098MX8V1R/ref=tmm_kin_swatch_0?_encoding=UTF8&qid=&sr= En un mundo surgido de la mentira donde la suerte de los inocentes está en manos de unos pocos y la vida se difumin...