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Sebastian Bruc observaba a través de las pantallas de vigilancia. El novato que le habían asignado perseguía a dos pobres almas que corrían alrededor de las estanterías de la tienda. Debería ayudar al chico, pero no quería estropear la situación. Demasiado cómica. Y los pastelitos de crema que le había traído el encargado de la tienda estaban deliciosos. Eso sí, se aseguró de que las salidas estuvieran bien cerradas. Una cosa era disfrutar con el sufrimiento innecesario de un chico recién salido de la academia y otra muy diferente no realizar sus funciones como agente ministerial. Nadie podría acusarle de falta de profesionalidad. El chico, Rony o Rory o Roty, poco le importaba cómo se llamara, atrapó al fin a uno de ellos y lo esposó a una tubería de ventilación. El otro había logrado acceder al almacén en su huida desesperada y buscaba ansioso una salida. Una cámara instalada en una de las esquinas le seguía mientras el hombre correteaba de un lado para otro. Ascendió por la estantería en donde estaba oculta la cámara. Un primer plano de su rostro enfermizo ocupó una de las pantallas. «Yonqui, blacktrip», masculló Sebastian mientras se metía otro pastelito en la boca manchada de crema. En ese momento una alarma surgió del kaizen. El servidor de urgencias ministeriales. Maldijo su suerte. Se estaba divirtiendo y esos pastelitos estaban deliciosos. Merecían todo el tiempo que uno pudiera ofrecerles.

—Tengo que irme —dijo al encargado con la boca llena—. ¿Tienes algo alargado?

—¿Algo alargado?

—Cualquier cosa que llegue al techo y no se doble con facilidad —dijo Sebastian mientras se metía otro pastelito en la boca.

El encargado se lo pensó un poco antes de entregarle una vara metálica extensible que sacó de un pequeño armario lleno de material de limpieza.

—Es para limpiar las esquinas del techo. Los robots no llegan, así que encargué...

Sebastian le cortó con un gesto de la mano y salió de la sala con la vara y un nuevo pastelito en la boca.

Rony o Rory o Roty llegó resollando. Se apreciaba cierta novata exasperación en la mirada que dirigía a Sebastian. Este le agarró un hombro con una mano sucia por los pastelitos y se llevó un dedo de la otra a los labios mientras observaba el techo. Dio unos pasos en la dirección del sonido que se escuchaba sobre sus cabezas, pasos surtos, como si estuviera jugando a algún juego infantil o realizando un extraño baile tribal. Extendió la vara y la apuntó hacia arriba mientras continuaba la curiosa persecución en busca del sonido. Lanzó un golpe seco hacia el techo laminado, el cual cedió con facilidad dejando al ladrón en el aire durante un instante hasta que cayó propinándose un golpe que dolió al propio Sebastian. Un zapato cayó después golpeando la cabeza ensangrentada del ladrón, que se levantaba confuso con las manos en alto con actitud sumisa y mirada perdida. Sebastian, satisfecho, plegó la vara y se la entregó al encargado de la tienda que le observaba apoyado en el marco de la puerta de la sala de vigilancia. Lanzó una mirada por encima del hombro del encargado, una mirada fugaz que bastó para ver su sombrero descansado sobre la mesa junto a los pastelitos. Decidió llevarse la bandeja. Para el camino. Muchas gracias.

Desde luego no esperaba una situación como esa cuando recibió la llamada. Cinco muertos. Uno de ellos una ciudadana. Una patricia. Podían haberle avisado.

El agente al cargo hasta ese momento se explicaba aliviado de quitarse el marrón de encima. Se presentó como el agente Sold, un hombre espigado de exquisitos modales. Probablemente el hijo de algún barón con ganas de impartir justicia en el mundo. Pobre hombre.

Sebastian fumaba un cigarrillo arrugado manchado de grasa mientras observaba el entorno. Lo de siempre: transeúntes curiosos, periodistas curiosos y vigilantes ministeriales deseosos de terminar con tanta curiosidad.

Almas mecánicasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora