Hercule, veintiséis años, bastante guapo, pero muy perverso, favorito del duque; su pito tiene ocho pulgadas dos líneas de circunferencia por trece de largo. Eyacula mucho. Antinoüs tiene treinta años, hombre hermoso; su pito tiene ocho pulgadas de circunferencia por doce de largo. Brise-cul, veintiocho años, parece un sátiro; su pito está torcido, la cabeza o glande es enorme, tiene ocho pulgadas tres líneas de circunferencia y el cuerpo del pito ocho pulgadas por trece de largo. Esta majestuosa verga es completamente curva. Bande-au-ciel tiene veinticinco años, es muy feo, pero sano y vigoroso; gran favorito de Curval. Siempre en erección, su pito tiene siete pulgadas once líneas de circunferencia por once de largo. Los otros cuatro tienen vergas de nueve a diez y once pulgadas de largo por siete y medio y siete pulgadas nueve líneas de circunferencia, y están entre los veinticinco y treinta años. Fin de la introducción. Omisión que he hecho en esta introducción 1°. Hay que decir que Hercule y Bandeau-ciel son el uno muy mala persona y el otro muy feo, y que ninguno de los ocho ha podido gozar nunca de hombre ni de mujer. 2°. Que la capilla sirve de retrete, y detallarla de acuerdo con este uso. 3°. Que las alcahuetas y los alcahuetes, en sus expediciones, tenían a matones bajo sus órdenes. 4°. Detallar un poco los senos de las sirvientas y hablar del cáncer de Fanchon. Describir también un poco más los rostros de los dieciséis niños. ------------------------------------------------------------- PRIMERA JORNADA El día 1° de noviembre se levantaron a las 10 de la mañana, tal como estaba prescrito por los reglamentos, de los cuales se habían jurado mutuamente no apartarse en nada. Los cuatro jodedores que no habían compartido el lecho de los amigos les llevaron, en cuanto se hubieron levantado, a Zéphyr a la habitación del duque, Adonis a la de Curval, Narcisse a la de Durcet y Zélamir a la del obispo. Los cuatro eran muy tímidos, todavía embarazados, pero, alentados por sus guías, desempeñaron bastante bien sus deberes, y el duque eyaculó. Los otro tres, más reservados y menos pródigos de su semen, se hicieron penetrar tanto como él, pero no pusieron nada del suyo. A las once se pasó al aposento de las mujeres, donde las ocho jóvenes sultanas se presentaron desnudas y sirvieron así el chocolate. Marte y Louison, que presidían este serrallo, las ayudaban y dirigían. Se manoseó, se besó mucho, y las ocho pobres pequeñas y desgraciadas víctimas de la más insigne lubricidad, se ruborizaban, se tapaban con las manos, tratando de defender sus encantos, y lo mostraban todo en seguida, al advertir que su pudor excitaba y molestaba a sus amos. El duque, que pronto estuvo con el miembro en alto, midió el contorno de su instrumento con la cintura delgada y ligera de Michette, y sólo hubo tres pulgadas de diferencia. Durcet, que estaba de turno, efectuó los exámenes y las visitas prescritas; a Hébé y Colombe, culpables de algunas faltas, se les impuso inmediatamente un castigo que debería ser aplicado el sábado próximo a la hora de las orgías. Lloraron, pero no conmovieron. De allí se pasó al de los muchachos. Los cuatro que no habían aparecido por la mañana, a saber, Cupidon, Céladon, Hyacinthe y Giton, se quitaron los calzones, de acuerdo con las órdenes, y se divirtieron unos momentos con lo que sus ojos contemplaron. Curval besó a los cuatro en la boca y el chispo les meneó el pito un rato, mientras el duque y Durcet hacían otra cosa. Las visitas se efectuaron, nadie fue encontrado en falta. A la una, los amigos se trasladaron a la capilla donde, como se sabe, se había establecido la sala de los retretes. Como las necesidades que se preveían para la noche habían hecho que se negaran muchos permisos, sólo comparecieron Constance, la Duelos, Augustine, Sophie, Zélamir, Cupidon y Louison. Los demás la habían pedido, pero se les había obligado a reservarse para la noche. Nuestros cuatro amigos, situados alrededor del mismo asiento, construido a propósito, hicieron colocar sobre dicho asiento a los siete sujetos, uno tras otro, y se retiraron después de haberse cansado del espectáculo. Descendieron al salón donde, mientras las mujeres comían, charlaron entre ellos hasta el momento en que se les sirvió. Los cuatro amigos se colocaron entre dos jodedores, siguiendo la regla que se habían impuesto de no admitir nunca mujeres a su mesa, y las cuatro esposas desnudas ayudadas por viejas vestidas en hábitos grises, sirvieron la más magnífica y suculenta comida que se pueda hacer. Nada más delicado y hábil que las cocineras que habían llevado consigo, las cuales estaban tan bien pagadas y disponían de tantos suministros que todo iba a pedir de boca. Aquella comida, que tenía que ser menos abundante que la cena, se compuso de cuatro servicios soberbios de doce platos cada uno. El vino de Borgoña fue escanciado con los entremeses, el Burdeos se sirvió con los primeros platos, el champaña con los asados, el ermitage con los platos ligeros y el tokay y el madeira durante los postres. Poco a poco las cabezas se calentaron; los jodedores a los cuales en aquellos momentos les habían sido concedidos todos los derechos sobre las esposas, las maltrataron un poco. Constance, incluso, fue empujada y golpeada además por no haber traído inmediatamente un plato a Hercule, el cual, advirtiendo que contaba con el favor del duque, creyó poder llevar la insolencia hasta el punto de golpear y molestar a su esposa, cosa que sólo hizo reír al duque. Curval, muy borracho a la hora de los postres, lanzó un plato al rostro de su mujer, que hubiera resultado descalabrada si no lo hubiese esquivado. Durcet, advirtiendo que a uno de sus vecinos se le empalmaba, no se le ocurrió otra ceremonia, aunque estaban en la mesa, que desabrocharse los calzones y ofrecer su culo. El vecino lo enfiló y efectuada la operación, continuaron bebiendo como si nada hubiese sucedido. El duque imitó pronto con Bande-auciel la pequeña infamia de su antiguo amigo y apostó, aunque el pito era enorme, beberse tres botellas de vino a sangre fría mientras lo enculaban. ¡Qué práctica, qué calma, qué sangre fría en el libertinaje! Ganó la apuesta, pero como antes de aquellas tres botellas había bebido ya quince, se levantó de allí un poco aturdido. El primer objeto que se presentó a sus ojos fue su mujer, que lloraba por los malos tratos de Hercule, y esta vista lo animó hasta tal punto que se lanzó con ella a excesos que aún no podemos mencionar. El lector, que se da cuenta de lo incómodos que nos sentimos en estos comienzos para poner orden en nuestros materiales, nos perdonará que dejemos todavía sin desvelar muchos pequeños detalles. Finalmente se pasó al salón, donde nuevos placeres y nuevas voluptuosidades esperaban a nuestros campeones. Allí, el café y los licores les fueron presentados por una cuadrilla encantadora: estaba compuesta por los guapos muchachos Adonis y Hyacinthe y por las muchachas Zelmire y Fanny. Thérése, una de las dueñas, los dirigía, porque era una regla que allí donde se encontrasen reunidos dos o tres jóvenes los condujera una dueña. Nuestros cuatro libertinos, medio borrachos, pero decididos sin embargo a observar sus leyes, se contentaron con besos y caricias, pero que sus cabezas libertinas supieron sazonar con todos los refinamientos del desenfreno y la lubricidad. Durante un momento creyóse que el obispo iba a perder el semen ante las cosas muy extraordinarias que exigía de Hyacinthe, mientras Zelmire le meneaba la verga. Ya sus nervios se estremecían y su crisis de espasmo se apoderaba de todo su cuerpo, pero se contuvo, rechazó los tentadores objetos que estaban a punto de triunfar sobre sus sentidos y, sabiendo que había aún trabajo por hacer, se reservó por lo menos hasta el final de la jornada. Se bebieron seis clases diferentes de licores y tres tipos de café, y cuando sonó por fin la hora, las dos parejas se retiraron para ir a vestirse. Nuestros amigos hicieron una siesta de un cuarto de hora, y se pasó al salón del trono. Tal era el nombre dado al aposento destinado a los relatos. Los amigos se colocaron en sus canapés, teniendo el duque a sus pies a su querido Hercule, cerca de él, desnuda, a Adélaïde, mujer de Durcet e hija del presidente, y formando cuadrilla enfrente de él y unida a su nicho por medio de guirnaldas, según explicamos antes, estaban Zéphyr, Giton, Augustine y Sophie, disfrazados de pastores, presididos por Louison vestida de campesina y representando el papel de madre de ellos. Curval tenía a sus pies a Bande-au-ciel, en su canapé a Constance, mujer del duque e hija de Durcet, y por cuadrilla a cuatro jóvenes españoles, cada sexo vestido con su traje y lo más elegantemente posible, a saber: Adonis, Céladon, Fanny y Zelmire, presididos por Fanchon como dueña. El obispo tenía a sus pies a Antinoüs, su sobrina Julie en el canapé, y a cuatro salvajes casi desnudos como cuadrilla. Eran Cupidon y Narcisse como muchachos, y, Hébé y Rosette como muchachas, presididos por una vieja amazona representada por Thérèse. Durcet tenía a Brise-cul por jodedor, cerca de él a Aline, hija del obispo, y enfrente a cuatro pequeñas sultanas, con la singularidad de que en este caso los muchachos iban vestidos de muchachas, y este arreglo contribuía a destacar los encantadores rostros de Zélamir, Hyacinthe, Colombe y Michette. Una vieja esclava árabe, representada por Marie, conducía esta cuadrilla. Las tres narradoras, magníficamente vestidas a la manera de señoritas distinguidas de París, se sentaron en la parte baja del trono, en un canapé colocado allí con ese propósito, y Mme Duelos, narradora del mes, ataviada con una bata ligera y muy elegante, muy pintada y llena de diamantes, subió al estrado y empezó así el relato de los acontecimientos de su vida, en el cual debía introducir detalladamente las ciento cincuenta primeras pasiones designadas con el nombre de pasiones simples: No es poca cosa, señores, presentarse ante un círculo como el vuestro. Acostumbrados a todo lo que las letras producen de más fino y delicado, ¿cómo podréis soportar el relato informe y burdo de una desgraciada criatura como yo, que nunca ha recibido otra educación que la que el libertinaje me ha dado? Pero vuestra indulgencia me tranquiliza; no exigís más que la naturalidad y la verdad, y a título de esto me atreveré a aspirar a vuestros elogios. Mi madre tenía veinticinco años cuando me trajo al mundo, y era yo su segundo hijo; el primero era una niña que tenía seis años más que yo. Su nacimiento no era ilustre. Era huérfana de padre y madre, lo fue desde muy pequeña, y como sus padres vivían cerca de los Recoletos de París, cuando se vio abandonada y sin ningún recurso, obtuvo de esos buenos padres el permiso de ir a pedir limosna en su iglesia. Pero como era tierna y joven, pronto fue advertida y, poco a poco, de la iglesia subió a las habitaciones de donde pronto descendió embarazada. A tales aventuras debió el ser mi hermana, y es muy verosímil que mi nacimiento no tuviese otro origen. Sin embargo los buenos padres, contentos con la docilidad de mi madre y viendo como ella fructificaba para la comunidad, la recompensaron por sus trabajos concediéndole el alquiler de las sillas de su iglesia; colocación que mi madre obtuvo después que, con el permiso de los padres, se casó con el aguador de la casa, el cual nos adoptó inmediatamente a mi hermana y a mí y sin la más leve repugnancia. Nacida en la iglesia, yo vivía, por decirlo así, más bien en ella que en nuestra casa; ayudaba a mi madre a colocar las sillas, secundaba a los sacristanes en sus diferentes faenas, hubiera ayudado a decir misa si hubiese sido necesario, aunque sólo había cumplido cinco años. Un día que yo volvía de mis santas ocupaciones, mi hermana me preguntó si no había encontrado aún al padre Laurent... -No -le contesté. - ¡Y bien! -me dijo-, te acecha, lo sé, quiere que veas lo que me ha mostrado. No huyas de él, míralo sin asustarte, no te tocará, pero te hará ver algo muy divertido, y si le dejas hacer te recompensará generosamente. Somos quince, de aquí y de los alrededores, a quienes él les ha mostrado la cosa. Es su único placer y nos ha dado regalos a todas. Ya comprenderéis, señores, que no era necesario más, no solamente para no huir del padre Laurent, sino incluso para buscarlo; el pudor habla en voz muy queda a la edad que yo tenía a la sazón, ¿y su silencio al salir de las manos de la naturaleza no era una prueba evidente de que ese sentimiento ficticio se relaciona mucho menos con esta primera madre que con la educación? Volé al punto hacia la iglesia y al atravesar un pequeño patio que se encontraba entre el portal de la iglesia, del lado del convento, y el convento, me topé de narices con el padre Laurent. Era un religioso de unos cuarenta años de edad, de hermoso rostro. Me para. -¿A dónde vas, Françon? -me dice. -A colocar las sillas, padre. -Bueno, bueno, ya las colocará tu madre. Ven, ven a este cuarto -me dijo, atrayéndome hacia un lugar retirado-, te haré ver algo que no has visto nunca. Lo sigo, cierra la puerta tras nosotros y, colocándome delante de él: -Mira, Françon -me dice, sacándose de sus calzones un pito monstruoso que pensé que me haría caer de terror-, mira, niña -continuó diciendo, meneándosela-, ¿has visto nunca algo semejante a esto.., a esto que se llama un pito, pequeña, sí, un pito... y sirve para joder, y lo que verás correr ahora es la simiente con que tú estás hecha. Se la he mostrado a tu hermana y se la muestro a todas las chiquillas de tu edad... Tráeme chiquillas, tráeme, haz como tu hermana que me ha traído más de veinte... Les mostraré mi pito y les lanzaré mi semen a la cara... Esta es mi pasión, hija mía, no tengo otra... y ahora lo verás. Un instante después me sentí completamente cubierta de un rocío blanco que me manchó por entero y del cual algunas gotas me saltaron a los ojos, porque mi cabecita se encontraba justo a la altura de los botones de su calzón. Sin embargo, Laurent, gesticulando, exclamaba: - ¡Ah, el hermoso semen... el hermoso semen que pierdo! Te he cubierto con él. Y luego, calmándose poco a poco, metióse su instrumento en su lugar, tranquilamente, y se marchó, después de deslizarme una docena de monedas en la mano al tiempo que me recomendaba que la trajera a algunas de mis pequeñas compañeras. Me apresuré, como podéis imaginar fácilmente, a ir a contar a mi hermana todo lo ocurrido, que me limpió por todas partes con gran cuidado para que nadie se diera cuenta de nada y como era ella la que me habia conseguido esta bonita fortuna, me pidió la mitad de mi ganancia. Con la enseñanza de este ejemplo, y de la ganancia compartida, no dejé de buscar todas las niñas pequeñas que pude para el padre Laurent. Pero habiéndole traído una que ya conocía la rechazó, tras darme tres monedas; para alentarme. -Nunca las veo dos veces, hija mía -me dijo-. Tráeme niñas que no conozca, nunca las que te digan que han estado aquí conmigo. Tuve más cuidado; en tres meses le hice conocer más de veinte chiquillas, con la cuales el padre Laurent empleó, para su placer, los mismos procedimientos que había usado conmigo. Con la condición de escogerlas desconocidas, cumplí otra repecto a su edad que me había recomendado infinitamente: era necesario que no tuvieran menos de cuatro años ni más de siete. Y mi pequeña fortuna iba creciendo, cuando mi hermana, al advertir que marchaba sobre sus pasos, me amenazó con que se lo contaría todo a mi madre si no abandonaba mi bonito negocio, y así dejé al padre Laurent. Sin embargo, como mis funciones me llevaban siempre a los alrededores del convento, el mismo día de mi séptimo cumpleaños, me topé con un nuevo amante cuya manía, aunque muy infantil, era sin embargo un poco más seria. Este se llamaba el padre Louis, era más viejo que Laurent y tenía un no sé qué de más libertino. Me pescó en la puerta de la iglesia y me hizo subir a su habitación. Al principio, opuse alguna resistencia, pero habiéndome asegurado que mi hermana, hacía tres años, había subido a su cuarto, y que todos los días recibía a muchachitas de mi edad, lo seguí. Apenas llegamos a su celda, cerró la puerta, y vertiendo jarabe en una taza, me hizo beber tres grandes vasos seguidos. Efectuado este preparativo, el reverendo, más cariñoso que su cofrade, se puso a besarme y, bromeando, desató mis faldas y, levantándome la camisa sobre mi corpiño, a pesar de mi breve defensa, se apoderó de todas mis partes delanteras que acababa de poner al descubierto, y tras haberlas manoseado y examinado, mepreguntó si no tenía ganas de orinar. Singularmente excitada a esta necesidad por la gran dosis de bebida que acababa de hacerme tragar, le aseguré que sí tenía muchas ganas, pero que no quería hacerlo delante de él. - ¡Oh, joder, sí bribonzuela! -exclamó el libertino-. ¡Oh, joder sí que lo harás delante de mí, y lo que es peor, sobre mí! Y sacándose la verga, añadió: -Mira, éste es el instrumento que inundarás, tienes que mear encima. Entonces, cogiéndome y colocándome entre dos sillas, con una pierna sobre una de ellas y lo más separadas que pudo, me dijo que me agachara. Cuando me tuvo en esta actitud, colocó un orinal debajo de mí, sentóse en un pequeño taburete a la altura del orinal, con su miembro en la mano y rozando mi coño. Una de sus manos sostenía mis caderas y con la otra se la meneaba, y como por esta postura mi boca se hallaba paralela a la suya, la besaba. - ¡Vamos, pequeña, mea! -me dijo-. Inunda ahora mi pito con ese bello licor cuya tibia salida tanto poder tiene sobre mis sentidos. ¡Mea corazón, mea y trata de inundar mi semen! Louis se animaba, se excitaba, era fácil ver que esta operación singular era la que mejor halagaba sus sentidos; el más dulce éxtasis vino a coronarlo en el momento en que las aguas con que había llenado mi estómago surgieron en abundancia, y llenamos, ambos a la vez, el mismo orinal, él de esperma y yo de orina. Terminada la operación, Louis me endilgó casi el mismo discurso que Laurent, quería hacer una alcahueta de su pequeña puta, y aquella vez, preocupándome un poco de las amenazas de mi hermana, proporcioné a Louis, audazmente, todas las niñas que conocía. Hizo hacer la misma cosa a todas, y como las volvía a ver dos o tres veces sin inconvenientes, y me pagaba aparte, independientemente de lo que sacaba de mis compañeras, antes de seis meses me vi en posesión de una pequeña suma de la que gozaba yo sola, con la única precaución de ocultarme de mi hermana. -Duclos -interrumpió aquí el presidente-, ¿no se te ha prevenido que es necesario, en tus relatos, que proporciones toda clase de detalles, pues no podemos juzgar sobre la relación que la pasión que narras guarda con las costumbres y el carácter del hombre a no ser que no disfraces ninguna circunstancia, ya que los menores detalles sirven infinitamente a lo que esperamos de tus narraciones para la irritación de nuestros sentidos? -Sí, monseñor -contestó la Duclos-, se me ha prevenido que no olvide ningún detalle y que mencione los más mínimos pormenores siempre que puedan servir para arrojar luz sobre los caracteres o la clase social. ¿He cometido alguna omisión de esta clase? -Sí -dijo el presidente-. No tengo ninguna idea acerca del pito de tu segundo recoleto, ni ninguna acerca de su eyaculación. Por otra parte, ¿te acarició el coño y lo tocó con su pito? Ya ves, ¡cuantos detalles olvidados! -Perdón -dijo la Duclos-, voy a reparar mis faltas actuales y a estar más atenta en lo sucesivo. El padre Louis tenía un miembro muy corriente, más largo que grueso y, en general, sin nada de particular; recuerdo que se empalmaba con dificultad y que cobraba cierta consistencia sólo en el momento de la crisis. No me refregó el coño, se contentó con abrirlo lo más que pudo con sus dedos, para que la orina saliese más fácilmente. Le acercó su pito dos o tres veces, y su descarga fue muy cerrada, corta y sin otros desvaríos que los siguientes: " ¡Ah, joder, mea pues, hija mía, mea pues, hermosa fuente, mea pues, mea pues... ¿No ves que ya descargo?" Y entremezclaba todo esto con besos sobre mi boca que no tenían nada de libertino. -Eso es, Duclos --dijo Durcet-, el presidente tenía razón; no podíaimaginar nada con el primer relato, pero ahora concibo perfectamente al tipo. - ¡Un momento, Duelos! -dijo el obispo, viendo que ella se disponía a continuar el relato-. En cuanto a mí, tengo una necesidad un poco más viva que la de mear, y siento, desde hace un rato, que esto aprieta y que es necesario que eso salga. Y al mismo tiempo atrajo hacia él a Narcisse. El fuego salía de los ojos del prelado, su pito se había pegado a su vientre, espumaba, era un semen contenido que quería salir y sólo podía lograrlo por medios violentos. Arrastró a su sobrina y al muchachito al gabinete. Todo se detuvo. Una descarga estaba consideraba como algo demasiado importante para que no se suspendiese todo en el momento en que se quería lograrla, y para que no ocurriera todo con objeto de que se efectuase deliciosamente. Pero esta vez la naturaleza no respondió a los deseos del prelado, y algunos minutos después de haberse encerrado, en el gabinete, salió de él furioso, en el mismo estado de erección, y dirigiéndose a Durcet, que estaba de turno: -Me tendrás a ese bribón castigado el sábado -le dijo, empujando violentamente al muchacho lejos de sí-, y que el castigo sea severo, te lo ruego. Se comprendió bien entonces que el muchacho no había podido satisfacerlo, y Julie fue a contar a su padre, en voz baja, lo que había ocurrido. - ¡Y! ¡Toma otro, pardiez! -le dijo el duque-. Escoge a uno de nuestras cuadrillas, si el tuyo no te satisface. - ¡Oh! Mi satisfacción, ahora, estaría muy alejada de lo que deseaba hace un rato. --dijo el prelado-. Tú sabes a donde nos conduce un deseo frustrado; prefiero contenerme, pero que no traten con miramientos a ese bribón, es todo lo que recomiendo... - ¡Oh! Te garantizo que será reprendido -dijo Durcet-. Es bueno que el primero sirva de ejemplo a los demás. Me molesta verte en este estado; ensaya otra cosa, hazte joder. -Monseñor -dijo la Martaine-, me siento en condiciones de satisfaceros, y si su grandeza quisiera... ¡Oh, no, no, pardiez! -contestó el obispo-. ¿Acaso no sabéis que hay ocasiones en que no se desea un culo de mujer? Esperaré, esperaré..., que la Duelos prosiga; ya descargaré esta noche, con uno que sea de mi gusto. Prosigue, Duelos. Y una vez que los amigos hubieron reído la franqueza libertina del obispo, "Hay ocasiones en que no se desea un culo de mujer", La narradora prosiguió el relato así: Acababa de cumplir siete años cuando un día en que, siguiendo mi costumbre, había llevado a Louis una de mis pequeñas compañeras, encontré en su habitación a otro religioso, cofrade suyo. Como esto no había sucedido nunca, me sorprendí y quise retirarme, pero como Louis me tranquilizó, entramos osadamente mi compañera y yo. -Mira, padre Geoffroy -dijo Louis a su amigo, empujándome hacia éste-, ¿no te dije que era bonita? -Sí, en verdad lo es -contestó Geoffroy haciéndome sentar sobre sus rodillas y besandome-. ¿Cuantos años tienes, pequeña? -Siete, padre. -Es decir, cincuenta menos que yo -dijo el buen padre, besándome otra vez. Y durante este corto diálogo, se preparaba el jarabe y, como de costumbre, se nos hizo beber tres grandes vasos a cada una, pero como yo no estaba acostumbrada a beberlo, cuando llevaba mi caza a Louis, porque sólo hacía beber a la niña que le llevaba, y por lo regular yo no me quedaba y me marchaba en seguida, me sorprendió la precaución esta vez, y en un tono de gran inocencia, le dije: -¿Por qué me hace usted beber, padre? ¿Quiere usted que orine? -Sí, hija mía -dijo Geoffroy, que me seguía teniendo entre sus muslos y paseaba ya sus manos sobre mis partes delanteras-, sí, queremos que orines, y es conmigo con quien tendrálugar la aventura, tal vez un poco diferente de la que te ocurrió una vez aquí. Ven a mi celda, dejemos al padre Louis con tu pequeña amiga y ocupémonos de lo nuestro. Cuando hayamos terminado, nos reuniremos aquí. Salimos; Louis me recomendó en voz baja que fuera complaciente con su amigo, que no me arrepentiría de ello. La celda de Geoffroy se encontraba poco alejada de la de Louis, y llegamos a ella sin ser vistos. Apenas entramos, Geoffroy, tras haber cerrado bien, me dijo que me quitara las faldas. Obedecí, el mismo me levantó la camisa hasta el ombligo y, habiéndome hecho sentar en el borde de la cama, me separó los muslos todo lo posible y me inclinó hacia atrás, de modo que presentara todo el vientre y mi cuerpo sólo se sostenía sobre la rabadilla. Me pidió que permaneciera en esta posición y que empezara a orinar en cuanto me golpeara ligeramente con la mano uno de mis muslos. Entonces, contemplándome en tal posición y abriéndome con una de sus manos los labios del coño, con la otra se desabrochó los calzones y empezó a menearse con movimientos rápidos y violentos un pequeño miembro, negro y desmedrado que no parecía muy dispuesto a responder a lo que parecía exigirse de ella. Para determinarlo a ello con más éxito, nuestro hombre creyó conveniente proporcionarle un mayor hostigamiento mientras procedía a su costumbre favorita, y en consecuencia se arrodilló entre mis piernas, examinó durante unos momentos el interior del pequeño orificio que yo le ofrecía, aplicó a él su boca varias veces murmurando entre dientes ciertas palabras lujuriosas que no recuerdo porque entonces no las conocía, y continuó meneándose su miembro, que no daba más señales de vida. Finalmente, sus labios se pegaron herméticamente sobre los de mi coño, recibí la señal convenida, y descargando en la boca del buen hombree lo superfluo de mis entrañas, lo inundé con chorros de una orina que tragó con la misma rapidez que yo la lanzaba a su gaznate. De súbito, su miembro se desenvolvió y su fiera cabeza se lanzó sobre uno de mis muslos. Sentí que lo regaba orgullosamente con las estériles marcas de su débil vigor. Todo había sido tan bien combinado, que tragaba las últimas gotas en el momento en que su pito, asombrado de su victoria, lloraba lágrimas de sangre. Geoffroy se levantó, vacilante, y creí advertir que no tenía por su ídolo, cuando el incienso se apagaba, un culto tan fervoroso como cuando el delirio, inflamando su homenaje, sostenía aún el prestigio. Me entregó doce monedas con bastante brusquedad, me abrió su puerta, sin pedirme como los otros que le trajera niñas (a buen seguro que se las proporcionaba en otra parte) y, señalándome el camino de la celda de su amigo, me dijo que fuera allá, porque como la hora de su oficio lo apremiaba no podía acompañarme, y se encerró en su celda sin darme tiempo a que le contestara. - ¡Y!, Verdaderamente -dijo el duque-, hay mucha gente que no puede soportar el momento de la pérdida de la ilusión. Diríase que el orgullo sufre por el hecho de dejarse ver por una mujer en semejante estado de debilidad y que la repugnancia nace de la mortificación que entonces se experimenta. -No --dijo Curval, a quien Adonis, arrodillado, meneaba la verga, y que dejaba pasear sus manos sobre el cuerpo de Zelmire-, no, amigo mío, el orgullo no tiene nada que ver aquí; pero el objeto que básicamente no tiene más valor que el que le presta nuestra lubricidad, se muestra absolutamente como es cuando la lubricidad está apagada. Cuanto más violenta ha sido la excitación, más desmerece el sujeto cuando esta excitación no lo sostiene,como estamos más o menos fatigados en razón del mayor o menor ejercicio que hemos hecho, y esa repugnancia que experimentamos entonces no es más que el sentimiento de un alma harta a la cual le disgusta la felicidad porque acaba de fatigarla. -Pero sin embargo, esta repugnancia -dijo Durcet- suscita a menudo un sentimiento de venganza del que se han visto funestas consecuencias. -Entonces, es otra cosa -dijo Curval-, y como la continuación de los relatos nos ofrecerá tal vez ejemplos de lo que acabáis de decir, no anticipemos las disertaciones que estos hechos provocarán de una manera natural. -Presidente, di la verdad --dijo-Durcet-: en vísperas de extraviarte tú mismo, creo, que en estos momentos deseas más prepararte para sentir cómo se goza que disertar acerca de cómo se cansa uno. -Nada de eso... ni una palabra -dijo Curval-, soy un hombre de gran sangre fría... Es muy cierto - prosiguió, besando a Adonis en la boca- que este muchachito es encantador... pero no se puede joderlo; no conozco nada peor que vuestras leyes... hay que limitarse a cosas... a cosas... Vamos, vamos prosigue, Duelos, porque siento que haré una tontería, y quiero que mi ilusión se mantenga al menos hasta la hora de ir a acostarme. El presidente, que veía que su miembro empezaba a alborotarse, mandó a los dos muchachitos a su lugar y, volviendo a tenderse cerca de Constance que, por linda que fuera sin duda no lo excitaba tanto, ordenó por segunda vez a Duelos que prosiguiera, la cual obedeció al punto en los siguientes términos: Fui al encuentro de mi pequeña compañera. La operación de Louis había sido realizada y, poco contentas ambas, abandonamos el convento, yo con la casi resolución de no volver más. El tono de Geoffroy había humillado mi pequeño amor propio, y sin profundizar acerca de donde venía la repugnancia, no me gustaban las repeticiones ni las consecuencias. Sin embargo, estaba escrito en mi destino que tendría aún algunas aventuras en el convento, y el ejemplo de mi hermana, que había tenido, me dijo, enredos con más de catorce, debía convencerme de que no me hallaba al final de mis líos galantes. Me di cuenta de ello tres meses después de esta última aventura ante las solicitudes que me hizo uno de aquellos buenos reverendos, hombre de unos sesenta años. No hubo astucia que no inventara para decidirme a ira su habitación. Uno tuvo éxito, tanto que una hermosa mañana de domingo, sin saber cómo ni por qué, me encontré en su celda. El viejo disoluto al que llamaban padre Henri, me encerró con él en cuanto me vio entrar y me abrazó de todo corazón. - ¡Ah, bribonzuela! - exclamó, transportado de alegría-. Ya te tengo, ya te tengo, esta vez no te escaparás. Hacía mucho frío; mi naricilla estaba llena de mocos, como sucede a menudo con los niños. Quise sonarme. - ¡Oh, no, no! -dijo Henri, oponiéndose seré yo, seré yo el que haga esta operación. Y, tras tumbarme en la cama con la cabeza un poco inclinada, se sentó cerca de mí y puso mi cabeza sobre sus rodillas. Dijérase que de esta manera devoraba con los ojos esta secreción de mi, cerebro. -¡Oh, la linda mocosa, cómo la voy a sorber! - decía, medio desmayado. Inclinándose entonces sobre mi cabeza, y metiendo toda mi nariz en su boca, no solamente devoró todos los mocos con los que yo estaba cubierta, sino que también lanzó lúbricamente la punta de su lengua dentro de los agujeros de mi nariz alternativamente y con tanto arte que provocó dos o tres estornudos que redoblaron el chorreo que deseaba y devoraba con tanto apremio. Pero de éste, señores, no me pidáis más detalles, pues nada vi, y sea que no hizo nada o se lo hizo en sus calzones, el caso es que nada advertí, y en la multitud de sus besos y sus lamidas nada delató un éxtasis más intenso, cosa que me hace creer que no eyaculó. No fui arremangada más, ni siquiera sus manos se extraviaron, y os aseguro que la fantasía de aquel viejo libertino podría ejercer con la muchacha más honrada y más ignorante sin que ella pudiera sospechar la menor lubricidad. No ocurría lo mismo con aquel que la casualidad me ofreció el mismo día en que cumplí nueve años. El padre Etienne, tal era el nombre del libertino, había dicho ya a mi hermana varias veces que me condujera hasta él, y ella había insistido para que yo fuera a verlo, pero sin querer acompañarme, por miedo de que nuestra madre, que ya sospechaba algo, no se enterara cuando yo me hallase cara a cara con él, en un rincón de la iglesia, cerca de la sacristía. El libertino se lo tomó con tantas ganas y empleó razones tan persuasivas que no tuvo que arrastrarme por la oreja. El padre Etienne era un hombre de unos cuarenta años, de tez fresca, gallardo y vigoroso. Apenas nos encontramos en su habitación me preguntó si sabía menear un pito. - ¡Ay! -le contesté, ruborizándome-. No sé siquiera qué quiere usted decir. - ¡Y bien!, voy a enseñártelo, pequeña -me dijo, besándome de todo corazón en la boca y en los ojos-. Mi único placer consiste en enseñar a las chiquillas, y las lecciones que les doy son tan excelentes que no las olvidan nunca. Empieza por aflojarte las faldas, porque si te enseño cómo hay que dar placer es justo que te enseñe al mismo tiempo qué debes hacer para recibirlo, y es necesario que nada nos estorbe para esta lección. ¡Vamos, empezemos por ti! Lo que ves aquí -me dijo, poniéndome mi mano sobre el pubis-' se llama un coño, y he aquí lo que debes hacer para proporcionarte unos cosquilleos deliciosos. Hay que frotar ligeramente con un dedo esta pequeña elevación que sientes aquí Y que se llama el clítoris. Y luego, haciéndome actuar: -Es así, pequeña, mientras una de tus manos trabaja aquí, un dedo de la otra debe introducirse imperceptiblemente en esta deliciosa hendidura... Y colocándome la mano: - Eso es, si... ¡Y bien!, ¿no sientes nada? -continuó mientras hacia que ejecutase su lección. -No, padre, se lo aseguro -contesté con inocencia. - ¡Vaya! señorita, es que debes ser todavía demasiado joven, pero dentro de un par de años ya verás el placer que te causará esto. - ¡Espere! -le dije-. Creo que siento algo. Y frotaba tanto como podía en los lugares que me había dicho... Efectivamente, algunas leves titilaciones voluptuosas acababan de convencerme de que la receta no era una quimera, y el gran uso que hice después de este caritativo método ha acabado de convencerme más de una vez de la habilidad de mi maestro. -Ahora me toca a mí -me dijo Etienne-, pues tus placeres excitan mis sentidos, y es preciso que yo los comparta, angel mío. Toma -me dijo, haciéndome empuñar un instrumento tan monstruoso que mis dos pequeñas manos apenas podían rodearlo-, toma, hija mía, esto se llama un pito y este movimiento -continuó diciendo, al tiempo que hacía mover mi puño con rápidas sacudidas-, este movimiento se llama menear. Así, pues, en esos momentos, me estás meneando el pito. ¡Vamos, hija mía, vamos, menea con todas tus fuerzas! Cuanto más rápidos y fuertes sean tus movimientos, más apresurarás el instante de mi embriaguez. Pero fíjate en una cosa esencial -añadió, dirigiendo siempre mis sacudidas-, procura que la cabeza esté siempre descubierta. No la cubras nunca con esta piel quellamamos el prepucio; si el prepucio recubriera esta parte que llamamos el glande, todo mi placer desaparecería. ¡Vamos, pequeña -añadió mi maestro-, deja que yo haga contigo lo que tú haces conmigo. Y arrimándose a mi pecho mientras decía esto, en tanto yo seguía meneándosela, colocó sus dos manos tan hábilmente, movió sus dedos con tanto arte, que el placer hizo finalmente presa en mí, y es a él a quien debo en verdad la primera lección. Entonces, como la cabeza empezó a darme vueltas, interrumpí mi faena, y el reverendo, que no había terminado, consintió en renunciar un instante a su placer para ocuparse sólo del mío; y cuando me lo hubo hecho conocer completamente, me hizo volver a la tarea que mi éxtasis me había obligado a interrumpir, y me recomendó encarecidamente que no me distrajera y que sólo me ocupase de él. Lo hice con toda mi alma. Era justo: le debía cierto agradecimiento. Efectuaba yo mi trabajo con tan buena voluntad y cumplía tan bien todo lo que me ordenaba, que el monstruo vencido por los meneos vomitó finalmente todo su rabia y me cubrió con su veneno. Etienne entonces pareció transportado por el delirio más voluptuoso; besaba mi boca con ardor, me manoseaba el coño y el extravío de sus frases anunciaba todavía mejor su desorden. Las "f..." y las "b..." unidas a las más cariñosas palabras caracterizaban este delirio que duró mucho tiempo, y del que el galante Etienne, muy diferente de su cofrade el tragador de orina, sólo salió para decirme que era encantadora y para rogarme que volviera a verlo, y que me trataría siempre como iba a hacerlo: deslizándome un escudo en la mano, me acompañó hasta el lugar donde nos habíamos encontrado y me dejó, maravillada y encantada de una nueva buena suerte que, al reconciliarme con el convento, me hizo tomar la resolución de regresar a menudo desde entonces, persuadida de que, a medida que creciera, más agradables aventuras me esperaban. Pero no era ese mi destino; acontecimientos más importantes me esperaban en un nuevo mundo, y al regresar a casa me enteré de unas noticias que turbaron pronto la embriaguez que me había producido mi última historia. En este momento se oyó sonar una campana en el salón: la que anunciaba que la cena estaba servida. Por lo tanto, la Duelos, generalmente aplaudida en los interesantes comienzos de su historia descendió de la tribuna y, tras haber arreglado todos un poco el desorden en que se encontraban, se ocuparon de nuevos placeres dirigiéndose apresuradamente a buscar los que Como ofrecía. Aquella comida fue servida por las ocho muchachitas desnudas. En el momento en que se cambió de salón, ya estaban preparadas, porque habían tenido la precaución de salir algunos minutos antes. Los invitados debían ser veinte: los cuatro amigos, los ocho jodedores y los ocho muchachos. Pero el obispo, siempre furioso contra Narcisse, no quiso permitir que éste tomase parte en la fiesta, y como se había convenido que se tendrían mutuas y recíprocas complacencias, nadie se preocupó de pedir la revocación de la sentencia, y el muchachito fue encerrado solo en un cuarto oscuro, en espera del momento de las orgías, en que monseñor tal vez se reconciliaría con él. Las esposas y las narradoras se fueron a cenar rápidamente a fin de estar dispuestas para las orgías, las viejas dirigieron el servicio de las ocho muchachitas, Y se sentaron a la mesa. Esta cena, mucho más fuerte que la comida, fue servida con mayor magnificencia, brillo y esplendor. Hubo primero un servicio de sopa de cangrejo y entremeses compuestos de más de veinte fuentes. Veinte entradas los sustituyeron, que pronto lo fueron a su vez por otros veinte principios finos compuestos únicamente por pechugas de ave de corral y caza, cocinados de todo tipo de formas. Vino después un servicio de asado donde apareció todo lo más raro que pueda imaginarse. A continuación llegó un plato de repostería fría que pronto dejó sitio a veintiséis dulces de todos los tipos y formas. Se retiró esto y fue sustituido por una guarnición completa de pasteles dulces fríos y calientes. Por último apareció el postre que ofreció un número prodigioso de frutas a pesar de la estación, después los helados, el chocolate y los licores, que se tomaron en la mesa. Por lo que respecta a los vinos, habían variado en cada servicio; en el primero, borgoña, en el segundo y tercero, dos clases de vinos de Italia, en el cuarto, vino del Rin, en el quinto, vinos del Ródano, en el sexto, champaña espumoso y vinos griegos de dos clases con dos diferentes servicios. Las cabezas se habían calentado mucho, tanto en la comida como en la cena, no estaba permitido abusar de las sirvientas; éstas, siendo la quintaesencia de lo que ofrecía aquella comunidad, debían ser tratadas con miramientos, pero, en revancha, se permitieron con ellas toda suerte de porquerías. El duque, achispado, dijo que sólo quería beber ya orina de Zelmire, de la que se echó entre pecho y espalda dos grandes vasos, que ella llenó subida a la mesa, en cuclillas sobre su plato: "¡Qué gracia tiene beber meados de virgen! -dijo Curval. Y, llamando a Fanchon, prosiguió-: Ven, puta, quiero beber de la misma fuente." Y Curval, colocando su cabeza entre las piernas de la vieja bruja, tragó golosamente los chorros impuros de la orina envenenada que ella le soltó en el estómago. Finalmente, las conversaciones se animaron, se tocaron diferentes puntos sobre las costumbres y la filosofía, y dejo al lector que considere si la moral fue muy refinada. El duque inició un elogio del libertinaje y demostró que se encontraba en la naturaleza y que cuanto más se multiplicaban sus extravíos, más la servían. Su opinión fue recibida generalmente con aplausos, y luego todos se levantaron para ir a poner en práctica los principios que se acaban de exponer. Todo estaba ya dispuesto en el salón de las orgías: las mujeres estaban ya desnudas, acostadas sobre montones de cojines colocados en el suelo, entremezcladas con los jóvenes putos que se habían levantado de la mesa con este propósito poco después de los postres. Nuestros amigos se dirigieron hacia allá tambaleándose; dos viejas los desnudaron, y nuestros cuatro compinches cayeron en medio del rebaño como lobos que asaltan un redil. El obispo, cuyas pasiones se habían excitado cruelmente ante los obstáculos que habían encontrado durante el día, se apoderó del culo sublime de Antinoüs, mientras Hercule lo enfilaba, y, vencido por esta última sensación y por el servicio importante y tan deseado que Antinoüs sin duda le hacía, descargó finalmente chorros de semen tan impetuosos que se desmayó en el éxtasis. Los vapores de Baco acabaron de encadenar los sentidos que entorpecía el exceso de lujuria, y nuestro héroe pasó del desmayo a un sueño tan profundo que tuvo que ser trasladado a la cama. El duque se despachó por su lado. Curval, recordando el ofrecimiento que había hecho la Martaine al obispo, le exigió que lo cumpliera, y descargó mientras lo enfilaban. Mil otros horrores, mil otras infamias acompañaron y siguieron a las descritas, y nuestros tres valientes campeones, ya que el obispo no estaba ya en este mundo, nuestros valerosos atletas, digo, escoltados por los cuatro jodedores del servicio de noche que nose encontraban allí pero que vinieron a buscarlos, se retiraron con las mismas mujeres que habían tenido en los canapés durante la narración. Infelices víctimas de su brutalidad a las que es verosímil creer que ultrajaron más que acariciaron, y a las cuales, sin duda, dieron más repugnancia que placer. Tal fue la historia de la primera jornada. ---------------------------------------------- ----------- SEGUNDA JORNADA Se levantaron a la hora de costumbre. El obispo, completamente repuesto de sus excesos, y que desde las cuatro de la mañana estaba escandalizado de que lo hubiesen dejado acostarse solo, había tocado el timbre para que Julie y el jodedor que le había sido destinado vinieran a ocupar su puesto. Llegaron inmediatamente, y el libertino se echó en sus brazos en busca de nuevas obscenidades. Después de haber tomado el desayuno como de costumbre en el aposento de las muchachas, Durcet realizó la visita y, a pesar de lo que pudiera decirse, todavía encontró nuevas delincuentes. Michette era culpable de un tipo de falta y Augustine, a quien Curval había hecho decir que se mantuviera durante todo el día en un determinado estado, se encontraba en el estado completamente contrario; ella no recordaba nada, y pedía perdón por ello, y prometía que no volvería a suceder más, pero el cuadrumvirato fue inexorable, y ambas fueron inscritas en la lista de castigos del siguiente sábado. Singularmente descontentos por la torpeza de todas aquellas muchachas en el arte de la masturbación, impacientes por lo que habían experimentado sobre esto la víspera, Durcet propuso establecer una hora por la mañana, durante la cual se darían lecciones al respecto, y que por turno, cada uno de ellos se levantaría una hora más temprano, y como el momento del ejercicio sería establecido desde las nueve hasta las diez, se levantaría, digo, a las nueve para ir a dedicarse a este ejercicio. Decidióse que aquel que realizase esta función se sentaría tranquilamente en medio del serrallo, en un sillón, y que cada muchacha, conducida y guiada por la Duelos, la mejor meneadora que había en el castillo, se acercaría a sentarse encima de él, que la Duelos dirigiría su mano, sus movimientos, le enseñaría la mayor o menor rapidez que hay que imprimir a las sacudidas de acuerdo con el estado del paciente, que prescribiría sus actitudes, sus posturas durante la operación, y que se impondrían castigos reglamentados para aquella que al cabo de la primera quincena no lograra dominar perfectamente este arte, sin necesidad de más lecciones. Sobre todo, les fue concretamente recomendado, según los principios del padre recoleto, mantener el glande siempre descubierto durante la operación, y que la mano vacante se ocupase sin cesar durante todo el tiempo en cosquillear los alrededores, según las diferentes fantasías de los interesados. Este proyecto del financiero gustó a todos, la Duelos, informada, aceptó el trabajo, y desde aquel mismo día dispuso en su aposento un consolador con el que ellas pudiesen ejercitar constantemente sus dedos y mantenerlos en la agilidad requerida. Se le encargó a Hercule el mismo trabajo con los muchachos, que más hábiles siempre en este arte que las muchachas, porque sólo se trata de hacer a los otros lo que hacen a sí mismos, sólo necesitaron una semana para convertirse en los más deliciosos meneadores que fuese posible encontrar. Entre ellos, aquella mañana, no se encontró a nadie en falta, y como el ejemplo de Narcisse, la víspera, había tenido como consecuencia que se negaran casi todos los permisos, sucedió que en la capilla sólo se encontraron la Duelos, dos jodedores, Julie, Thérèse, Cupidon y Zelmire. A Curval se le empalmó mucho, se había enardecido asombrosamente por la mañana con Adonis, en la visita de los muchachos, y creyóse que eyacularía al ver las cosas que hacían Thérése y los jodedores, pero se contuvo. La comida fue como siempre, pero el querido presidente, que bebió y se comportó disolutamente durante el ágape, se inflamó de nuevo a la hora del café, servido por Augustine y Michette, Zélamir y Cupidon, dirigidos por la vieja Fanchon, a quien, por capricho, se le había ordenado que estuviera desnuda como los muchachos. De este contraste surgió el nuevo furor lúbrico de Curval, quien se entregó a algunos desenfrenos con la vieja y Zélamir que le valieron por fin la pérdida de su semen. El duque, con el pito empalmado, abrazaba a Augustine; rebuznaba, denostaba, deliraba, y la pobre pequeña, temblando, retrocedía como la paloma ante el ave de presa que la acecha, dispuesta a capturarla. Sin embargo, se contentó con algunos besos libertinos y con darle una primera lección, como anticipo de la que empezaría a tomar al día siguiente. Y como los otros dos, menos animados, habían empezado ya sus siestas, nuestros dos campeones los imitaron. Se despertaron a las seis para pasar al salón de los relatos. Todas las cuadrillas de la víspera estaban cambiadas, tanto los individuos como los vestidos, y nuestros amigos tenían por compañeras de canapé, el duque a Aline, hija del obispo y por consiguiente, ¡por lo menos, sobrina del duque!, el obispo a su cuñada Constance, mujer del duque e hija de Durcet; Durcet a Julie, hija del duque y mujer del presidente, y Curval, para despertarse y reanimarse un poco, a su hija Adélaïde, mujer de Durcet, una de las criaturas del mundo a quien más le gustaba molestar a causa de su virtud y devoción. Empezó con algunas bromas perversas, y habiéndole ordenado que tomara durante la sesión una postura adecuada a sus gustos pero muy incómoda para aquella pobre mujercita, la amenazó con toda su cólera si la cambiaba un solo momento. Cuando todo estuvo listo, Duelos subió a su tribuna y reanudó así el hilo de su relato Hacía tres días que mi madre no había aparecido por la casa, cuando su marido, inquieto más por sus efectos y su dinero que por la criatura, decidió entrar en su habitación, donde tenían la costumbre de guardar todo lo más precioso, ¡pero cuál no fue su asombro cuando en vez de encontrar lo que buscaba halló sólo un billete de mi madre en el que le decía que se resignara a su pérdida, porque habiéndose decidido a separarse de él para siempre, y careciendo de dinero, le había sido necesario coger todo lo que se llevaba! En cuanto al resto, sólo él y los malos tratos que le había dado tenían la culpa, si lo abandonaba, y que le dejaba las dos hijas, que bien valían lo que se llevaba. Pero el buen hombre estaba lejos de considerar que lo uno valiese como lo otro, y nos despidió graciosamente, rogándonos que no durmiéramos en la casa, prueba cierta de que discrepaba con mi madre. Bastante poco afligidas por una situación que nos dejaba en plena libertad, a mi hermana y a mí, para entregarnos tranquilamente a un género de vida que empezaba a gustamos, sólo pensamos en llevarnos nuestras escasas pertenencias y en despedirnos de nuestro querido padrastro que había tenido a bien dárnoslas. Mientras decidíamos lo que debíamos hacer, nos alojamos mi hermana y yo en una pequeña habitación de los alrededores. Allí lo primero que hicimos fue preguntarnos acerca de la suerte de nuestra madre. Teníamos la seguridad de que se encontraba en el convento, decidida a vivir secretamente en la celda de algún padre, o haciéndose mantener en algún rincón de las cercanías, cosa que no nos preocupaba demasiado, cuando un hermano del convento nos trajo un billete que hizo cambiar nuestras conjeturas. Dicho billete decía en sustancia que lo mejor que nos podía aconsejar era que fuésemos al convento en cuanto anocheciera, a la celda del padre guardián, el mismo que escribía el billete; que él nos esperaría en la iglesia hasta las diez de la noche y nos conduciría al lugar donde se encontraba nuestra madre, cuya felicidad actual y calma nos haría compartir gustosamente. Nos exhortaba vivamente a que no faltásemos a la cita y, sobre todo, a ocultar nuestros movimientos con gran cuidado; porque era esencial que nuestro padrastro no se enterase de nada, en bien de nuestra madre y de nosotras mismas. Mi hermana, que a la sazón había cumplido quince años y qUe, por consiguiente, tenía más vivacidad y razonaba más que yo, que sólo tenía entonces nueve, después de haber despedido al Portador del billete y contestado que reflexionaría sobre el asunto arriba, no dejó de extrañarse de todas aquellas maniobras. -Françon -me dijo-, no vayamos. Hay gato encerrado en todo esto. Si esta proposición fuese franca, ¿por qué mi madre no hubiera escrito ella misma un billete junto a éste o al menos no lo hubiera firmado? ¿Y con quién podría estar en el convento, mi madre? El padre Adrien, su mejor amigo, no está allí desde hace tres años, más o menos. Desde entonces, ella no va al convento, más que de paso, y no tiene ningún asunto allí. ¿Por qué azar hubiera buscado ella este retiro? El padre guardián no es ni ha sido nunca su amante. Sé que ella lo ha divertido dos o tres veces, pero no se trata de un hombre capaz de liarse con una mujer sólo por eso, porque es inconstante y hasta brutal con las mujeres una vez que se le ha pasado el capricho. Por lo tanto, ¿a qué viene que ahora muestre tanto interés por nuestra madre? Te digo que hay gato encerrado en este asunto. Nunca me ha gustado ese viejo guardián; es malo, duro y brutal. Una vez me atrajo a su habitación, donde estaba con tres más, y después de lo que me sucedió allí, juré no volver a poner los pies en su celda. Créeme, dejemos ahí todos esos monjes bribones. No quiero ocultarte más tiempo, Françon, que tengo una conocida, me atrevo a decir una buena amiga. Se llama Mme Guérin, hace dos años que la trato, y desde entonces no ha transcurrido una semana sin que me hiciese participar en una buena juerga. Pero no juergas de doce miserables monedas como las del convento; no hay una sola que no me haya reportado tres escudos por lo menos. Mira, aquí tienes una prueba de ello -prosiguió mi hermana mostrándome una bolsa que contenía por lo menos diez luises-; como puedes advertir, tengo de qué vivir. Y bien, si quieres seguir mi consejo, haz como yo. La Guérin te recibirá, no te quepa la menor duda, te vio hace ocho días, cuando vino a buscarme para una juerga, y me ha encargado que te lo propusiese también y que por muy joven que fueses ella siempre hallaría dónde colocarte. Haz como yo, te digo, y pronto nos veremos libres de apuros. Por lo demás, es todo lo que puedo decirte, pues, excepto esta noche que pagaré tus, gastos, no cuentes más conmigo, pequeña. Cada cual para sí, en este mundo. He ganado esto con mi cuerpo y mis dedos, haz tú lo mismo. Y si el pudor te lo impide, vete al diablo, y sobre todo no vengas a buscarme, porque después de lo que acabo de decirte, si te viera morir de sed, no te daría un vaso de agua. Por lo que respecta a mi madre, muy lejos de estarenojada por la suerte que haya corrido, sea cual sea, te diré que me regocijo de ello, y que mi único deseo es que la muy puta se encuentre tan lejos que no la vuelva a ver nunca. Sé hasta qué punto ella me perjudicó en mi oficio, y todos los hermosos consejos que me daba mientras, la muy ramera se comportaba tres veces peor. Amiga mía, que el diablo se la lleve y sobre todo que no la traiga, eso es todo lo que le deseo. No teniendo, en verdad, el corazón más tierno ni mejor alma que mi hermana, aprobaba sinceramente todas las invectivas con que ella llenó a esa excelente madre, y, tras agradecer a mi hermana el conocimiento que me proporcionaba, le prometí seguirla a casa de aquella mujer y, una vez adoptada, dejar de serle una carga. Como mi hermana, me negaba a ir al convento. -Si efectivamente ella es feliz, tanto mejor -dije-; en tal caso, nosotras podremos serlo por nuestro lado, sin necesidad de compartir su suerte. Y si se trata de una trampa que se nos tiende, es necesario evitar caer en ella. Después de eso mi hermana me abrazó. - ¡Vaya! -dijo-. Veo ahora que eres una buena chica. Bien, bien, ten la seguridad de que haremos fortuna. Yo soy linda y tú también, ganaremos lo que se nos antoje, amiga mía. Pero es necesario no atarse, no lo olvides. Hoy uno, mañana otro, es preciso ser puta, niña mía, puta en el alma y en el corazón. En cuanto a mí -continuó diciendo-, lo soy tanto, puedes verlo ahora, que no hay confesión, sacerdote, consejo ni representación que puedan apartarme del vicio. Estaría dispuesta, rediós, a mostrar mi culo en la plaza del mercado con tanta tranquilidad como me bebo un vaso de vino. Imítame, Françon, complaciéndolos, una saca todo lo que quiere de los hombres; el oficio es un poco duro al principio, pero una se hace a ello. Hay tantos hombres como gustos. Primero, hay que ser capaz de cualquier cosa, uno quiere una cosa, otro quiere otra. Pero ¿qué importa? Una está allí para obedecer y someterse, enseguida se acaba, y queda el dinero. Yo me sentía turbada, lo confieso, al escuchar palabras tan licenciosas en la boca de una muchacha tan joven y que siempre me había parecido tan decente. Pero como mi corazón compartía su sentido, no tardé en decirle que estaba no solamente dispuesta a imitarla en todo, sino hasta en portarme peor que ella, si era necesario. Encantada conmigo, mi hermana me abrazó de nuevo, y como empezaba a ser tarde mandamos a buscar una pularda y buen vino, cenamos y dormimos juntas, decididas a ir al día siguiente por la mañana a casa de la Guérin para rogarle que nos recibiera como pupilas. Fue durante la mencionada cena cuando mi hermana me enseñó todo lo que yo ignoraba todavía acerca del libertinaje. Se me exhibió completamente desnuda, y puedo asegurar que era una de las más bellas criaturas que había entonces en París. Hermosa Piel, una gordura agradable y, a pesar de esto, el talle más esbelto e interesante, los más bellos ojos azules y todo el resto digno de lo mencionado. Me enteré también del tiempo que hacía que la Guérin se había fijado en aquellos atractivos y del placer con que se la ofrecía a sus clientes, quienes, jamás cansados de ella, la volvían a pedir una y otra vez. Al meternos en la cama caímos en la cuenta de que nos habíamos olvidado de dar una respuesta al padre guardián, quien seguramente se enojaría por nuestra negligencia y a quien era preciso tratar con miramientos mientras estuviésemos en el barrio. ¿Pero cómo reparar aquel olvido? Ya eran más de las once, y decidimos dejar las cosas tal como estaban. Al parecer, la aventura le interesaba mucho al guardián, por lo que es de creer que trabajaba más para él que para la pretendida felicidad de que nos hablaba, porque apenas dieron las doce llamaron con suavidad a nuestra puerta. Era el padre guardián en persona; nos esperaba, dijo, desde hacía dos horas, y por lo menos hubiéramos podido hacerle llegar una respuesta, y tras haberse sentado en nuestra cama, nos dijo que nuestra madre había decidido pasar el resto de sus días en un pequeño aposento secreto que tenían en el convento y donde le daban la mejor comida del mundo, amenizada con la compañía de los grandes personajes de la casa que solían pasar la mitad del día con ella y con otra mujer joven, compañera de mi madre; que sólo dependía de nosotras aumentar el número, pero como éramos demasiado jóvenes para establecernos, él nos tomaría sólo por tres años, al cabo de los cuales, juraba que nos devolvería nuestra libertad y mil escudos a cada una; que nuestra madre le había encargado que nos dijera que le causaríamos un gran placer si íbamos a compartir su soledad. -Padre -le contestó descaradamente mi hermana-, le agradecemos su proposición. Pero a nuestra edad no tenemos ningún deseo de encerramos en un claustro para convertirnos en putas de sacerdotes, ya lo hemos sido demasiado. El guardián insistió en sus proposiciones, y lo hizo con un fuego que demostraba bien a las claras hasta qué punto deseaba lograr sus propósitos. Advirtiendo al fin que no se salía con la suya, dijo lanzándose casi furiosamente, sobre mi hermana. -Y bien, puta, satisfáceme pues una vez más por lo menos, antes que me vaya. Y, tras haberse desabrochado sus calzones, montó encima de mi hermana, quien no opuso ninguna resistencia, convencida de que si satisfacía su necesidad se desembarazaría de él más pronto. Y el libertino, sujetándola debajo de sus rodillas, agitó un instrumento duro y bastante grueso a unos centímetros de la cara de mi hermana. - ¡Linda cara -exclamó-, linda carita de puta, cómo voy a inundarte de leche, ah, rediós! Y al cabo de unos instantes las esclusas se abrieron, el esperma eyaculó y todo el rostro de mi hermana, principalmente la nariz y la boca se encontraron cubiertos por las pruebas del libertinaje de nuestro hombre, cuya pasión no hubiera sido satisfecha de un modo tan barato si su proyecto hubiese tenido éxito. El religioso, más calmado, sólo pensó ya en marcharse, y después de habernos arrojado un escudo sobre la mesa, y encendido de nuevo su linterna, dijo: -Sois unas pequeñas imbéciles, sois unas pequeñas tiparracas. Dejáis escapar vuestra fortuna. ¡Que el cielo os castigue haciéndoos caer en la miseria y tenga yo el placer de veros hundidas en ella como venganza, esos son mis últimos deseos! Mi hermana, que se limpiaba la cara, le devolvió todas sus tonterías, y cuando la puerta volvió a cerrarse para no abrirse ya hasta la mañana siguiente, pasamos al menos el resto de la noche tranquilas. -Lo que has visto -me dijo mi hermana- es una de sus pasiones favoritas. Le gusta con locura descargar sobre la cara de las muchachas. Si se limitara a ello, bueno..., pero el bribón tiene otros gustos y tan peligrosos que temo... Pero mi hermana, vencida por el sueño, se durmió antes de acabar la frase, y como el día siguiente nos trajo otras aventuras, dejamos de pensar en aquélla. Por la mañana nos levantamos y, tras habernos arreglado bien, nos dirigimos a casa de la señora Guérin. Esta heroína vivía en la calle Soli, en un apartamento muy limpio del primer piso, que compartía con seis señoritas entre dieciséis y veintidós años, todas muy lozanas y lindas. Permitidme, señores, que no os las describa más que a medida que sea necesario. La Guérin, encartada del proyecto que había conducido a mi hermana a su casa después que hacía tanto que la deseaba, nos recibió y alojó a ambas con gran placer. -Aunque es muy joven -le dijo mi hermana, señalándome-, le servirá bien, se lo aseguro. Es dulce, gentil, tiene buen carácter y un alma decididamente inclinada al puterío. Tiene usted muchos disolutos entre sus amistades que desean niñas, he aquí una que corresponde a lo que necesitan... empléela. La Guérin, volviéndose hacia mí, me preguntó entonces si estaba decidida a todo. -Sí, señora -le contesté, en un tono ligeramente descarado que le gustó-, a todo para ganar dinero. Fuimos presentadas a nuestras nuevas compañeras, que ya conocían a mi hermana y que por amistad le prometieron que cuidarían de mí. Luego cenamos todas juntas, y en una palabra así fue, señores, mi primera instalación en el burdel. No transcurrió mucho tiempo sin que empezara mi práctica en él: aquella misma noche llegó un viejo comerciante envuelto en una capa con quien la Guérin me emparejó para mi estreno. - ¡Oh! A propósito, -dijo la Guérin presentándome al viejo libertino-, las queréis sin pelo, señor Duelos, le aseguro que ésta no tiene ni uno. -En efecto -contestó el viejo original, contemplándome-. parece muy niña. ¿Cuantos años tienes, pequeña? -Nueve, señor. -¡Nueve años!... Bien, bien, señora Guérin, usted sabe que son así como las quiero. Y más jóvenes aún, si usted las tuviera. Las tomaría pardiez, recién destetadas. Y la Guérin, tras retirarse, riéndose de la expresión, nos dejó solos. Entonces el viejo libertino, acercándose, me besó dos o tres veces en la boca. Acompañando una de mis manos con la suya, hizo que sacara de su bragueta su verga no muy empalmada y, actuando constantemente sin hablar demasiado, me desabrochó las faldas, me acostó en el canapé, me subió la camisa hasta el pecho y, montando sobre mis dos muslos, que había abierto completamente, con una mano me entreabría el coño todo lo que podía, mientras con la otra se la meneaba con todas sus fuerzas. "El lindo pajarito", decía, agitándose y suspirando de placer. "Cómo lo domesticaría si aún pudiera, pero ya no puedo; por más que hiciera, ni en cuatro años se endurecería este bribón de pito. Ábrete, ábrete, pequeña, separa bien los muslos." Y al cabo de un cuarto de hora, por fin, advertí que el hombre suspiraba más hondamente. Algunos " ¡rediós! " añadieron cierta energía a sus expresiones y sentí los bordes de mi coño inundados del esperma cálido y espumoso que, como el bribón no podía lanzar dentro, se esforzaba en hacerlo penetrar dentro con los dedos. Hecho esto, partió como un rayo, y todavía me encontraba ocupada en limpiarme cuando mi galán abría ya la puerta de la calle. Este fue el principio, señores, que me valió el nombre de Duelos. Era costumbre en aquella casa que cada pupila adoptase el nombre del primer hombre que la ocupaba, y yo me sometía tal uso. -¡Un momento! -dijo el duque-. No he querido interrumpir hasta que no hubiese una pausa, pero ya que has hecho una, explícame un poco dos cosas: primera, si tuviste noticias de tu madre o si jamás supiste lo que fue de ella; segunda, dime si las causas de la antipatía que os inspiraba a tu hermana y a ti eran naturales o tenían una causa. Esto tiene relación con la historia del corazón humano, a lo que nos dedicamos de una manera particular. -Monseñor -contestó la Duelos-, ni mi hermana ni yo tuvimos nunca la menor noticia de esa mujer. -Bien -dijo el duque-. En ese caso está claro, ¿no es verdad Durcet? -Sin la menor duda -contestó el financiero-. Y tuvisteis suerte en no caer en la trampa, porque no hubierais regresado jamás. - ¡Es inaudito --lijo Curval-, cómo se propaga esta manía! -Es que es muy deliciosa, a fe mía --lijo el obispo. -¿Y el segundo punto? -preguntó el duque, dirigiéndose a la narradora. -El segundo punto, monseñor, es decir, el motivo de nuestra antipatía, difícilmente a fe mía sería capaz de explicarla, pero era tan violenta en nuestros dos corazones que nos confesamos una a otra que hubiéramos sido capaces de envenenarla en el caso de no poder llegar -a desembarazarnos de ella de otro modo. Nuestra aversión era completa, y como ella no daba ningún motivo para ello, lo más verosímil es pensar que este sentimiento era obra de la naturaleza. -¿Y quién lo duda? -dijo el duque-. Cada día vemos que la naturaleza nos inspira la inclinación más violenta hacia lo que los hombres llaman crimen, y aunque la hubieseis envenenado veinte veces, esta acción dentro de vosotras sólo hubiera sido el resultado de esa inclinación que ella os inspiraba hacia el crimen, inclinación que cobraba en vosotras la forma de una invencible antipatía. Es una locura imaginar que debamos nada a nuestras madres. ¿Y sobre qué se fundaría nuestro agradecimiento?: ¿Sobre lo que gozaba cuando era jodida? Seguramente, no es para menos. En cuanto a mí, yo sólo veo en ello motivos de odio y desprecio. ¿Nos da la felicidad al darnos la vida?... Lejos de esto. Nos arroja a un mundo lleno de escollos, y a nosotros nos toca salir de apuros como podamos. Recuerdo que tuve una madre en otro tiempo que me inspiraba más o menos los mismos sentimientos que la Duelos sentía por la suya: la aborrecía. Cuando me fue posible, la mandé al otro mundo, y nunca he gozado una voluptuosidad más viva que cuando cerró los ojos para no volverlos a abrir más. En este momento se escucharon unos sollozos terribles en una de las cuadrillas. Era en la del duque, sin lugar a dudas. Al investigar, vióse que la joven Sophie tenía los ojos arrasados en lágrimas. Dotada de un corazón muy distinto al de aquellos canallas, la conversación trajo a su espíritu el recuerdo querido de aquella que le había dado el ser y había muerto defendiéndola cuando fue raptada. Y esta idea cruel había venido a su tierna imaginación acompañada sólo de abundantes lágrimas. - ¡Ah, pardiez! -dijo el duque- ¡Buena cosa es ésa! ¿Lloras a tu madre, no es verdad, pequeña mocosa? Acércate, acércate, para que te consuele. Y el libertino, enardecido por los preliminares y por estas palabras y por el efecto que tenían, mostró un triunfal pito que parecía querer una eyaculación. Mientras tanto, Marie (era la dueña de la cuadrilla), trajo a la muchacha. Sus lágrimas corrían abundantemente y el hábito de novicia que le habían puesto aquel día prestaba aún más encanto a un dolor que la embellecía. Era imposible ser más linda. - ¡Jodido Dios -dijo el duque, levantándose como un frenético-, qué linda tajada para hincarle el diente! Quiero hacer lo que la Duelos acaba de contarnos, quiero mojarle el coño con mi leche... ¡Que la desnuden! Y todo el mundo esperaba en silencio el desenlace de aquella pequeña escaramuza. -¡Oh, señor, señor! -exclamó Sophie, lanzándose a los pies del duque-. Respetad al menos mi dolor, gimo por la muerte de una madre que me fue muy querida, que murió defendiéndome y a la que no veré nunca más. ¡Tened piedad de mis lágrimas y concededme por lo menos una noche de descanso! - ¡Ah! ¡Joder! - exclamó el duque, empuñando su verga que amenazaba al cielo-. Nunca hubiera creído que esta escena fuese tan voluptuosa. Desnúdala, desnúdala, pues -decía a Marie, furioso-; ya debería estar desnuda. Y Aline, que se encontraba en el sofá del duque, lloraba a lágrima viva, mientras se oía gemir a la tierna Adélaïde en el nicho de Curval, quien, lejos de compartir el dolor de aquella bella criatura, la regañaba violentamente por haber abandonado la posición en que la había colocado, y por otra parte, contemplaba con el más vivo interés el desenlace de aquella deliciosa escena. Mientras tanto, desnudan a Sophie, sin el menor miramiento por su dolor, la colocan en la actitud que acababa de relatar la Duelos y el duque anuncia que va a descargar. Pero ¿cómo hacerlo? Lo que acababa de relatar Duelos había sido realizado por un hombre con el miembro mustio y la descarga de su fofo pito podía dirigirse a voluntad. Pero no era el mismo caso ahora: la amenazadora cabeza del miembro del duque no quería inclinarse y continuaba amenazando al cielo; hubiera sido preciso, por decirlo así, colocar a la muchachita encima. Nadie sabía qué hacer, y sin embargo, cuantos más obstáculos surgían, más juraba y blasfemaba el irritado duque. Finalmente, la Desgranges acudió en su ayuda. Nada de lo que se refería al libertinaje era desconocido para aquella vieja bruja; cogió a la niña y la colocó tan hábilmente sobre sus rodillas que, se colocase como se colocase el duque, la punta de su pito rozaba la vagina. Dos sirvientas acudieron para sujetar las piernas de la muchachita, la cual, si hubiese tenido que ser desvirgada, nunca hubiera podido ofrecer un coño más hermoso. Pero eso no era todo aún: era necesaria una mano hábil para hacer desbordar el torrente y dirigirlo justamente a su destino. Blangis no quería correr el riesgo de utilizar la mano de un muchacho torpe para una operación tan importante. -Toma a Julie -dijo Durcet-; quedarás contento de ella. Empieza a menearla como un ángel. - ¡Oh, joder! -exclamó el duque-. Esa puta fallará, la conozco. Basta con que yo sea su padre, tendrá un miedo espantoso. -Te aconsejo un muchacho, a fe mía -dijo Curval-. Toma a Hercule; tiene una muñeca muy hábil. -Sólo quiero a la Duelos -dijo el duque-. Es la mejor de todas las meneadoras, permitidle que deje su puesto unos momentos y que venga. La Duelos llega, muy orgullosa de una preferencia tan notable. Se arremanga hasta el codo y empuñando el enorme instrumento de Monseñor, empieza a sacudirlo, con la cabeza siempre descubierta, a menearlo con tal arte, a agitarlo con sacudidas tan rápidas y al mismo tiempo tan adecuadas al estado en que veía al paciente, que finalmente la bomba estalla sobre el mismo agujero que debe cubrir. Lo inunda, el duque grita, blasfema y se debate. Duelos no se detiene; sus movimientos están condicionados al grado del placer que proporcionan. Antinoüs, colocado allí a propósito, hace penetrar delicadamente el esperma en la vagina a medida que fluye, y el duque, vencido por las más deliciosas sensaciones, ve, expirando de voluptuosidad, cómo se deshincha poco a poco entre los. dedos de su meneadora el fogoso miembro cuyo ardor acaba de inflamarlo tan poderosamente. Se echa de nuevo sobre el sofá, la Duelos regresa a su lugar, la muchachita se limpia, se consuela y vuelve a su cuadrilla, y el relato prosigue, dejando a los espectadores persuadidos de una verdad de la cual, creo, estaban imbuidos desde hacía tiempo, a saber, que la idea del crimen supo siempre inflamar los sentidos y conducirnos a la lubricidad. Quedé muy asombrada -dijo la Duelos, reanudando el hilo de su discurso- al ver que todas mis compañeras se reían al encontrarse conmigo, y me preguntaban si mehabía limpiado bien y mil otras cosas que demostraban que ellas sabían muy bien lo que yo acababa de hacer. No me dejaron mucho rato en la inquietud, y mi hermana, conduciéndome a una habitación contigua a aquella donde se celebraban comúnmente las orgías, y donde yo había sido encerrada, me mostró un agujero a través del cual se veía el canapé y todo lo que ocurría en el cuarto. Me dijo que aquellas señoritas se divertían fisgando por el agujero lo que hacían los hombres a sus compañeras, y que yo misma era dueña de ir allá cuando quisiera, siempre que no estuviera ocupado. Porque sucedía a menudo, decía ella, que aquel respetable agujero sirviese para misterios acerca de los cuales sería instruida en su momento y lugar. No transcurrieron ocho días sin que sacase provecho de ese placer, y una mañana en que habían preguntado por una tal Rosalie, una de las más bellas rubias que imaginarse pueda, tuve la curiosidad de observar qué le harían. Me oculté, y he aquí la escena de que fui testigo. El hombre que estaba con ella no debía tener más de veintiséis o treinta años. En cuanto ella entró, la hizo sentarse en un taburete muy alto y destinado para la ceremonia. Tan pronto como estuvo sentada, le quitó todas las horquillas que sostenían su pelo e hizo flotar hasta el suelo un bosque de cabellos rubios, soberbios, que adornaba la cabeza de aquella hermosa muchacha. Sacó luego un peine de su bolsillo, los peinó, los desenredó, los acarició y besó, entremezclando cada acción con elogios sobre la belleza de aquella cabellera, que era lo único que le ocupaba. Finalmente se sacó de la bragueta un pequeño pito seco y muy tieso que envolvió rápidamente con los cabellos de su dulcinea, y meneándosela con el moño, eyaculó mientras pasaba su otra mano alrededor del cuello de Rosalie y la besaba en la boca. Desenvolvió su verga muerta, vi los cabellos de mi compañera sucios de semen; ella los limpió se los volvió a atar, y nuestros amantes se separaron. Al cabo de un mes, mi hermana fue llamada por un personaje que nuestras señoritas me dijeron que fuera a contemplar a través del agujero porque tenía una extravagante fantasía. Se trataba de un individuo de unos cincuenta años; apenas había entrado cuando, sin preliminares de ninguna clase, sin caricias, mostró su trasero a mi hermana, la cual, al tanto de la ceremonia, hizo que se inclinara sobre la cama, se apodera del fofo y arrugado culo, hunde sus cinco dedos en el orificio y empieza a sacudirlo de una manera tan énergica que la cama crujía. Mientras tanto, nuestro hombre, sin mostrar nada más, se agita, se menea, sigue los movimientos, se presta a ellos con lubricidad y grita que descarga y que goza el mayor de los placeres. La agitación había sido violenta, en verdad, porque mi hermana estaba cubierta de sudor; ¡pero qué menguados episodios y qué imaginación tan estéril! Si bien el hombre que me fue presentado poco después no fue más caprichoso, por lo menos partía más voluptuoso y su manía, para mí, tenía más el colorido del libertinaje. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años bajo y gordo, pero fresco y alegre. Como todavía no había visto a ningún hombre con un gusto como el suyo, mi primer movimiento fue el de arremangarme hasta el ombligo: un perro al que se le muestra un bastón no hubiera puesto una cara más larga. - ¡Eh! ¡Por tu vida! Dejemos tranquilo el coño, querida, te lo ruego -me dijo, bajándome las faldas tan rápidamente como yo las había subido-. Esas putillas -prosiguió, de buen humor- sólo le muestran a uno sus coños. Serás la causa de que no descargue en toda lanoche.., mientras no me haya quitado de la cabeza tu jodido coño. Y diciendo esto hizo que me volviera de espaldas y levantó metódicamente los refajos por detrás. En esta posición, y conduciéndome él mismo, sin soltar las faldas levantadas, para ver tos movimientos de mi culo mientras caminaba, hizo que me acercase a la cama, sobre la que me acostó de bruces. Entonces examinó mi trasero con la más escrupulosa atención, ocultando con una mano el coño, que parecía temer más que al fuego. Finalmente, tras haberme pedido que disimulara todo lo que pudiera esta indigna parte (empleo su expresión), con sus dos manos manoseó durante un buen rato y con lubricidad mi trasero; lo separaba, lo juntaba, acercaba a él su boca y una vez o dos hasta sentí que la colocaba sobre el agujero, pero no se estremecía aparentemente, no había señales de nada. Sin embargo, cuando se sintió dispuesto, preparóse para el desenlace de la operación. -Tiéndete completamente en el suelo -me dijo, arrojando algunos cojines- allá, sí, eso es... con las piernas bien separadas, el culo un poco levantado y el agujero lo más entreabierto que te sea posible - añadió, al ver mi docilidad. Y entonces, tomando un taburete, lo colocó entre mis piernas y fue a sentarse en él de manera que su pito, que finalmente sacó de su bragueta, pudiese ser meneado a la altura del agujero que incensaba. Entonces sus movimientos se hicieron más rápidos, con una mano se meneaba y con la otra separaba mis nalgas, y algunas alabanzas sazonadas con muchos juramentos componían su discurso. - ¡Oh, santo Dios! ¡Qué hermoso culo! ¡Cómo voy a inundarlo! Y cumplió su palabra. Me sentí toda mojada; el libertino pareció quedar anonadado tras su éxtasis. ¡Tan verdad es que el homenaje rendido a ese templo tiene siempre más ardor que el que se ofrece en el otro!; y se fue, tras haberme prometido que regresaría porque había satisfecho muy bien sus deseos. Efectivamente, regresó al día siguiente, pero su inconstancia le hizo preferir a mi hermana; fui a observarlos y vi que empleaba absolutamente los mismos procedimientos, a los que mi hermana se prestaba con la misma complacencia. -¿Tenía un culo hermoso tu hermana? - preguntó Durcet. -Podréis juzgar por un solo detalle, monseñor -dijo la Duelos- . Un famoso pintor, a quien le habían encargado una Venus de hermosas nalgas, un año después, le pidió que le sirviera de modelo, porque decía, había estado buscando en todas las casas de alcahuetas de París sin haber encontrado lo que necesitaba. -Puesto que ella tenía quince años, y que aquí hay muchachas de tal edad, compáranos su trasero -dijo el financiero- con alguno de los culos que tienes aquí ante tu vista. Duelos fijó los ojos en Zelmire y dijo que le era imposible encontrar nada, no solamente respecto al culo si no a la cara, que pudiera competir con su hermana. -Bueno, Zelmire - dijo el financiero- ven, pues, a presentarme tus nalgas. Ella pertenecía precisamente a su cuadrilla. La encantadora muchacha se acercó temblando. Es colocada al pie del canapé, acostada de bruces; levantan su grupa con las-- cojines y el pequeño orificio se ofrece completo. El libertino empalmado besa y manosea lo que se le presenta. Ordena a Julie que se la menee. Es obedecido, sus manos se extravían sobre otras partes, la lubricidad lo embriaga, su pequeño instrumento, bajó las sacudidas voluptuosas de Julie, parece endurecerse un momento, el canalla blasfema, la leche fluye y suena la hora de la cena. Como en todas las comidas, reinaba la misma profusión, haber descrito una es como haberlas descrito todas. Pero como casi todo el mundohabía eyaculado, en esta cena fue preciso restablecer fuerzas, y por lo tanto, se bebió mucho. Zelmire, que era llamada la hermana de la Duelos, fue extraordinariamente festejada en las orgías y todo el mundo quiso besar su culo. El obispo dejó en él algo de semen, los otros tres compañeros volvieron a excitarse y se fueron a acostar como la víspera, es decir, cada cual con las mujeres que habían tenido en los canapés y cuatro jodedores que no habían aparecido desde la cena. ------------------------------------------------------- TERCERA JORNADA El duque se levantó a las nueve. Era él quien debía comenzar a prestarse a las lecciones que la Duelos tenía que dar a las muchachas. Se instaló en un sillón y experimentó durante una hora los diversos manoseos, masturbaciones, poluciones y posiciones diversas de cada una de aquellas muchachas, conducidas y guiadas por su maestra, y, como es fácil imaginar, su temperamento fogoso se excitó mucho con tal ceremonia. Tuvo que hacer increíbles esfuerzos para no perder su semen, pero, bastante dueño de sí mismo, supo contenerse y regresó triunfalmente para fanfarronear de que había soportado un asalto que mucho dudaba que sus amigos hubieran podido sostener con la misma flema que él. Esto dio lugar a algunas apuestas y a una multa de cincuenta luises que sería impuesta a quien descargase durante las lecciones. En vez del almuerzo y dulas visitas, aquella mañana se empleó en disponer el cuadro de las diecisiete orgías proyectadas para el final de cada semana, así como en la última fijación de los desvirgamientos que ahora podían establecer mejor que antes después de haber conocido mejor a las personas. Como dicho cuadro establecía de una manera decisiva todas las operaciones de la campaña, hemos creído necesario ofrecer una copia al lector; nos ha parecido que, sabiendo, después de haberlo leído, el destino de las personas, se interesaría más por ellas en el resto de las operaciones. ------ ------------------------------------------- __CUADRO DE LOS PROYECTOS DEL RESTO DEL VIAJE El día 7 de noviembre, fin de la primera semana, se procederá por la mañana al casamiento de Michette y Giton, y los dos esposos, que por la edad no pueden unirse, como tampoco las parejas de los tres himeneos siguientes, serán separados por la moche, sin tener en cuenta la ceremonia que sólo habrá servido para divertir durante el día. La misma noche se procederá al castigo de las personas marcadas en la lista del amigo de turno durante el mes. El día 14 se procederá al matrimonio de Narcisse y Hébé, con las mismas cláusulas anteriores. El 21 se efectuará el matrimonio de Colombe y Zélamir. El 21, igualmente, el de Cupidon y Rosette. El 4 de diciembre (los relatos de la Champville habrán estimulado las expediciones siguientes), el duque desvirgará a Fanny. El día 5 de diciembre, dicha Fanny será casada con Hyacinthe, el cual gozará de su joven esposa delante de la reunión. Tal será la fiesta de la quinta semana, y por la noche habrá los castigos ordinarios, porque los casamientos se celebrarán por la mañana. El día 8, Curval desvirgará a Michette. El 11, el duque desvirgará a Sophie. El 12, para celebrar la fiesta de la sexta semana, Sophie será casada con Céladon, de acuerdo con las mismas cláusulas anteriores. Lo cual no se repetirá en los siguientes. El 15, Curval desvirgará a Hébé. El 18, el duque desvirgará a Zelmire, y el 19, para celebrar la fiesta de la séptima semana, Adonis se casará con Zelmire. El 20, Curval desvirgará a Colombe. El 25, día de Navidad, el duque desvirgará a Augustine, y el 26, fiesta de la octava semana, Zéphyr se casará con Augustine. El 29, Curval desvirgará a Rosette, y se ha dispuesto todo para que Curval, que tiene un miembro más pequeño que el duque, posea a las más jóvenes. El día 1 de enero, primer día en que los relatos de la Martaine habrán hecho soñar en nuevos placeres, se procederá a las desfloraciones sodomitas en el orden siguiente: El primero de enero, el duque sodomizará a Hébé. El día 2, para celebrar la novena semana, Hébé, después de haber sido desvirgada por delante por Curval y por detrás por el duque, será entregada a Hercule, quien gozará de ella de la manera que le ordene la reunión. El día 4, Curval enculará a Zélamir. El día 6, el duque dará por detrás a Michette, y el 9, para celebrar la fiesta de la décima semana, esta Michette, que habrá sido desvirgada por el coño por Curval, y por el culo por el duque, será entregada a Brise-cul para que goce de ella, etc. El día 11, el obispo enculará a Cupidon. El 13, Curval enculará a Zelmire. El 15, el obispo enculará a Colombe. El 16, para la fiesta de la onceava semana, Colombe, que habrá sido desvirgada por el coño por Curval y por el culo por el obispo, será entregada a Antinoüs, quien gozará de ella, etc. El día 17, el duque enculará a Giton. El día 19, Curval enculará a Sophie. El día 21, el obispo enculará a Narcisse. El 22, el duque enculará a Rosette. El 23, en la fiesta de la doceava semana, Rosette será entregada a Bande-au-ciel. El día 25, Curval dará por culo a Agustine. El 28, el obispo dará por culo a Fanny. El día 30, para la fiesta de la treceava semana, el duque se casará con Hercule como marido y con Zéphyr como mujer, y el matrimonio se efectuará, así como los tres otros siguientes, delante de todo el mundo. El 6 de febrero, para la fiesta de la catorceava semana, Curval se casará con Brise-cul como marido y con Adonis como mujer. El 13 de febrero, para la fiesta de la quinceava semana, el obispo se casará con Antinoüs como marido y con Céladon como mujer. El 20 de febrero, para la fiesta de la dieciseisava semana, Durcet tendrá a Bande-auciel como marido y a Hyacinthe como mujer. Por lo que respecta a la fiesta de la diecisieteava semana, que cae el 27 de febrero, víspera del final de los relatos, se celebrará por medio de sacrificios para los cuales los señores se reservan in petto la elección de las víctimas. Mediante estos arreglos, desde el 30 de enero se habrán efectuado todos los desvirgamientos, excepto los de los cuatro muchachos que los señores deberán tomar como mujer, y que se reservan intactos hasta el final con el objeto de hacer durar la diversión hasta el fin del viaje. A medida que los sujetos sean desvirgados, reemplazarán a las esposas en los canapés durante los relatos, y, por la noche, estarán cerca de los señores, alternativamente, según su elección, con los cuatro últimos bardajes que los señores se reservan como mujeres en el último mes. En el momento en que una muchacha o un muchacho desvirgado haya reemplazado a una esposa en el canapé, esta esposa será repudiada. Desde ese momento su descrédito será general, y sólo tendrá sitio entre las sirvientas. Respecto a Hébé, de doce años de edad, de Michette, de doce años de edad, de Colombe, de trece años y de Rosette, también de trece años, a medida que sean entregadas a los jodedores y vistas . por ellos, caerán igualmente en descrédito, sólo serán admitidas en las voluptuosidades duras y brutales, tendrán un sitio entre las esposas repudiadas y serán tratadas con el más extremo rigor. Desde el 24 de enero, las cuatro se encontrarán en el mismo plano de igualdad. Con este cuadro se ve que el duque habrá tenido los coños vírgenes de Fanny, Sophie, Zelmire, Augustine y los culos de Hébé, Michette, Giton, Rosette y Zéphyr. Que Curval habrá tenido el desvirgamiento de los coños de Michette, Hébé, Colombe, Rosette y los de los culos de Zélamir, Zelmire, Sophie, Augustine y Adonis. Que Durcet que ya no jode, habrá tenido únicamente el desvirgamiento del culo de Hyacinthe, con el que se casará como mujer. Y que el obispo, que sólo jode en el culo, habrá tenido los desvirgamientos sodomitas de Cupidon, Colombe, Narcisse, .Fanny y Céladon. Habiendo dedicado todo el día a disponer estos arreglos y a charlar, y sin que nadie hubiese caído en falta, todo transcurrió sin acontecimientos hasta la hora del relato, en que, siendo los arreglos los mismos, aunque siempre variados, la célebre Duelos subió a su tribuna y prosiguió en los siguientes términos su relato de la víspera: Un joven cuya manía, aunque muy poco libertina, en mi opinión, no por eso era menos singular, se presentó en casa de Mme Guérin, poco después de la última aventura de que hablé ayer. Necesitaba una nodriza joven y lozana; la mamaba y eyaculaba sobre los muslos de aquella buena mujer mientras se atiborraba con su leche. Su pito me pareció muy mediocre y toda su persona bastante desmedrada, y su descarga fue tan dulce como su operación. Al día siguiente se presentó otro en la misma habitación cuya manía seguramente os parecerá más divertida. Quería que la mujer estuviese envuelta con. velo que le ocultara completamente todo el pecho y la figura; la única parte del cuerpo que deseaba ver, y que tenía que ser de una calidad superior, era el culo, ya que todo el resto le era indiferente y se sabía que le hubiera disgustado contemplarlo. Mme Guérin hizo venir de fuera una mujer de una gran fealdad y de unos cincuenta años de edad, pero cuyas nalgas estaban cortadas como las de Venus. Nada más hermoso podía ofrecerse a la vista. Yo quise ver esta escena; la vieja dueña, bien envuelta, fue a colocarse en seguida de bruces sobre el borde de la cama. Nuestro libertino, de unos treinta años y seguramente hombre de toga, le levanta las faldas hasta los costados, se extasía ante las bellezas de su gusto que le son ofrecidas. Manosea, separa las soberbias nalgas, las besa con ardor y, con la imaginación inflamada más por lo que supone que por lo que hubiera visto sin duda si la mujer hubiese estado sin velo y fuese incluso bonita, cree tener trato con la misma Venus, y al cabo de poco rato, ya con el miembro endurecido a fuerza de sacudidas, lanza una lluvia benéfica sobre las dos nalgas que están bajo su mirada. Su descarga fue viva e impetuosa. Estaba sentado delante del objeto de su culto; una de sus manos lo abría mientras que con la otra lo machacaba, y gritó diez veces: - ¡Qué hermoso culo! ¡Ah, qué delicia inundar de semen semejante culo! En cuanto terminó levantóse y se marchó sin manifestar el menor deseo de saber con quien había tratado. Un joven clérigo solicitó a mi hermana, poco tiempo después. Era joven y guapo, pero casi no podía distinguirse su pito, tan pequeño y blando era. La tumbó casi desnuda en un canapé, se colocó de rodillas entre sus muslos, sosteniéndole las nalgas con las dos manos, y empezó a cosquillearle el pequeño agujero de su trasero. Luego su boca se pegó al coño de mi hermana. Le cosquilleó el clítoris con la lengua, y obró de un modo tan hábil, hizo un empleo tan acompasado y tan igual de sus dos movimientos, que en tres minutos la sumergió en el delirio; vi como su cabeza se inclinaba, su mirada se extraviaba y la bribona exclamó: "- ¡Oh, mi querido abad, me haces morir de placer!" El clérigo tenía por costumbre tragar todo el líquido que su libertinaje hacía fluir. No falló y, meneándosela, agitándose a su vez mientras obraba contra el canapé donde estaba mi hermana, le vi esparcir por el suelo la evidencia de su virilidad. Me tocó al día siguiente, y os puedo asegurar, señores, que es una de las más dulces operaciones que he vivido en mi vida: el bribón del abad tuvo mis primicias, y el primer semen que perdí en mi vida fue en su boca. Más diligente que mi hermana en devolverle el placer que me daba, agarré maquinalmente su pito flotante y mi pequeña mano le devolvió lo que su boca me hacía experimentar con tanta delicia. En este punto el duque no pudo impedir interrumpir. Singularmente excitado por las masturbaciones a las que se había prestado por la mañana, creyó que ese tipo de lubricidad ejecutado con la deliciosa Augustine cuyos despiertos y bribones ojos anunciaban un temperamento muy precoz, le haría perder un semen que ya picaba excesivamente a sus cojones. Ella pertenecía a su cuadrilla, le gustaba bastante, había sido destinada a él para la desfloración, la llamó. Esa noche estaba vestida de marmota y encantadora bajo este disfraz. La dueña le remangó las faldas y la colocó en la postura que había descrito Duelos. El duque se apoderó primero de las nalgas,, se arrodilló, introdujo un dedo en el ano, que cosquilleó ligeramente, agarró el clítoris que esta amable niña tenía ya muy marcado, chupó. Los de Languedoc tienen temperamento; Augustine fue una prueba de ello: sus bonitos ojos se animaron, suspiró, sus muslos se levantaron maquinalmente, y el duque tuvo la suerte de obtener un semen joven que sin duda corría por primera vez. Pero no se obtienen dos dichas seguidas. Hay libertinos endurecidos hasta tal punto por el vicio, que cuanto más simple y delicada es la cosa que hacen, menos se excita su maldita cabeza. Nuestro querido duque era de estos, tragó el esperma de esta deliciosa niña sin que el suyo quisiese correr. Y hasta hubo un momento, pues nada es tan inconsecuente como un libertino, un momento, digo, en que iba a acusar por ello a esta pobre desgraciada, que totalmente confundida por haber cedido a la naturaleza, ocultaba su cabeza entre las manos e intentó huir de su puesto. - ¡Qué me traigan otra! -dijo el duque, lanzando furiosas miradas a Augustine-. Las chuparé todas antes que no perder mi semen. Trajeron a Zelmire, la segunda muchacha de su cuadrilla, que igualmente le correspondía por derecho. Tenía la misma edad que Augustine, pero la pena de su situación encadenaba en ella todas las facultades de un placer que tal vez sin eso la naturaleza le hubiese permitido igualmente disfrutar. Le levantan las faldas por encima de los muslos, más blancos que el alabastro; muestra un montecito cubierto de una pelusilla que empieza a brotar. Se deja colocar en la forma requerida, pero por más que haga el duque, nada logra. Se levanta furioso al cabo de un cuarto de hora y, corriendo hacia su gabinete con Hercule y Narcisse, dice: - ¡Ah, joder! Veo que no es la caza que necesito -refiriéndose a las dos muchachas- y que sólo tendré éxito con ésta. Se ignoran cuáles fueron los excesos a los que se entregó, pero al cabo de unos instantes se oyeron gritos y rugidos que demostraban que había logrado la victoria, y que los muchachos eran, para una eyaculación, vehículos más seguros que las más adorables muchachas. Mientras tanto, el obispo se había encerrado con Giton, Zélamir y Bande-au-ciel, y cuando se hubieron escuchado los gritos suscitados por su descarga, los dos hermanos, que seguramente se habían entregado alos mismos excesos, regresaron para escuchar más tranquilamente el relato de nuestra narradora: Transcurrieron casi dos años sin que se presentasen en casa de la Guérin más personajes o gente de gustos demasiado comunes, excepto los que he contado ya, cuando fui avisada de que me arreglara y, sobre todo, lavase bien mi boca. Obedecí y bajé cuando me lo ordenaron. Un hombre de unos cincuenta años, gordo y robusto, se encontraba con la Guérin. -Ahí puede verla usted -dijo-. Señor, no tiene más que doce años y es limpia como si saliese del vientre de su madre, puedo responder de ello. El cliente me examinó, me hizo abrir la boca, inspeccionó mis dientes, respiró mi aliento y, satisfecho de todo, sin duda, pasó conmigo al templo destinado a los placeres. Nos sentamos uno enfrente del otro, y muy cerca. Nada podía imaginarse de más serio que mi pretendiente, nada más frío ni flemático. Me miraba de soslayo, me contemplaba con los ojos medio cerrados y me preguntaba yo a qué conduciría todo aquello, cuando, rompiendo finalmente el silencio, me dijo que guardara en la boca la mayor cantidad posible de saliva. Obedecí, y cuando consideró que mi boca debía estar llena, se lanza con ardor a mi cuello, pasa su brazo alrededor de mi cabeza con el fin de sujetarla, y pegando sus labios a los míos, bombea, chupa y traga con avidez todo el líquido que yo había acumulado, que parecía colmarlo de éxtasis. Atrae mi lengua con el mismo furor, y cuando la siente seca y advierte que ya no hay nada en mi boca, me ordena que vuelva a empezar mi operación. Repite la suya, vuelvo a efectuar la mía, y así durante ocho o diez veces seguidas. Chupó mi saliva con tal furor que sentía una opresión en el pecho. Creí que por lo menos algunas chispas de placer coronarían su éxtasis, pero me equivocaba. Su flema, que sólo se desmintió un poco en los instantes de sus ardientes succiones, volvía a ser la misma cuando terminaba, y cuando le hube dicho que ya no podía más, volvió a mirarme de reojo, a fijar sus ojos en mí como al principio, se levantó sin decir una sola palabra, pagó a la Guérin y se marchó. - ¡Ah! ¡santo Dios, santo Dios! -dijo Curval-. Yo soy más feliz que él, porque descargo. Todas las cabezas se levantaron, y todos vieron al querido presidente haciendo a Julie, su mujer, que aquel día tenía por compañera en el canapé, lo mismo que la Duelos acababa de relatar. Sabíase que esta pasión era bastante de su gusto, junto con algunos otros episodios que Julie le proporcionaba y que la joven Duelos no había proporcionado a su cliente, si hay que creer al menos los refinamientos que aquel exigía y que el presidente estaba lejos de desear. -Un mes después -dijo la Duelos, a quien se le había ordenado que prosiguiera-, tuve tratos con un chupador de un camino completamente contrario. Este era un viejo abad que, después de haberme previamente besado y acariciado el trasero durante más de media hora, hundió su lengua en el agujero, hizo que penetrara con fuerza, la volvió y revolvió con tanto arte que creía casi sentirla dentro de mis entrañas. Pero éste, menos flemático, tras separar mis nalgas con una mano, con la otra se la meneaba muy voluptuosamente, y descargó atrayendo hacia sí mi ano con tanta violencia, y cosquilleando tan lúbricamente, que yo compartí su éxtasis. Cuando terminó, examinó todavía unos momentos mis nalgas, miró ese agujero que acababa de ensanchar, no pudo impedir besarlo una vez más y se marchó, no sin antes haberme asegurado que regresaría a menudo porque había quedado muy contento de mi culo. Cumplió la palabra, y durante cerca de seis meses me visitó tres o cuatro veces por semana para practicar la misma operación, a la que me había acostumbrado tanto que no la realizaba sin hacerme experimentar gran placer. Este detalle, por otra parte, le era bastante indiferente, porque nunca me pareció que se diese por enterado o que lo desease. Quien sabe incluso, pues los hombres son muy raros, si no le hubiese quizás disgustado. Aquí Durcet, a quien este relato acababa de inflamar, quiso, como el viejo abad, chupar el agujero de un culo, pero no el de una muchacha. Llamó a Hyacinthe, que era el que le gustaba más. Lo coloca bien, le besa el culo, se casca el pito, se agita. Por la vibración de sus nervios, por el espasmo que precede siempre a su descarga, hubiera podido creerse que su perversa y pequeña anchoa, que Aline meneaba con fuerza, iba finalmente a soltar su simiente, pero el financiero no era tan pródigo de su semen y ni siquiera se empalmó. Se les ocurre cambiarle de objeto, se le ofrece Céladon, pero nada se gana con ello. La feliz campana que anunciaba la cena salva el honor del financiero. -No esculpa mía -dice, riendo, a sus compañeros-. Como habéis visto, iba a obtener la victoria; pero esta maldita comida la ha retrasado. Vamos a cambiar de voluptuosidad; cuando Baco me haya coronado, seré más ardiente en los combates del amor. La cena, tan suculenta como alegre, y tan lúbrica como siempre, fue seguida de orgías y se cometieron muchas pequeñas infamias. Hubo muchas bocas y culos chupados, pero una de las cosas en que se divirtieron más consistió en el juego de ocultar el rostro y el pecho de las muchachas y apostar a reconocerlas examinando sólo sus nalgas. El duque se equivocó varias veces, pero los otros tres tenían tal experiencia de los culos que no erraron una sola vez. Luego se acostaron, y el día siguiente les trajo nuevos placeres y algunas nuevas reflexiones. ----------------------------------- ---------------- CUARTA JORNADA Los amigos, con el fin de distinguir bien en cada instante del día a aquellos jóvenes o muchachas cuyas virginidades debían pertenecerles, decidieron hacerles llevar en todos sus diversos atavíos una cinta en los cabellos, que indicaría a quienes pertenecían. Por lo tanto, el duque adoptó el rosa y el verde y todo aquel que llevase una cinta rosa delante le pertenecía por el coño, del mismo modo que quien llevase una cinta verde detrás sería de él por el culo. Desde entonces, Fanny, Zelmire, Sophie y Augustine lucieron un lazo rosa a un lado de su peinado, y Rosette, Hébé, Michette, Giton y Zéphyr se prendieron una cinta verde detrás de sus cabellos, como prueba de los derechos que el duque tenía sobre sus culos. Curval escogió el negro para la parte delantera y el amarillo para el trasero, de manera que Michette, Hébé, Colombe y Rosette llevaron siempre desde entonces un lazo negro delante, y Sophie, Zelmire, Augustine, Zelamir y Adonis llevaban un amarillo en el moño. Durcet marcó sólo por detrás, con una cinta lila, a Hyacinthe, y el obispo, que sólo tenía para él cinco primicias sodomitas, ordenó a Cupidon, Narcisse, Céladon, Colombe y Fanny que llevaran un lazo violeta detrás. Nunca, cualquiera que fuese el atavío que se llevara, debían quitarse estas cintas, para que de una ojeada, al ver a aquellas jóvenes personas con un color por delante y otro por detrás, pudiera distinguirse en seguida quién tenía derechos sobre su culo o quien los tenía sobre su coño. Curval, que había pasado la noche con Constance, por la mañana se quejó vivamente de ella. No se sabía muy bien cuál era el motivo de sus quejas; es necesario tan poco para disgustar a un libertino. Disponíase a hacer que se le incluyera en los castigos para el sábado próximo, cuando esta hermosa muchacha declaró que estaba embarazada; y debía estarlo de su marido, ya que Curval sólo había tenido trato carnal con ella desde hacía cuatro días. Esta noticia divirtió mucho a nuestros libertinos, por las voluptuosidades clandestinas que vieron les proporcionaría. El duque no salía de su asombro. Sea como fuere, el acontecimiento le valió a Constance la exección de la pena que hubiera tenido que sufrir por haber disgustado a Curval. Querían dejar que la pera madurase, una mujer preñada los divertía, y el partido que sacarían de ello divertía mucho más lúbricamente su pérfida imaginación. Fue dispensada del servicio de la mesa, de los castigos y de algunos otros pequeños detalles que su estado no hacía ya voluptuoso vérselos cumplir, pero fue obligada a estar en el canapé y a compartir hasta nueva orden el lecho de quien quisiera elegirla. Fue Durcet quien aquella mañana se prestó a los ejercicios de masturbaciones, y como su pito era extraordinariamente pequeño, requirió mucho esfuerzo de las alumnas. Sin embargo, se trabajó; pero el pequeño financiero, que había hecho durante toda la noche el oficio de mujer, no pudo soportar el de hombre. Fue duro, intratable, y el arte de aquellas ocho encantadoras alumnas dirigidas por la más hábil maestra no logró siquiera hacerle levantar cabeza. Salió de allí con aire triunfal, y como la impotencia comunica siempre un poco de ese humor que se llama "rabieta" en libertinaje, sus visitas fueron asombrosamente severas. Rosette, entre las muchachas, y Zélamir, entre los jóvenes, fueron las víctimas: uno de ellos no estaba de la manera en que debía encontrarse -este enigma se explicará desPués-, y el otro se había desgraciadamente desprendido de algo que le había sido ordenado que guardara. Sólo aparecieron en los lugares públicos la Duelos, Marie, Aline y Fanny, dos jodedores de la segunda clase y Giton. Curval, que aquel día estaba muy empalmado, se calentó mucho con la Duelos. La comida, donde hubo conversaciones muy libertinas, no lo calmó, y el café, servido por Colombe, Sophie, Zéphyr y su querido amigo Adonis, acabó de encenderlo. Agarró a este último y tumbándole sobre un sofá, le colocó, blasfemando, su enorme miembro entre los muslos, por detrás, y como este enorme instrumento salía más de seis pulgadas por el otro lado, ordenó al joven que menease con fuerza lo que sobresalía, y él, por su parte, se puso a menear al muchacho por encima del pedazo de carne con que lo tenía enfilado. Mientras esto sucedía, presentaba a la reunión un culo tan sucio como grande, cuyo orificio impuro tentó al duque. Viendo que aquel culo estaba a su alcance hundió en él su nervioso instrumento, sin dejar de chupar la boca de Zéphyr, operación que había empezado antes de que se le ocurriera la idea que ahora ejecutaba. Curval, que no esperaba tal ataque, blasfemó de alegría. Pateó, se tendió, prestóse; en aquel momento, el joven semen del encantador muchacho, cuya verga meneaba, empieza a gotear sobre la enorme cabeza de su instrumento furioso. Aquel cálido semen con que se siente mojado, las reiteradas sacudidas del duque que empezaba también a descargar, todo lo impulsa todo lo determina, y chorros de un esperma espumoso inundan el culo de Durcet, que había acudido a colocarse delante para que no hubiera, dijo, nada perdido, y cuyas nalgas blancas y rollizas fueron dulcemente cubiertas por un licor precioso que hubiera preferido sentir dentro de sus entrañas. Mientras tanto, el obispo no estaba ocioso; chupaba por turno los agujeros de los culos divinos de Colombe y de Sophie, pero fatigado sin duda por algunos ejercicios nocturnos, no dio señales de vida, y como todos los libertinos a quienes el capricho y la saciedad vuelven injustos, se encolerizó contra las dos deliciosas niñas por faltas cometidas por su débil naturaleza. Luego se durmió un rato, y, llegada la hora de los relatos, fueron a escuchar a la amable Duelos, quien prosiguió su narración de la manera siguiente: Había habido algunos cambios en la casa de Mme Guérin -dijo nuestra heroína-. Dos de las muy lindas muchachas, acababan de encontrar a unos cándidos que las mantenían y a los cuales ellas engañaban, como hacemos todas. Para reemplazar esta pérdida, nuestra querida mamá había puesto los ojos en la hija de un tabernero de la calle Saint-Denis, de trece años de edad, y una de las más lindas criaturas que es posible imaginar. Pero la pequeña, buena como piadosa, se resistía a todas las seducciones, cuando la Guérin, tras haberse servido de un medio muy hábil para atraerla un día a su casa, la puso en las manos del personaje singular cuya manía voy a describir. Era un eclesiástico de cincuenta y cinco a cincuenta y seis años, pero fresco y vigoroso y que no aparentaba más de cuarenta. Ningún otro ser en el mundo tenía un talento más singular que este hombre para arrastrar a muchachas al vicio, y como su arte era lo más sublime, hacía de él su único placer. Toda su voluptuosidad consistía en desarraigar los prejuicios de la infancia, lograr que se despreciara la virtud y adornar al vicio con los más bellos colores. Nada era olvidado: cuadros seductores, promesas halagüeñas, ejemplos deliciosos, todo era utilizado, todo era hábilmente empleado, todo artísticamente adecuado a la edad, al tipo de espíritu de la niña, y nunca fallaba un golpe. En sólo dos horas de conversación estaba seguro de convertir en una puta a la niña más sensata y razonable, y desde hacía treinta años que ejercía este oficio en París, había confesado a la señora Guérin, una de sus mejores amigas, que tenía en su catálogo más de diez mil muchachitas seducidas y arrojadas por él al libertinaje. Prestaba tales servicios a más de quince alcahuetas, y cuando no lo ejercía, buscaba por su propia cuenta, corrompía todo lo que encontraba y lo mandaba en seguida a sus parroquianas. Pero lo realmente extraordinario, señores, y lo que hace que os cite la historia de ese personaje singular, es que él no gozaba nunca del fruto de sus trabajos. Se encerraba solo con la niña, pero todos los recursos que le prestaban su ingenio y su elocuencia contribuían a inflamarlo. Era cosa cierta que la operación le excitaba los sentidos, pero era imposible saber dónde y cómo los satisfacía. Perfectamente observado, nunca se había visto en él otra cosa que un fuego prodigioso en la mirada al terminar sus discursos, algunos movimientos de su mano en la parte delantera de su calzón, que anunciaba una decidida erección producida por la obra diabólica que cometía, y nunca nada más. Llegó, encerróse con la pequeña tabernera, yo lo observaba; la entrevista fue larga, el seductor estuvo asombrosamente patético, la niña lloró, se animó, pareció ser presa de una especie de entusiasmo; éste fue el momento en que los ojos del personaje se inflamaron más y en que pude observar los gestos sobre su calzón. Poco después, se levantó, la niña le tendió los brazos como para abrazarlo, él la besó como un padre, sin ninguna clase de lubricidad. Salió, y tres horas después la pequeña llegó a casa de Mme Guérin con su paquete. -¿Y el hombre? -preguntó el duque. -Después de su leccióndesapareció -contestó la Duelos. - ¿Y sin regresar para ver el resultado de sus trabajos? -No, monseñor, estaba seguro del éxito; no había fallado ninguna vez. - ¡Extraordinario personaje! -dijo Curval-. ¿Qué piensas tú de él, señor duque? -Creo -contestó éste- que esta seducción era lo único que lo calentaba y que descargaba en sus calzones. -No -dijo el obispo-, te equivocas, esto no era más que un preparativo para sus desenfrenos, y apostaría cualquier cosa que al salir de allá consumaba otros mayores. -¿Otros mayores? -dijo Durcet-. ¿Y qué voluptuosidad más deliciosa hubiera podido proporcionarse que la de gozar de su propia obra, puesto que él era el maestro? - ¡Y bien!, apuesto a que lo he adivinado -dijo el duque-: como tú dices, esto no era más que un preparativo, se excitaba corrompiendo, a muchachas, y luego iba a dar por el culo a los muchachos... ¡Era todo un tipo!, estoy seguro. Preguntóse a la Duelos si no tenía alguna prueba de lo que se suponía, y si no seducía también a muchachitos. Nuestra narradora contestó que no tenía ninguna prueba y, a pesar del aserto muy verosímil del duque, cada cual tuvo sus dudas acerca del carácter de aquel extraño predicador, y tras haber convenido todos en que su manía era realmente deliciosa, pero que era preciso consumar la obra o hacer algo peor después, la Duelos reanudó el hilo de su narración: Al día siguiente del de la llegada de nuestra joven novicia, que se llamaba Henriette, llegó un libertino chiflado que nos unió a ambas en la misma escena. Este nuevo libertino no gozaba de más placer que observar por un agujero todas las voluptuosidades un poco singulares que sucedían en una habitación contigua, le gustaba sorprenderlas y encontraba en los placeres de los otros un alimento divino para su lubricidad. Se le situó en la habitación de que he hablado y a la cual yo iba tan a menudo como mis compañeras a espiar para divertirme con las pasiones de los libertinos. Fui destinada a entretenerlo mientras él atisbaba, y la joven Herriette pasó al otro aposento con el chupador del agujero del culo del que os hablé ayer. La pasión muy voluptuosa de aquel libertino era el espectáculo que deseaba darse a mi atisbador, y para inflamarlo mejor e hiciese su escena más caliente y agradable de ver, se le previno que la muchacha que se le daría era una novicia y que era con él con quien se estrenaría. Quedó convencido de ello ante el aire de pudor e inocencia de la pequeña tabernera. Se comportó todo lo lúbrico y cochino que era posible serlo en sus ejercicios libidinosos lejos de pensar que eran observados. En cuanto a mi hombre, con el ojo pegado al agujero, una mano sobre mis nalgas y la otra en su pito, que meneaba poco a poco, parecía regir su éxtasis de acuerdo con lo que veía. "- ¡Ah, qué espectáculo! -decía de vez en cuando-. ¡Qué hermoso culo tiene esa pequeña y qué bien lo besa ese tipo-" Finalmente,, cuando el amante de Henriette hubo descargado, el mío me tomó entre sus brazos y, después de haberme besado un momento, me dio la vuelta, me sobó, besó, lamió lúbricamente mi culo y me inundó las nalgas con las pruebas de su virilidad. --¿Meneándose la verga él mismo? -preguntó el duque. -Sí, monseñor -contestó la Duelos-, y meneando un pito, os L) aseguro, que por su increíble pequeñez no vale la pena de ser mencionado. El personaje que se presentó después -prosiguió diciendo la Duelos- no merecería quizás figurar en mi lista si no me pareciera digno de ser citado por la circunstancia, creo yo que bastante singular, que mezclaba a sus placeres, muy sencillos por otra parte, y que os hará ver hasta qué punto el libertinaje degrada en el hombre todos los sentimientos de pudor, virtud y honestidad. Ese hombre no quería ver, quería ser visto. Y sabiendo que había hombres cuya fantasía consistía en sorprender las voluptuosidades de los otros, rogó a la Guérin que hiciera ocultar a un hombre de tales gustos, y que él le daría el espectáculo de sus placeres. La Guérin avisó al hombre a quien yo había divertido algunos días atrás en el agujero, y sin decirle que el hombre que contemplaría sabía perfectamente que sería visto, cosa que hubiera interrumpido sus voluptuosidades, le hizo creer que sorprendería cómodamente el espectáculo que iba a ofrecérsele. El atisbador fue encerrado en la habitación del agujero con mi hermana, y yo me reuní con el otro. Este era un joven de unos veintiocho años, guapo y lozano. Instruido acerca del lugar donde se encontraba el agujero, se colocó delante del mismo con naturalidad e hizo que yo me situara a su lado. Yo se la meneaba. En cuanto se le puso duro, se levantó, mostró al atisbador su pito, se volvió de espaldas, mostró su culo, me subió las faldas, enseñó el mío, arrodillóse delante, me meneó el ano con la punta de su nariz, me apartó las nalgas para que todo se viera perfectamente y descargó meneándose él mismo la verga mientras me tenía arremangada por detrás ante el agujero, de tal manera que el que lo ocupaba veía a la vez en aquel momento decisivo mis nalgas y el pito furioso de mi amante. Si éste se deleitó, Dios sabe lo que el otro experimentó; mi hermana dijo que estaba en el séptimo cielo y que confesó que nunca había gozado tanto, y según eso sus nalgas fueron inundadas tanto por lo menos como lo habían sido las mías. -Si el joven poseía una hermosa verga y un hermoso culo -dijo Durcet-, había motivos para tener una bonita descarga. - Tuvo que ser deliciosa -dijo la Duelos-, porque su verga era larga, y bastante gruesa, y su culo de piel suave, rollizo, bellamente formado, como el del dios del amor. -¿Abriste sus nalgas? -dijo el obispo-. ¿Mostraste el agujero al atisbador? -Sí, monseñor -contestó la Duelos-, él mostró el mío y yo ofrecí el suyo, que él presentó de la manera más lúbrica del mundo. -He presenciado una docena de escenas como ésta en mi vida -dijo Durcet-, que me han valido mucho semen. Me refiero a las dos maneras, ya que es tan bonito sorprender como querer serlo. Un personaje, más o menos del mismo gusto -prosiguió diciendo la Duelos- me condujo a las Tullerías algunos meses después. Quería que pescara hombres y que les meneara la verga bajo sus propias narices, en medio de un montón de sillas entre las que se había ocultado. Y tras habérselas meneado así a siete u ocho tipos, él se instaló sobre un banco en una de las avenidas más concurridas, arremangó mis faldas por detrás, mostró mi culo a los paseantes, se sacó la verga y me ordenó que se la meneara delante de todos los transeúntes, lo cual, aunque era de noche, armó tal escándalo que en los momentos en que dejaba salir su semen cínicamente había aproximadamente más de diez personas alrededor de nosotros y nos vimos obligados a huir para no ser detenidos. Cuando conté a la Guérin nuestra historia, se echó a reír y me dijo que había conocido a un hombre en Lyon (donde hay muchachos que hacen el oficio de chulos), había un hombre, digo, con una manía tan singular como la mencionada. Se disfrazaba tomó los alcahuetes públicos, llevaba gente a dos muchachas que pagaba y mantenía para eso, luego se ocultaba en un rincón para proceder a su práctica, la cual, dirigida por la muchacha escogida para ello, no dejaba de enseñarle el pito y las nalgas del libertino, única voluptuosidad que era del gusto de nuestro falso alcahuete y que tenía la virtud de hacerlo eyacular. Como la Duelos, aquella noche, terminó temprano su relato, empleóse el resto de la velada, antes del momento del servicio, en algunas lubricidades escogidas; y como las cabezas estaban excitadas sobre el cinismo, delante de los demás. El duque ordenó a la Duclos que se desnudara completamente, hizo que se inclinara, se apoyara en el respaldo de una silla y ordenó a la Desgranges que le meneara la verga sobre las nalgas de su compañera, de manera que la cabeza de su miembro rozara el orificio del culo de la Duclos a cada sacudida. A esto se añadieron algunos episodios que el orden de las materias no nos permite revelar aún; pero sí diremos que el ojete de la narradora fue completamente regado y que el duque, muy bien servido y completamente rodeado, descargó lanzando rugidos que demostraron hasta qué punto se había excitado. Curval se hizo dar por el culo, el obispo y Durcet, por su parte, efectuaron con uno y otro sexo cosas muy extrañas, y luego sirvióse la cena. Después de la cena se bailó, los dieciséis jóvenes, cuatro jodedores y las cuatro esposas pudieron formar tres contradanzas, pero todos los participantes de este baile estaban desnudos y nuestros libertinos, indolentemente acostados en sofás, se divirtieron deliciosamente con todas las diferentes bellezas que les ofrecían por turno las diversas actitudes que la danza obligaba a tomar. Tenían cerca de ellos a las narradoras que los manoseaban con más o menos rapidez, de acuerdo con el mayor o menor placer que experimentaban, pero agotados por las voluptuosidades del día, nadie eyaculó, y cada cual se fue a la cama a restaurar las fuerzas, necesarias para entregarse al día siguiente a nuevas infamias. --------------------------------------------------------- QUINTA JORNADA Fue Curval quien aquella mañana se prestó a las masturbaciones de la escuela, y como las muchachas empezaban a progresar, trabajo le costó resistir las sacudidas multiplicadas, las actitudes lúbricas y variadas de aquellas ocho encantadoras muchachas. Pero como quería reservarse abandonó el lugar, desayunaron y se estableció aquella mañana que los cuatro jóvenes amantes de los señores, a saber, Zéphyr, favorito del duque, Adonis, el amado de Curval, Hyacinthe, amigo de Durcet, y Celadon, querido del obispo, serían desde entonces admitidos en todas las comidas al lado de sus amantes, en cuyas habitaciones dormirían regularmente todas las noches, favor que compartirían con las esposas y los jodedores, con lo cual se ahorró una ceremonia que era costumbre celebrar por la mañana y que consistía en que los cuatro jodedores que no se habían acostado llevasen cuatro jóvenes. Llegaron solos, y cuando los señores pasaban al apartamento de los muchachos eran recibidos con las ceremonias prescritas sólo por los cuatro que se quedaban. El duque, quien desde hacía dos o tres días estaba enamoriscado de la Duclos, cuyo culo encontraba soberbio y cuyo hablar le agradaba, exigió que ella se acostase también en su habitación, y habiendo tenido éxito este ejemplo, Curval admitió igualmente en la suya a la vieja Fanchon, que le gustaba mucho. Los otros dos esperaron todavía algún tiempo para llenar este cuarto lugar de favor en sus aposentos por la noche. Aquella misma mañana dispúsose que los cuatro jóvenes amantes que acababan de ser escogidos llevarían por regla general, siempre que no se viesen obligados a vestir un disfraz, como en la cuadrilla, llevarían, digo, el traje que voy a describir: se trataba de una especie de sobretodo ligero y estrecho, suelto como un uniforme prusiano, pero mucho más corto, pues sólo llegaba hasta la mitad de los muslos. Dicho sobretodo se abrochaba en el pecho y en los faldones, como todos los uniformes, era de satén rosa forrado de tafetán blanco, las solapas y bocamangas eran de satén blanco también, y debajo había una especie de chaqueta corta o chaleco y los calzones igualmente de satén blanco. Pero estos calzones estaban abiertos en forma de corazón por la parte de atrás desde la cintura, de modo que pasando la mano por esta rendija se podía manosear el culo sin la menor dificultad; sólo un gran lazo de cinta cerraba esta abertura, y cuando queríase que esta parte del muchacho quedase al descubierto, bastaba deshacer el lazo, el cual tenía el color escogido por el amigo a quien pertenecía la virginidad del muchacho. Los cabellos, levantados en rizos a los lados, caían absolutamente libres por detrás, sólo atados con una cinta del color prescrito. Polvos muy perfumados y de un tinte entre gris y rosa coloreaban sus cabelleras, sus cejas muy cuidadas y comúnmente pintadas de negro, y un poco de colorete en sus mejillas, acababan de realzar el esplendor de su belleza; iban destocados, medias de seda blanca con bordados cubrían sus piernas, que unos zapatos grises atados con grandes lazos rosas, calzaban admirablemente. Una corbata de gasa color crema voluptuosamente anudada armonizaba con una pechera de encaje. Al verlos así engalanados podía asegurarse sin duda que nada había más encantador en el mundo. Desde el momento en que fueron adoptados de esta manera, todos los permisos de la índole de los que a veces se concedían por la mañana fueron absolutamente prohibidos, pero por otra parte se les concedieron tantos derechos sobre las esposas como los que tenían los jodedores: podían maltratarlas a placer, no solamente en las comidas, sino en cualquier momento del día, con la seguridad de que nunca se les reprocharía nada. Hecho esto, se procedió a las visitas ordinarias; la bella Fanny, a la cual Curval había mandado decir que se encontraba en cierto estado, se halló en un estado contrario (lo que sigue nos explicará todo esto); fue apuntada en el cuaderno de los castigos. Entre los jóvenes se descubrió que Giton había hecho algo que estaba prohibido; fue igualmente apuntado. Cumplidas las funciones de la capilla, de poca monta, se sentaron a la mesa. Fue la primera comida en que fueron admitidos los cuatro amantes. Se sentaron al lado de quien los amaba, quien los tenía a su derecha, con el jodedor favorito a la izquierda. Estos encantadores invitados alegraron la comida; los cuatro eran muy gentiles, de gran dulzura y empezaban a ponerse a tono con la casa. El obispo, que estaba muy animado aquel día, no dejó de besar a Céladon casi todo el tiempo que duró la comida, y como ese muchachito debía formar parte de la cuadrilla que servía el café, salió poco después de los postres. Cuando monseñor, a quien se le habían calentado los cascos, volvió a verlo desnudo en el salón contiguo, no aguantó más. -¡Dios! -dijo, encendido-. Ya que no puedo enfilarlo por el culo, por lo menos le haré lo que Curval hizo ayer a su bardaje. Y, cogiendo al pequeño, lo acostó de bruces y deslizóle la verga entre los muslos. El libertino estaba en las nubes, el vello de su miembro frotaba el lindo ojete que hubiera querido perforar; una de sus manos manoseaba las nalgas del delicioso amorcito y con la otra le meneaba la verga. Pegó su boca a la del hermoso muchachito, aspiraba el aire de su pecho y tragaba su saliva. El duque, para excitarlo con elespectáculo de su libertinaje, se colocó delante de él succionando el orificio del culo de Cupidon, el segundo de los muchachitos que servía el café aquel día. Curval se le acercó, y, bajo sus ojos, se hizo menear la verga por Michette; Durcet le ofreció las nalgas separadas de Rosette. Todos se esforzaban por darle el éxtasis al que aspiraba; éste tuvo lugar, sus nervios se estremecieron, sus ojos brillaron, hubiera sido terrible para cualquiera que ignorase cuáles eran en él los efectos espantosos de la voluptuosidad. Finalmente el semen brotó y esparcióse sobre las nalgas de Cupidon, que en el último instante túvose el cuidado de colocar debajo de su pequeño camarada para recibir las pruebas de virilidad que sin embargo no le eran debidas. Llegó la hora de los relatos, y todos se colocaron. Debido a una singular disposición, todos los padres tenían aquel día a su hija en sus canapés, cosa que no los asustó de ningún modo, y la Duelos prosiguió así: Como no me habéis exigido, señores, que os rindiese exacta cuenta de lo que-me sucedió día a día en casa de la Guérin, sino que me refiriese simplemente a acontecimientos un poco singulares que hayan podido señalar algunos de mis días, dejaré en silencio algunas anécdotas poco interesantes de mi infancia que sólo nos ofrecerían repeticiones monótonas de lo que ya habéis oído, y os manifestaré que acababa de cumplir dieciséis años, no sin tener una gran experiencia del oficio que ejercía, cuando me cayó en suerte un libertino cuya fantasía diaria merece ser contada. Era un grave presidente de cerca de cincuenta años y que, según la señora Guérin, la cual me dijo que lo conocía desde hacía muchos años, se entregaba regularmente todas las mañanas a la fantasía con cuyo relato os voy a entretener. Como su alcahueta ordinaria acababa de retirarse, lo había recomendado antes a los cuidados de nuestra querida matrona, y fue conmigo con quien debutó en su casa. Se colocaba solo cerca del agujero del que ya he hablado; en mi habitación se encontraba un ganapán o un savoyardo, un hombre del pueblo, en una palabra, pero limpio y sano; era todo lo que el hombre exigía, puesto que la edad y la figura no tenían importancia para él. Me encontré bajo su mirada, lo más cerca posible del agujero, en el acto de menear la verga del ganapán, quien consideraba delicioso ganar dinero de aquella manera. Después de haberme prestado sin ninguna objeción a todo lo que el buen hombre podía desear de mí, le hice eyacular en un platillo de porcelana, que corrí a llevar a la otra habitación. Mi hombre me esperaba, en éxtasis, se lanzó hacia el platillo, tragó la leche tibia, mientras fluía la suya propia; con una mano yo excitaba su eyaculación y con la otra recibía lo que caía y llevaba rápidamente a la boca del libertino, para que tragase su semen a medida que salía. Eso era todo. No me tocó ni me jodió nunca, ni una sola vez me arremangó: se levantaba del sillón con tanta flema como pasión había demostrado, tomaba su bastón y se marchaba diciendo que yo se la meneaba muy bien y que había comprendido perfectamente sus gustos. Al día siguiente trajeron otro ganapán, porque era necesario que cada día se le cambiara de tipo, así como era preciso cambiar la mujer. Mi hermana trató con él; salió contento, para volver a comenzar al día siguiente, y durante todo el tiempo que estuve en casa de la Guérin ni una sola vez faltó a la ceremonia a las nueve en punto de la mañana, sin que nunca tocara a una muchacha, aunque le habían mostrado algunas que eran muy lindas. -¿Quería ver el culo del ganapán? -preguntó Curval. -Sí, monseñor -contestó la Duelos-, era preciso, cuando se estaba masturbando al hombre cuya eyaculación tragaba, hacerle dar vueltas; y era necesario también que el ganapán hiciera dar vueltas a la mujer en todos los sentidos. - ¡Oh, ahora lo entiendo -dijo Curval-, antes no! Poco tiempo después -prosiguió diciendo la Duelos- llegó al serrallo una mujer de unos treinta años, bastante linda, pero pelirroja como Judas. Al principio creímos que era una nueva compañera, mas pronto nos confesó que solo venía para una orgía. El hombre a quien iba destinada esta nueva heroína, llegó pronto; se trataba de un importante financiero, bastante guapo, cuya singularidad, puesto que se le destinaba una puta que seguramente nadie más hubiera querido, cuya singularidad, digo, despertó en mí el deseo de ir a observarlos. Apenas se encontraron en la habitación, la puta se desnudó y nos mostró un cuerpo blanco y rollizo. -¡Vamos, salta, salta! -le dijo el financiero-. ¡Caliéntate, sabes muy bien que quiero que se sude! Y he aquí que la pelirroja empieza a saltar y brincar por la habitación como una cabra joven, y nuestro hombre la examina mientras se la menea, y todo eso sin que yo pueda adivinar aún el objeto de la aventura. Cuando la mujer estuvo toda cubierta de sudor, se acercó al libertino, levantó un brazo y le dio a oler el sobaco, cuyos pelos goteaban. -¡Ah, eso, eso es! -dijo nuestro hombre mirando con ardor aquel brazo mojado-. ¡Qué embriagador aroma! Luego, arrodillándose ante ella, olió y respiró en el interior de la vagina y en el ojete del culo, pero volvía siempre a los sobacos, sea porque esta parte le gustaba más, sea porque encontraba más husmo; siempre era allí donde su boca y nariz se pegaban con más avidez. Finalmente una verga bastante larga aunque poco gruesa, verga que se meneaba vigorosamente desde hacía más de una hora sin ningún resultado, empezó a levantar cabeza. La puta se coloca adecuadamente, el financiero, por detrás, la mete su anchoa bajo la axila, ella aprieta el brazo, formando así un localito bastante angosto; mientras tanto, a juzgar por su actitud, gozaba de la contemplación y del olor de la otra axila, de la que se apodera, hunde en ella su instrumento y descarga, lamiendo, devorando esta parte que le proporciona tanto placer. -¿Y era necesario -preguntó el obispoque esta criatura fuese completamente pelirroja? -Completamente -contestó la Duelos-. Esas mujeres, como no ignoráis, monseñor, tienen en esta parte un husmo infinitamente más intenso, y el sentido del olfato era sin duda el que una vez hostigado por cosas fuertes despertaba mejor en él los órganos del placer. -Sea -replicó el obispo-, pero me parece que me hubiera gustado. más oler el culo de esa mujer que sus sobacos. -Ambas cosas tienen sus atractivos erijo Curval-,, y te aseguro que si lo hubieses catado hubieras encontrado que es muy delicioso. -Es decir, señor presidente -dijo el obispo-, que este guisado es de tu gusto también... -Pero ya lo he probado -dijo Curval-, y con algunos aditamentos te aseguro que siempre me valía una eyaculación. -Bueno, adivino esos aditamentos: debías oler el culo -dijo el obispo. -Bueno, bueno - interrumpió el duque-, no le hagas una confesión, monseñor; nos diría cosas que no debemos escuchar todavía. Prosigue, Duelos, y no dejes que estos charlatanes te interrumpan otra vez. Hacía seis semanas -prosiguió la narradora- que la Guérin había prohibido absolutamente a mi hermana que se lavara y exigía de ella que se mantuviera en el estado más sucio e impuro que le fuera posible, sin que barruntásemos sus motivos, cuando finalmente llegó un viejo verde que, medio borracho, preguntó groseramente a la Guérin si la puta estaba bien sucia. "¡Oh, le respondo de ello!", contestó la Guérin. Se les encierra juntos, vuelo yo hacia mi agujero y veo a mi hermana sentada a horcajadas, desnuda, en un gran bidet lleno de champaña y a nuestro hombre, armado con una gran esponja, inundándola, limpiándola y recogiendo con cuidado todas las gotas que corrían por su cuerpo o goteaban de la esponja. Hacía tanto tiempo que mi hermana no se había lavado ninguna parte de su cuerpo, ni siquiera el culo, que el vino adquirió pronto un color turbio y sucio y un olor que no debía ser precisamente agradable. Pero cuanto más se corrompía el licor con la suciedad del cuerpo de mi hermana, más agradaba a nuestro libertino. Lo cató, encontróle delicioso, tomó un vaso y en media docena de rasadas tragó el repugnante vino con el cual acababa de lavar un cuerpo lleno de cochambre desde hacía tiempo. Cuando hubo bebido, cogió a mi hermana, la colocó sobre el lecho y derramó sobre las nalgas y el ojete entreabierto los chorros de la impúdica simiente que habían hecho hervir los impuros detalles de su repugnante manía. Pero otra manía, más sucia aún, debía incesantemente ofrecerse a nuestras miradas. Había en la casa una de esas mujeres llamadas "recaderas" cuyo oficio consiste en correr día y noche Para levantar nuevas piezas de caza. Esta criatura, de unos cuarenta años de edad, añadía a sus muy marchitos atractivos, que nunca habían sido muy seductores, el terrible defecto de que le hedían los pies. Tal era positivamente lo que convenía al marqués de... Llega, le presentan a la dama, Louise, que tal era su nombre; la encuentra deliciosa y en cuanto la tiene en el santuario de los placeres, la hace descalzar. Louise, a quien se había recomendado especialmente que no se cambiara las medias ni los zapatos durante más de un mes, ofrece al marqués un pie infecto que hubiera hecho vomitar a cualquiera; pero era precisamente por lo que tenía de sucio y repugnante por lo que inflamaba los sentidos de nuestro hombre. Lo coge, lo besa con ardor, su boca aparta cada uno de los dedos y su lengua recoge con el más vivo entusiasmo esa materia negruzca y hedionda que la naturaleza deposita entre los dedos y que la incuria multiplica. No solamente la saca con la lengua sino que se la traga, la saborea, y el semen que pierde meneándose su verga es prueba inequívoca del excesivo placer que experimenta. - ¡Eso sí que no lo comprendo! -dijo el obispo. -Será preciso, pues, que te lo haga entender -dijo Curval. - ¡Cómo! ¿Te gustaría...? -dijo el obispo. -Miradme -dice Curval. Todos se levantan, lo rodean y ven a aquel increíble libertino, que tenía todos los gustos de la más crapulosa lujuria, besar el repugnante pie de la Fanchon, esta sucia y vieja sirvienta que hemos descrito antes, y extasiándose de lujuria mientras lo chupa. -Yo comprendo todo esto -dice Durcet-; sólo se necesita estar hastiado para comprender esas infamias; la saciedad se las inspira al libertinaje, que las ejecuta inmediatamente. Se está cansado de la cosa sencilla, la imaginación se encrespa y la pequeñez de nuestros medios, la debilidad de nuestras facultades, la corrupción de nuestro espíritu nos conducen a tales abominaciones. Tal era sin duda la historia -prosiguió diciendo la Duclosdel viejo comendador Carrières, uno de los mejores clientes de la Guérin. Sólo le interesaban las mujeres taradas por el libertinaje, por la naturaleza o por la mano de la justicia; en una palabra, sólo las aceptaba si eran tuertas, ciegas, cojas, jorobadas, lisiadas, mancas, sin dientes, con algunos miembros mutilados, azotadas, estigmatizadas o marcadas porcualquier acto de justicia, y siempre de edad madura. En la escena que pude observar, se le había dado una mujer de cincuenta años, marcada por ladrona pública y, además, tuerta. Esta doble degradación le pareció un tesoro. Se encierra con ella, hace que se desnude, besa en sus espaldas las señales ciertas de su envilecimiento, chupa con ardor cada surco de esa llaga que él llamaba honorable. Hecho esto, todo su entusiasmo se concentró en el agujero del culo, entreabrió las nalgas, besó con delicia el marchito ojete, lo chupó largo rato y, montando sobre las espaldas de la mujer, refregó con su verga las marcas de la justicia que ella llevaba, alabándola por haber merecido tal distinción; y luego, inclinándose sobre su culo, consumó el sacrificio volviendo a besar el altar donde acababa de rendir un homenaje tan largo y derramando un abundante semen sobre las marcas halagadoras que le habían encendido la imaginación. - ¡Dios! -dijo Curval, a quien la lubricidad enloquecía aquel día-. Vi, cómo da fe de ello mi verga en erección, hasta que junto me ha calentado el relato de esa pasión. Y llamando a la Desgranges, añadió: -Ven, mujerzuela impura. Ven, tú que te pareces tanto a la que acaba de ser descrita. Ven a darme el mismo placer que ella proporcionó al comendador. La Desgranges se acerca, Durcet, amigo de tales excesos, ayuda al presidente a desnudarla. Primero, ella ofrece algunas dificultades; se sospecha la verdad, es regañada por ocultar una cosa que la hará ser más apreciada por la sociedad de amigos. Finalmente su espalda maltratada aparece mostrando una V y una M, lo cual corrobora que ha sufrido dos veces las marcas infamantes cuyos vestigios sin embargo encienden los impúdicos deseos de nuestros libertinos. El resto de aquel cuerpo usado y marchito, aquel culo de tafetán chino, aquel ojete infecto y grande, la mutilación de un pezón y de tres dedos, aquella pierna corta que la obliga a cojear, aquella boca desdentada, todo esto calienta y anima a nuestros dos libertinos. Durcett la chupa por delante, Curval por detrás, y mientras que criaturas de la más esplendorosa belleza y frescura se encuentran allí bajo sus ojos, dispuestas a satisfacer sus menores deseos, es con lo que la naturaleza y el crimen han deshonrado, han marchito, es con la criatura más sucia y repugnante con la que nuestros dos calaveras, en éxtasis, gozarán los más deliciosos placeres... Después de esto resulta difícil explicar al hombre. Ambos parecían disputarse aquel cadáver anticipado, como dos perros encarnizándose con una carroña, después de haberse entregado a los más sucios excesos, dos hombres que finalmente descargan su semen, y que a pesar del agotamiento debido al placer, tal vez hubieran buscado inmediatamente otros del mismo tipo de crápula e infamia si la hora de la cena no los hubiese avisado para ocuparse de otros placeres. El presidente, desesperado porque había eyaculado, y porque en esos casos sólo se reanimaba con excesos de comida y bebida, comió como un cerdo. Quiso que el pequeño Adonis menease la verga de Bande-au-ciel y le hizo tragar el semen, y poco satisfecho de esta última infamia, que se ejecutó inmediatamente, se levantó y dijo que su imaginación le sugería cosas más deliciosas que todo aquello y, sin más explicaciones, arrastró consigo a Fanchon, Adonis y Hercule, se encerró en el camerín del fondo y no volvió a aparecer hasta la hora de las orgías, pero en un estado tan brillante que estuvo todavía en situación de proceder a otros mil horrores distintos, pero que en el orden esencial que nos hemos propuesto no nos permite aún pintarlos a nuestros lectores. Llegó la hora de acostarse. Curval, el inconsecuente Curval, que teniendo aquella noche a la divina Adélaïde, su hija, como compañera de cama y podía pasar con ella la más deliciosa de las noches, fue hallado al día siguiente echado sobre la repuganante Fanchon, con la cual había cometido nuevos horrores toda la noche, mientras Adonis y Adélaïde, privados de su lecho, se encontraban, él en una pequeña cama muy alejada, y ella, sobre un colchón colocado en el suelo. --------------------------- ------------------------- SEXTA JORNADA A monseñor le tocó el turno de ir a presentarse a la sesión de masturbaciones; fue. Si las discípulas de la Duelos hubiesen sido hombres, verosímilmente monseñor no hubiera resistido. Pero tener una pequeña hendidura en la parte baja del vientre era para él un enorme insulto, y aunque las mismas Gracias lo hubiesen rodeado, en cuanto aparecía esa maldita hendidura, era suficiente para calmarlo. Resistió, pues, como un héroe, y creo que a pesar de que las operaciones continuaron no llegó a ponérsele dura. Era fácil advertir que existían grandes deseos de encontrar a las ocho jóvenes en falta a fin de proporcionarse para el día siguiente, que era el funesto sábado de los castigos, a fin de proporcionarse, digo, para tal momento, el placer de castigarlas a las ocho. Había ya seis; la dulce y bella Zelmire fue la séptima y, de buena fe, ¿lo había merecido? ¿El placer de castigarla no era mayor que cualquier consideración de equidad? Dejaremos el caso sobre la conciencia de Durcet, y nos contentaremos con narrar. Una dama muy hermosa vino también a aumentar la lista de las delincuentes: la tierna Adélaïde. Durcet, su esposo, quería, afirmaba, dar ejemplo siendo más estricto con ella que con otra cualquiera, y había sido culpable con él mismo. El la había llevado a cierto lugar, donde los servicios que ella tenía que prestarle, después de ciertas funciones naturales, no eran muy limpios; no todo el mundo es tan depravado como Curval, y aunque se tratase de su hija, ésta no compartía sus gustos. Ella se resistió, o se comportó mal, o bien sólo hubo ganas de molestar por parte de Durcet. El caso es que ella fue inscrita en el libro de los castigos, con gran satisfacción de la reunión. Como no había aportado nada la visita hecha al apartamento de los jóvenes, se pasó a los placeres secretos de la capilla, placeres tanto más picantes y singulares cuanto que incluso se rechazaba a los que pedían ser admitidos el permiso de ir a proporcionárselos. Aquella mañana sólo se vio allí a Constance, a los dos jodedores subalternos y a Michette. Durante el almuerzo, Zéphyr, de quien cada vez se estaba más contento por los encantos que parecían embellecerlo cada día más, y por el libertinaje voluntario a que se entregaba, Zéphyr, digo, insultó a Constance, quien, aun cuando no servía aparecía siempre a la hora del almuerzo. La llamó "fabricante de niños" y le dio algunos golpes en el vientre para enseñarle, dijo, a huevar con su amante, luego besó al duque, lo acarició, le meneó un momento la verga y supo tan bien calentarlo que Blangis juró que no pasaría la tarde sin que lo mojase de semen y el hombrecito lo provocaba diciendo que le desafiaba a hacerlo. Como estaba de servicio para el café, salió a la hora de los postres y volvió a aparecer desnudo para servir al duque. En el momento en que abandonó la mesa, el duque, muy animado, debutó con algunas tunantadas; le chupó la boca y la verga, lo colocó sobre una silla ante él con el trasero a la altura de su boca y lo estuvo hurgando de esta manera durante un cuarto de hora. Finalmente su pito se rebeló, levantóla cabeza orgullosa, y el duque vio que el homenaje exigía por fin incienso. Sin embargo, todo estaba prohibido, excepto lo que se había hecho la víspera; el duque resolvió, pues, imitar a sus compañeros. Tumba a Zéphyr sobre el canapé, le. mete su instrumento entre los muslos, pero sucede lo que le sucedió a Curval: el instrumento sobresale seis pulgadas. -Haz lo que yo hice - le dice Curval-. Menea la verga del muchacho sobre tu pito, de modo que su semen riegue tu glande. Pero el duque encontró más placentero enfilar dos a la vez. Ruega a su hermano que acomode allí a Augustine, con las nalgas contra los muslos de Zéphyr, y el duque, jodiendo, por decirlo así, a la vez a una muchacha y a un joven, para añadir a ello más lubricidad, menea el pito de Zéphyr sobre las lindas nalgas redondas y blancas de Augustine y las inunda con ese semencito infantil que, como puede imaginarse, excitado por una cosa tan linda, no tarda en fluir abundantemente. Curval, que halló el caso interesante, y que veía el culo del duque entreabierto y como suspirando por un pito, como son todos los culos de todos los individuos en los momentos en que su pito está empalmado, fue a devolverle lo que había recibido la antevíspera, y el querido duque, en cuanto sintió las voluptuosas sacudidas de esta intromisión, soltó su semen casi en el mismo momento en que Zéphyr eyaculaba su verga orgullosa y nerviosa, amenazó al obispo, que se masturbaba entre los muslos de Giton, con hacerle experimentar la misma suerte que acababa de infligir al duque. El obispo lo desafía, el combate se entabla, el obispo es enculado y pierde entre los muslos del lindo muchachito que acaricia un semen libertino tan voluptuosamente provocado. Mientras tanto, Durcet, espectador benévolo, disponiendo sólo de Hébé y de la dueña, no perdía su tiempo y se entregaba silenciosamente a infamias que debemos mantener aún secretas. Finalmente llegó la calma, se quedaron dormidos, y a las seis, cuando nuestros actores fueron despertados, se dirigieron hacia los nuevos placeres que les preparaba la Duelos. Aquella noche se cambió de sexo a las cuadrillas: las muchachas de marinero y los muchachos de modistillas, su vista era encantadora, nada excita tanto la lubricidad como este pequeño trueque voluptuoso; es agradable encontrar en un muchachito lo que lo asemeja a una muchachita, y ésta es mucho más interesante cuando, para complacer, imita el sexo que se desearía que tuviera. Aquel día, cada cual tenía a su mujer en el canapé; recíprocamente se felicitaban de un orden tan religioso, y como todo el mundo estaba dispuesto a escuchar, la Duelos reanudó el relato de sus lúbricas historias como se verá: Había en casa de la Guérin una mujer de unos treinta años, rubia, un poco rolliza, pero singularmente blanca y lozana, la llamaban Aurore, tenía una boca encantadora, hermosos dientes y la lengua voluptuosa, pero ¿quién lo creería?, sea por defecto de educación o por debilidad del estómago, aquella adorable boca tenía el defecto de soltar a cada momento una cantidad prodigiosa de gases, y sobre todo cuando había comido mucho había veces que no cesaba de eructar durante una hora flatos que habrían hecho dar vueltas a un molino. Pero con razón se dice que en ese mundo no hay defecto que no encuentre su admirador, y aquella hermosa mujer, por razón del suyo, tenía uno de los más ardientes; se trataba de un sabio y serio doctor de la Sorbona que, cansado de demostrar inútilmente la existencia de Dios en la escuela, iba a veces a convencerse en el burdel de la existencia de la criatura humana. El día fijado, avisaba a Aurore para que comiera como una desenfrenada. Presa de curiosidad por tan devota entrevista, corro a mi agujero, y estando los amantes juntos, tras algunas caricias preliminares, dirigidas todas a la boca, veo que nuestro dómine coloca delicadamente a su querida compañera sobre una silla, se sienta delante de ella y, poniendo en sus manos sus deplorables reliquias, le dice: -Actúa, mi hermosa pequeña. Actúa; ya sabes los medios de hacerme salir de este estado de languidez, utilízalos deprisa, pues me siento con grandes ganas de gozar. Aurore recibe en una mano el blando instrumento del doctor y con la otra le coge la cabeza, pega su boca a la del hombre y suelta en su bocaza unos sesenta eructos, uno tras otro. Nada puede describir el éxtasis del servidor de Dios; estaba en las nubes, jadeaba, tragaba todo lo que le lanzaban, hubiérase dicho que habría lamentado perder el más mínimo aliento, y durante todo aquel tiempo sus manos manoseaban los pechos y se metían debajo de las faldas de mi compañera, pero estas caricias sólo eran episódicas; el objeto único y capital era aquella boca que lo colmaba de suspiros. Finalmente, con la verga dura, debido a los cosquilleos voluptuosos que aquella ceremonia le hacía experimentar, descargó sobre la mano de mi compañera y luego escapa diciendo que nunca en su vida había gozado tanto. Un hombre más extraordinario exigió de mí, poco tiempo después, una particularidad que no merece ser silenciada. La Guérin me había hecho comer aquel día, casi forzándome, de una manera tan copiosa como había visto hacer algunos días antes a mi compañera en el almuerzo. Había tenido cuidado en hacerme servir todo lo que sabía me gustaba más, en el mundo, y habiéndome dicho, al levantarme de la mesa, todo lo que era necesario hacer con el viejo libertino con el que iba a unirme, me hizo tragar tres granos de un emético disueltos en un vaso de agua caliente. El libertino llega, era un cliente del burdel a quien ya había visto algunas veces sin ocuparme demasiado acerca de lo que buscaba allí. Me besa, hunde su lengua sucia y repugnante en mi boca, cuyo mal olor acentúa el efecto del vomitivo. Ve que mi estómago se rebela y él se muestra extasiado. " ¡Valor, pequeña! -exclama-. ¡Valor! No me dejaré perder ni una sola gota". Prevenida sobre todo lo que tenía que hacer, lo siento en un canapé, hago que incline su cabeza sobre uno de los bordes; tenía abiertos los muslos, le desabrocho la bragueta, cojo una verga blanda y corta que no anuncia ninguna erección, se la sacudo, el hombre abre la boca; sin dejar de meneársela, recibiendo los manoseos de sus manos impúdicas que se pasean por mis nalgas, le lanzo a quemarropa dentro de la boca toda la digestión imperfecta de un almuerzo que el emético me hacía devolver. Nuestro hombre está en las nubes, se extasía, traga, va a buscar él mismo sobre mis labios la impura eyaculación que lo embriaga, sin perder una gota, y cuando cree que la operación va a cesar, provoca su continuación con los cosquilleos de su lengua; y su verga, aquella verga que apenas toco, tan abrumada estoy por la crisis, aquella verga que sólo se endurece sin duda después de tales infamias, se hincha, se levanta y deja, llorando, sobre mis dedos la prueba nada sospechosa de las impresiones que aquella suciedad le proporciona. - ¡Ah, rediós! -dice Curval-. He aquí una deliciosa pasión, sin embargo, podría refinarse más. -¿Cómo? -pregunta Durcet, con una voz entrecortada por los suspiros de la lubricidad. -¿Cómo? -dice Curval-, ¡eh! Pues mediante la elección de la mujer y de la comida, ¡vive Dios! -De la mujer...¡Ah, comprendo! Tú desearías para eso a una Fanchon. - ¡Eh! Sin duda alguna. -¿Y la comida? -preguntó Durcet, mientras Adélaïde se la meneaba. -¿La comida? -contestó el presidente-. ¡Eh! Rediós, la obligaría a devolver lo que yo le daría del mismo modo. -¿Es decir -preguntó el financiero, cuya cabeza empezaba a extraviarse-, que tú devolverías en la boca de la mujer, la cual se tragaría lo tuyo y después lo devolvería? -Exactamente. Y como ambos corrieron hacia sus gabinetes, el presidente con Fanchon, Augustine y Zélamir, Durcet con la Desgranges, Rosette y Bande-au-ciel, hubo que esperar cerca de media hora para continuar los relatos de la Duclos. Por fin, regresaron. - Acabas de hacer porquerías -dijo el duque a Curval, que había regresado primero. -Algunas -contestó el presidente-, son la felicidad de mi vida, y por lo que a mí respecta, sólo estimo la voluptuosidad en tanto que sea la más puerca y repugnante. -Pero por lo menos ha habido eyaculación, ¿no es verdad? - ¡Ni hablar! -dijo el presidente-. ¿Crees que nos parecemos a ti y que, como tú, hay eyaculación a cada momento? Dejo esas hazañas para ti y para los vigorosos campeones como Durcet -añadió, viendo regresar a éste sosteniéndose apenas sobre sus piernas a causa del agotamiento. -Es verdad - dijo el financiero-, no lo he aguantado, esa Desgranges es tan sucia, en su persona y en sus palabras, se presta tan fácilmente a todo lo que uno quiere... - ¡Vamos, Duelos! -dijo el duque-. Prosigue tu relato, pues si no le cortamos la palabra, el pequeño indiscreto nos dirá todo lo que ha hecho, sin reflexionar en lo horrible que resulta vanagloriarse así de los favores que se reciben de una linda mujer. Y la Duelos, obedeciendo, reanudó así el hilo de su historia: Puesto que a los señores les gustan tanto estas rarezas, dijo nuestra historiadora, lamento que no hayan refrenado un instante su entusiasmo, porque lo que tengo que contar aún esta noche surtirá mayores efectos. Lo que el señor presidente considera que faltaba para perfeccionar la pasión que acabo de narrar se encontraba palabra por palabra en la pasión que seguía; me molesta que no se me diera tiempo para acabarla. El viejo presidente Saclanges ofrece de un extremo a otro las singularidades que el señor Curval parecía desear. Se había escogido para enfrentarse con él a nuestra decana; era una alta y robusta muchacha de unos treinta y seis años, borracha, mal hablada, pendenciera, procaz, aunque, por otra parte, era bastante hermosa; el presidente llega, se le sirve cena, los dos se emborrachan, los dos pierden el control, los dos vomitan dentro de sus respectivas bocas, tragan y se devuelven mutuamente lo que se prestan, caen finalmente sobre los restos de la cena y sobre la porquería con que acaban de regar el suelo. Entonces me mandan a mí, porque mi compañera estaba ya fuera de sí y sin fuerzas. Sin embargo, era el momento más importante del libertino; lo hallo en el suelo, con la verga levantada y dura como una barra de hierro; empuño el instrumento, el presidente balbucea y blasfema, me atrae a él, chupa mi boca y descarga como un toro revolcándose una y otra vez sobre sus basuras. Aquella misma muchacha nos dio poco después el espectáculo de una fantasía por lo menos tan sucia; un gordo monje que la pagaba muy bien se colocó a horcajadas sobre su vientre, los muslos de mi compañera estaban todo lo abiertos que era posible y fijados a unos grandes muebles, para que no pudieran moverse. En esta posición, se sirvieron algunos manjares sobre el bajo vientre de la mujer, a pelo y sin plato. El buen hombre coge algunospedazos con su mano, los hunde en el coño abierto de su dulcinea, los revuelve una y otra vez y se los come sólo cuando se encuentran completamente impregnados de las sales que la vagina le proporciona. -He aquí una manera de almorzar completamente nueva -dijo el obispo. -Y que no os gustaría, ¿verdad, monseñor? -dijo la Duelos. -¡No, me cago en dios! - contestó el servidor de la iglesia-. No me gusta lo suficiente el coño para eso. - Bueno -dijo nuestra narradora-, escuchad entonces el relato que cerrará mis narraciones de esta noche, estoy segura de que os divertirá más. Hacía ocho años que vivía yo en casa de Mme Guérin. Acababa de cumplir diecisiete años, y durante todo aquel tiempo no había habido un solo día sin que viera todas las mañanas a cierto recaudador de impuestos con el que se tenían toda clase de atenciones. Era un hombre de unos sesenta años, gordo, bajo, y que se parecía bastante al señor Durcet. Como él, tenía lozanía y era entrado en carnes. Necesitaba una nueva muchacha cada día y las de la casa sólo le servían como mal menor o cuando la de fuera faltaba a la cita. El señor Dupont, tal era el nombre de nuestro financiero, era tan exigente en la elección de las muchachas como en sus gustos, no quería de ninguna manera que la muchacha fuera una puta, excepto en los casos obligados, como he dicho; era necesario que fuesen obreras, empleadas de tiendas, sobre todo de modas. La edad y el color de la tez estaban también reglamentados, tenían que ser rubias, entre los quince y los dieciocho años, ni más ni menos, y por encima de todas las cualidades era preciso que tuvieran el culo bien moldeado y, de una lisura tan absoluta que el más pequeño grano en el ojete era un motivo de exclusión. Cuando eran vírgenes, las pagaba doble. Aquel día se esperaba para él una joven encajera de dieciséis años cuyo culo era considerado como un verdadero modelo, pero él ignoraba que se le había preparado este regalo, y como la joven mandó aviso de que no la esperaran porque aquella mañana no había podido zafarse de sus padres, la Guérin, que sabía que Dupont no me había visto nunca, me ordenó que me vistiera de burguesa, que tomase un coche al final de la calle y que llegara a la casa un cuarto de hora después que hubiese llegado Dupont, ante quien debería representar mi papel, haciéndome pasar por una empleada de una casa de modas. Pero por encima de todo, lo más importante era que me llenase el estómago con media libra de anís y después con un gran vaso de un licor balsámico que ella me dio y cuyo efecto debía ser el que se verá en seguida. Todo se realizó lo mejor que se pudo; felizmente habíamos dispuesto de algunas horas para que nada faltase. Llego poniendo cara de boba, me presentan al financiero, quien al principio me mira atentamente, pero como yo estaba muy alerta, no pudo descubrir en mí nada que desmintiera la historia que le habían contado. -¿Es virgen? -preguntó Dupont. -No por aquí -dijo la Guérin, poniendo una mano sobre mi vientre-, pero lo es por el otro lado, respondo de ello. Y mentía descaradamente. Pero no importa, nuestro hombre se tragó la mentira, que es lo que se necesitaba. -Arremángala, arremángala - dijo Dupont. Y la Guérin levantó mis faldas por detrás, haciéndome inclinar ligeramente hacia ella, y descubrió al libertino el templo entero de su homenaje. El hombre mira, toca un momento mis nalgas, las abre con sus dos manos, y satisfecho sin duda de su examen, dice que el culo está en condiciones de ser aceptado. Luego me hace algunas preguntas sobre mi edad y mi oficio y, contento con mi pretendida inocencia y el aire de ingenuidad que adopto, me hace subir a su aposento, porque tenía uno en casa de la Guerín, donde sólo entraba él y no podía ser observado desde ninguna parte. En cuanto entramos, cierra la puerta con cuidado y, tras haberme contemplado unos momentos, me pregunta en un tono bastante brutal, carácter que marca toda la escena, me pregunta, digo, si es realmente verdad que nunca me han jodido por el culo. Como formaba parte de mi papel ignorar semejante expresión, me hice repetir, asegurándole que no comprendía lo que quería decir, y cuando por gestos me dio a entender lo que quería decir de una manera en que no había medio de seguir demostrando ignorancia, le contesté, asustada y pudorosa, que nunca me había prestado a tales infamias. Entonces me dijo que quitara solamente las faldas, y en cuanto hube obedecido, dejando que mi camisa continuase ocultando la parte de delante, él la levantó por detrás todo lo que pudo debajo de mi corsé, y como al desnudarme mi pañuelo del cuello había caído y mis pechos quedaron al descubierto, se enfadó. - ¡Qué el diablo se lleve tus tetas! -exclamó-. ¿Quién te pide las tetas? Esto es lo que me hace perder la paciencia con todas esas criaturas, siempre esa impúdica manía de mostrar las tetonas. Y cubriéndome rápidamente, me acerqué a él como para pedirle excusas, pero advirtiendo que le mostraba la parte delantera de mi cuerpo en la actitud que iba a tomar, se enfureció una vez más: - ¡Eh!, no te muevas de como te había colocado, ¡dios! -dijo, agarrándome por las caderas y poniéndome de modo que sólo le presentase el culo-. Quédate así, joder, me importan un bledo tus pechos y tu coño, lo único que necesito es tu culo. Mientras decía esto se levantó y me condujo al borde de la cama, sobre la cual me instaló tumbada sobre el vientre, luego, sentándose en un taburete muy bajo, entre mis piernas, se encontró en esta disposición con que su cabeza estaba justamente a la altura de mi culo. Me mira un instante más, luego, no encontrándome aún tal como quería, se levantó para colocarme un cojín bajo el vientre, para que mi culo quedara más atrás, vuelve a sentarse, me examina, y todo esto con la mayor sangre fría, con la flema de un deliberado libertinaje. Al cabo de un momento, se apodera de mis dos nalgas, las abre, pone su boca abierta en el agujero sobre el cual la pega herméticamente y, en seguida, siguiendo la orden que había recibido e impulsada por la necesidad que de ello tenía, le largo a la garganta el pedo más ruidoso que había recibido en su vida, se aparta furioso. - ¡Vaya, pequeña insolente -me dijo-, tienes la desfachatez de lanzar un pedo dentro de mi boca! - ¡Oh, señor -le contesté, disparando una segunda andanada-, así es como trato a los que me besan el culo! -Bueno, suelta pedos, suelta pedos, bribona, ya que no puedes retenerlos, suelta tantos pedos como quieras y puedas. Desde aquel momento, ya no me contuve más, nada puede expresar la necesidad de soltar ventosidades que me dio la droga que había bebido, y nuestro hombre, extasiado, ora los recibe en la boca, ora en las narices. Al cabo de un cuarto de hora de semejante ejercicio, se acuesta finalmente en el canapé, me atrae hacía él, siempre con mis nalgas sobre su nariz, me ordena que se la menee en este posición, sin interrumpir un ejercicio que le proporciona divinos placeres. Suelto pedos, meneo una verga blanda y no más larga ni gruesa que un dedo, a fuerza de sacudidas y de pedos, el instrumento finalmente se endurece. El aumento de placer de nuestro hombre, el instantede su crisis, me es anunciado por un redoblamiento de iniquidad de su parte; es su lengua ahora lo que provoca mis pedos, es ella la que se mete hasta el fondo de mi ano, como para provocar las ventosidades, es sobre ella donde quiere que los suelte, desvaría, me doy cuenta de que pierde la cabeza, y su pequeño instrumento riega tristemente mis dedos con siete u ocho gotas de un esperma claro y gris que lo calman por fin. Pero como en él la brutalidad fomentaba el extravío y lo reemplazaba inmediatamente, apenas me dio tiempo para que me vistiera. Gruñía, rezongaba, en una palabra, me ofrecía la imagen odiosa del vicio cuando ha satisfecho su pasión, y esa inconsecuente grosería que, cuando el prestigio se ha desvanecido, trata de vengarse despreciando el culto usurpado por los sentidos. -He aquí un hombre que me gusta más que todos los que lo han precedido -dijo el obispo-: ¿no sabes si al día siguiente tuvo a su pequeña novicia de dieciséis años? -Sí, monseñor, la tuvo, y al otro día una virgen de quince, aún más linda. Como pocos hombres pagaban tanto, pocos eran tan bien servidos. Como esta pasión había calentado cabezas tan acostumbradas a los desórdenes de esta especie, y recordado un gusto al que ofrendaban de una manera tan completa, no quisieron esperar más para practicarla. Cada uno recogió lo que pudo y tomó un poco de todas partes, llegó la hora de la cena, en la que se insertaron casi todas las infamias que acababan de escuchar, el duque emborrachó a Thérèse y la hizo vomitar en su boca, Durcet hizo lanzar pedos a todo el serrallo y recibió más de sesenta durante la velada. En cuanto a Curval, por cuya cabeza pasaban toda clase de caprichos, dijo que quería hacer sus orgías solo y fue a encerrarse en el camarín del fondo con Fanchon, Marie, la Desgranges y treinta botellas de champaña. Tuvieron que sacar a los cuatro, los encontraron nadando en las olas de su porquería y al presidente dormido, con la boca pegada a la de la Desgranges, quien aún vomitaba en ella. Los otros tres se habían despachado a su gusto en cosas parecidas o distintas; habían celebrado sus orgías bebiendo, habían emborrachado a sus bardajes, los habían hecho vomitar, habían obligado a las muchachas a soltar pedos, habían hecho qué sé yo qué, y sin la Duelos, que no había perdido el juicio y lo puso todo en orden y los mandó a acostarse, es muy verosímil que la aurora de dedos rosados, al entreabrir las puertas del palacio de Apolo, los hubiera encontrado sumergidos en su porquería, más semejantes a cerdos que a hombres. Necesitados de descanso, cada uno se acostó solo, para recobrar en el seno de Morfeo un poco de fuerzas para el día siguiente. ----------------------------------------------- SEPTIMA JORNADA Los amigos no se preocuparon más de ir cada mañana a prestarse a una hora de lección de la Duelos. Fatigados de los placeres de la noche, temiendo además que esta operación les hiciera eyacular demasiado temprano, y juzgando además que esta ceremonia los hartaba muy de mañana en perjuicio de las voluptuosidades y con personas que tenían interés en tratar con miramientos, convinieron en que cada mañana les sustituiría uno de los jodedores. Las visitas se efectuaron, de las ocho muchachas sólo faltaba una para que hubiesen pasado todas por la lista de los castigos, era la bella e interesante Sophie, acostumbrada a respetar todos sus deberes; por ridículos que pudieran parecer, los respetaba, pero Durcet, que había prevenido a Louison, su guardiana, supo tan bien hacerla caer en la trampa, que fue declarada culpable e inscrita por consiguiente en el libro fatal. La dulce Mine, igualmente examinada con rigor, fue también declarada culpable, con lo cual la lista de la noche se llenó con los nombres de las ocho muchachas, de las dos esposas y de los cuatro muchachos. . Cumplidas estas obligaciones, ya sólo se pensó en ocuparse del matrimonio que debía celebrarse en la proyectada fiesta del final de la primera semana. Aquel día no se concedió ningún permiso para las necesidades públicas en la capilla, monseñor se revistió pontificalmente, y todos se dirigieron hacia el altar. El duque, que representaba al padre de la muchacha, y Curval, que representaba al del muchacho, condujeron a Michette y a Giton respectivamente. Ambos iban magníficamente ataviados en traje de ciudad, pero en sentido contrario, es decir, el muchacho iba vestido de mujer, y la muchacha, de hombre. Desgraciadamente, nos vemos obligados, por el orden que hemos dado a las materias, a retrasar todavía por algún tiempo el placer que sin duda experimentaría el lector al enterarse de los detalles de esta ceremonia religiosa; pero ya llegará sin duda el momento en que podremos informarlo de esto. Pasaron al salón, y fue mientras esperaban la hora del almuerzo, cuando nuestros cuatro libertinos, encerrados solos con la encantadora pareja, los hicieron desnudarse y los obligaron a cometer juntos todo lo que su edad les permitió respecto a las ceremonias matrimoniales, excepto la introducción del miembro viril en la vagina de la muchachita, la cual hubiera podido efectuarse porque el muchacho tenía una erección muy intensa, y que no se permitió tal cosa para que nada marchitara una flor destinada a otros usos. Sin embargo, se les permitió que se tocaran y acariciaran, la joven Michette se la meneó a su maridito, y Giton, con ayuda de sus amos, masturbó muy bien a su mujercita. Sin embargo, ambos empezaron a darse cuenta de la esclavitud en que se encontraban para que la voluptuosidad, incluso la que su edad permitía experimentar, pudiera nacer en sus pequeños corazones. Se comió, los dos esposos fueron al festín, pero a la hora del café, cuando las cabezas se habían ya calentado, fueron desnudados, como lo estaban Zelamir, Cupidon, Rosette y Colombe, que aquel día estaban encargados de servir el café. Y en ese momento del día como estaba de moda la jodienda entre los muslos, Curval se apoderó del marido, y el duque de la mujer, y los enmuslaron a los dos. El obispo, después de haber tomado café, se envició con el encantador culo de Zelamir, que chupaba mientras lanzaba pedos, y pronto lo enfiló en el mismo estilo, mientras Durcet efectuaba sus pequeñas infamias en el hermoso culo de Cupidon. Nuestros dos principales atletas no eyacularon, mas pronto se apoderaron de Rosette y de Colombe y las enfilaron como los galgos y entre los muslos, de la misma manera que acababan de hacer con Michette y Giton, ordenando a estas encantado ras niñas que meneasen con sus lindas manos, según las instrucciones recibidas, los monstruosos extremos de las vergas que sobresalían de sus vientres; y mientras tanto, los libertinos manoseaban tranquilamente los orificios de los culos frescos y deliciosos de sus pequeños goces. Sin embargo, no se eyaculaba; sabiendo que habría placeres deliciosos aquella noche, se contuvieron. A partir de aquel momento, se desvanecieron los derechos de los jóvenes esposos, y su matrimonio, aunque formalmente efectuado, no fue más que un juego; cada uno de ellos regresó a la cuadrilla que le estaba destinada, y todos fueron a escuchar a la Duclos, que continuó así su historia: Un hombre que tenía más o menos los mismos gustos que el financiero que acabó el relato de ayer, empezará, si lo aprobáis, señores, el relato de hoy. Era un relator del Consejo de Estado, de unos sesenta años de edad, y que añadía a la singularidad de sus fantasías la de querer sólo mujeres más viejas que él. La Guérin le dio una vieja alcahueta, amiga suya, cuyas nalgas arrugadas semejaban un viejo pergamino para humedecer el tabaco. Tal era el objeto que debía servir para que nuestro libertino efectuara sus ofrendas. Se arrodilla delante de aquel culo decrépito, lo besa amorosamente; se le lanzan algunos pedos en la nariz, se extasía, abre la boca, se le lanzan más pedos y su lengua va a buscar con entusiasmo el viento espeso que se le destina. Pero no puede resistir al delirio a que lo arrastra tal operación. Saca de su bragueta una verga vieja, pálida y arrugada como la divinidad a la que inciensa. - ¡Ah! pee pee, queridita -exclama, meneándose la verga con todas sus fuerzas-. Pee, corazón, sólo de tus pedos espero el desencantamiento de este enmohecido instrumento. La alcahueta redobla sus esfuerzos, y el libertino, ebrio de voluptuosidad, deja entre las piernas de su diosa dos o tres desgraciadas gotas de esperma a las que debía todo su éxtasis. ¡Oh terrible efecto del ejemplo! ¡Quién lo hubiera dicho! En aquel momento, como si se hubieran dado la señal para ello, nuestros cuatro libertinos llaman a las dueñas de sus cuadrillas. Se apoderan de sus viejos y feos culos, solicitan pedos, los obtienen y se encuentran a punto de ser tan felices como el viejo relator del Consejo de Estado, pero el recuerdo de los placeres que los esperan en las orgías los contiene, y despiden a las dueñas. La Duclos prosigue su relato: No haré hincapié en lo que viene ahora, señores, porque sé que tiene pocos seguidores entre vosotros, pero como me habéis ordenado que lo diga todo, obedezco. Un hombre muy joven y gallardo tuvo la fantasía de hurgarme el coño cuando tenía la regia; yo me encontraba tumbada de espalda, con los muslos abiertos, él se había arrodillado delante de mí y chupaba, con sus dos manos debajo de mis nalgas, que levantaba para que mi coño estuviera a su alcance. Tragó mi semen y mi sangre, porque obró con tanta habilidad y era tan guapo que descargué. El mismo se meneaba la verga, se hallaba en el séptimo cielo, diríase que nada en el mundo podía causarle más placer, y me convenció de ello la ardiente y calurosa eyaculación que pronto soltó. Al día siguiente vio a Aurore, poco después a mi hermana, al cabo de un mes nos había pasado revista a todas y prosiguió así hasta despachar sin duda todos los burdeles de París. Esta fantasía, convendréis en ello, señores, no es sin embargo más singular que la de un hombre, amigo en otro tiempo de la Guérin, la cual le proporcionaba la materia que necesitaba, y cuya voluptuosidad nos aseguró que consistía en tragar abortos; se le avisaba cada vez que una pupila de la casa se encontraba en tal caso, él acudía y se tragaba el embrión, extasiado de la voluptuosidad. -Yo conocí a ese hombre - dijo Curva]-, su existencia y sus gustos son la cosa más cierta del mundo. -Sea -dijo el obispo-, pero también es cierto que yo no lo imitaría nunca. -¿Y por qué razón? -preguntó Curval-. Estoy seguro de que eso puede producir una descarga, yo si Constance quiere dejarme hacer, le prometo, ya que está embarazada, provocar la llegada de su señor hijo antes de término y de comérmelo como si fuese una sardina. - ¡Oh, sabemos el horror que le inspiran las mujeres embarazadas! -contestó Constance-. Sabemos perfectamente que usted se deshizo de la madre de Adélaïde porque estaba embarazada por segunda vez, y si Julie quiere seguir mis consejos, se cuidará. -Cierto es que detesto la progenitura -dijo el presidente-, y que cuando la bestia está repleta me inspira una furiosa repugnancia; mas pensar que maté a mi mujer por eso, podría engañarte; has de saber, puta, que no necesito ningún motivo para matar a una mujer, y sobre todo una vaca como tú, a la que te impediría que parieras tu ternero si me pertenecieses. Constance y Adélaïde se echaron a llorar, lo cual empezó a poner en evidencia el odio secreto que el presidente sentía por aquella encantadora esposa del duque, quien, lejos de sostenerla en esta discusión, contestó a Curval que debía perfectamente saber que la progenitura le gustaba tan poco como a él, y que si Constance estaba embarazada, todavía no había parido. Aquí las lágrimas de Constance se hicieron más abundantes; se encontraba en el canapé de su padre, Durcet, quien, por todo consuelo, le dijo que si no se callaba inmediatamente la sacaría afuera a patadas en el culo a pesar de su estado. La infeliz mujer hizo caer sobre su corazón lastimado las lágrimas que se le reprochaban y se limitó a decir: 64 ¡Ay, Dios mío, qué desgraciada soy! Pero es mi destino, al que me resigno". Adélaïde, que tenía los ojos llenos de lágrimas, era hostigada por el duque, que deseaba hacerla llorar más, logró contener sus sollozos, y como esta escena un poco trágica, aunque muy regocijante para el alma perversa de nuestros libertinos, llegó a su fin, la Duelos reanudó el relato en los siguientes términos: Había en casa de la Guérin una habitación bastante agradablemente construida y que nunca servía más que para un solo hombre; tenía doble techo, y esta especie de entresuelo bastante bajo, donde sólo podía permanecer acostado, servía para instar al libertino de singular especie cuya pasión calmé yo. Se encerraba con una muchacha en esta especie de escotilla, y su cabeza se situaba de manera que estaba a la misma altura de un agujero que daba a la habitación superior; la muchacha encerrada con el mencionado hombre no tenía otra faena que la de menearle la verga, y yo, colocada arriba, tenía que hacer lo mismo a otro hombre, el agujero era poco ostensible y estaba abierto como por descuido, y yo, por limpieza o para no ensuciar el piso, tenía que hacer caer, al masturbar a mi hombre, el semen a través del agujero, y así lanzarlo al rostro del que estaba al otro lado. Todo estaba construido con tal ingenio que nada se veía y la operación tenía un gran éxito: en el momento en que el paciente recibía sobre sus narices el semen de aquel que estaba arriba, él soltaba el suyo, y todo estaba dicho. Sin embargo, la vieja de la que acabo de hablar, volvió a presentarse, pero tuvo que tratar con otro campeón. Este, hombre de unos cuarenta años, hizo que se desnudara y le lamió en seguida todos los orificios de su viejo cadáver: culo, coño, boca, nariz, axilar, orejas, nada fue olvidado, y el malvado, a cada lamida, tragaba todo lo que había recogido. No se limitó a esto, hizo que mascara pedazos de pastel, que tragó también a pesar de que ella los hubiese triturado. Quiso también que conservara en la boca tragos de vino, con los que ella se lavó y gargarizó, y que él luego se tragó igualmente, y mientras tanto, su verga había tenido una erección tan prodigiosa que el semen parecía listo para dispararse sin necesidad de provocarlo. Cuando se sintió en trance de soltarlo, volvió a precipitarse sobre su vieja, le hundió profundamente la lengua en el agujero del culo y descargó como una fiera. - ¡Y, dios! -exclamó Curval-. ¿Es necesario ser joven y linda para hacer que el semen corra? Una vez más diré que, en los placeres, es la cosa sucia lo que provoca la eyaculación, y cuanto más sucia, más voluptuosidad ofrece. -Son las sales -dijo Durcet- que se exhalan del objeto de voluptuosidad las que irritan a nuestros espíritus animosos y los ponen en movimiento; ahora bien, ¿quién duda de que todo lo que es viejo, sucio y hediondo contiene una gran cantidad de estas sales y, por consiguiente, más medios para suscitar y determinar nuestra eyaculación? Se discutió todavía durante un rato esta tesis, pero como había mucho trabajo por hacer después de la cena, se sirvió un poco antes de la hora, y en los postres, las jóvenes castigadas volvieron al salón donde deberían soportar los castigos junto con los cuatro muchachos y las dos esposas igualmente condenadas, lo que representaba un total de catorce víctimas. A saber: las ocho muchachas conocidas, Adélaïde y Aline, y los cuatro muchachos, Narcisse, Cupidon, Zélamir y Giton. Nuestros amigos, ya ebrios ante la idea de las voluptuosidades tan de su gusto que los esperaban, terminaron de calentarse la cabeza con una prodigiosa cantidad de vinos y licores, y se levantaron de la mesa para pasar al salón, donde los esperaban los pacientes, en tal estado de embriaguez, furor y lubricidad que no existe nadie seguramente con deseos de encontrarse en el lugar de aquellos desgraciados delincuentes. En las orgías, aquel día, sólo debían asistir los culpables y las cuatro viejas encargadas del servicio. Todos estaban desnudos, todos se estremecían, todos lloraban, todos esperaban su suerte, cuando el presidente, sentándose en un sillón, preguntó a Durcet el nombre y la falta de cada persona. Durcet, tan borracho como su compañero, tomó la libreta y quiso leer, pero como todo lo veía borroso y no lo lograba, el obispo lo reemplazó, y aunque tan ebrio como su compañero, pero llevando mejor el vino, leyó en voz alta alternativamente el nombre de cada culpable y su falta; el presidente pronunciaba inmediatamente una sentencia de acuerdo con las fuerzas y la edad del delincuente, siempre muy dura. Terminada esta ceremonia, se impusieron los castigos. Lamentamos muchísimo que el orden de nuestro plan nos impida describir aquí los lúbricos castigos, pero rogamos a nuestros lectores que nos perdonen; estamos seguros de que comprenderán la imposibilidad en que nos encontramos de satisfacerlos por ahora. No perderán nada con ello. La ceremonia fue muy larga: catorce personas tenían que ser castigadas, y hubo episodios muy agradables. Todo fue delicioso, no hay duda, puesto que nuestros cuatro canallas descargaron y se retiraron tan fatigados, tan borrachos de vino y de placeres, que sin la ayuda de los cuatro jodedores que vinieron a buscarlos no hubieran podido llegar nunca a sus aposentos, donde, a pesar de todo lo que acababan de hacer, les esperaban todavía nuevas lubricidades. El duque, que aquella noche tenía que acostarse con Adélaïde, no quiso. Ella formaba parte del número de las castigadas, y tan bien castigada que, habiendo eyaculado en su honor, no quiso saber nada de ella aquella noche, y tras ordenarle que se acostara en un colchón en el suelo dio su lugar a la Duelos, que como nunca disfrutaba de su favor. --------------------------------------------------- OCTAVA JORNADA Como los castigos de la víspera habían impresionado mucho, al día siguiente no se encontró ni pudo encontrarse a nadie en falta. Continuaron las lecciones con los jodedores, y como no hubo ningún acontecimiento hasta la hora del café, empezaremos a hablar de este día a partir de entonces. El café era servido por Augustine, Zelmire, Narcisse y Zéphyr. Se reanudaron las jodiendas entre los muslos, Curval se apoderó de Zelmire y el duque de Augustine, y después de haber admirado y besado sus lindas nalgas, que aquel día, no sé por qué, tenían una gracia, unos atractivos, un sonrosado que no habían sido advertidos antes, después, digo, que nuestros libertinos hubieron acariciado y besado aquellos encantadores culitos, se exigieron pedos, como el obispo, que tenía a Narcisse, había obtenido ya algunos, se oían los que Zéphyr soltaba en la boca de Durcet..., ¿por qué no imitarlos? Zelmire había tenido éxito, pero Augustine, por más que hizo, por más que se esforzó, por más que el duque la amenazó con un castigo semejante al que había soportado la víspera, nada soltó, y la pobre pequeña había empezado ya a llorar cuando un pedito la tranquilizó; el duque respiró y, satisfecho por aquella prueba de docilidad de la niña que tanto amaba, le endilgó su enorme instrumento entre los muslos y, retirándolo en el momento de la descarga, le inundó completamente las dos nalgas. Curval había hecho lo mismo con Zelmire, pero el obispo y Durcet se contentaron con lo que se llama la "pequeña oca y, después de la siesta, pasaron al salón, donde la bella Duelos, engalanada aquel día con todo lo que mejor podía hacer olvidar su edad, parecía verdaderamente hermosa bajo las luces, y hasta tal punto que nuestros libertinos, excitados, no le permitieron continuar sin que antes no hubiese mostrado sus nalgas a la reunión. -Verdaderamente tiene un hermoso culo -dijo Curval. -Y bueno, amigo mío -dijo Durcet-. Te aseguro que he visto pocos que sean mejores. Y recibidos estos elogios, nuestra narradora se bajó las faldas y reanudó el hilo de su historia de la manera que el lector leerá, si se toma la molestia de continuar, cosa que le aconsejamos en interés de sus placeres. Una reflexión y un acontecimiento fueron la causa, señores, de que lo que me falta por contaros no se encuentre ya en el mismo campo de batalla; la reflexión es muy sencilla: fue el desgraciado estado de mi bolsa lo que la suscitó. Después de nueve años de vivir en casa de la Guérie, aunque gastara poco, no había podido ahorrar ni cien luises; aquella habilísima mujer, mirando siempre por sus intereses, encontraba siempre el medio de guardar para ella las dos terceras partes de las entradas y rebañaba todo lo que podía del otro tercio. Este manejo me disgustó y, vivamente solicitada por otra alcahueta llamada Fournier para que me fuera con ella, y sabiendo que la Fournier recibía en su casa a viejos calaveras de más tono y más ricos que los que recibía la Guérin, me decidí a despedirme de ésta para irme con la otra. En cuanto al acontecimiento que vino a apoyar mi reflexión, fue la pérdida de mi hermana; la quería mucho y no fue posible quedarme más tiempo en una casa donde todo me la recordaba sin poder encontrarla. Desde hacía seis meses mi querida hermana era visitada por un hombre alto, enjuto y negro, cuyo rostro me desagradaba infinitamente. Se encerraban juntos, y no sé qué hacían en la habitación, porque mi hermana nunca quiso decírmelo, y nunca se colocaban en el sitio donde yo hubiera podido observarlos. Sea como fuere, una hermosa mañana, mi hermana se presentó en mi habitación, me besó y me dijo que su fortuna estaba hecha, que era la mantenida de aquel tipo que no me gustaba nada, y todo lo que supe es que todo lo que ella iba a ganar debíase a la belleza de sus nalgas. Dicho esto, me dio su dirección, arregló cuentas con la Guérin, nos besó a todas y se fue. Como podéis imaginar, dos días después me presenté en la dirección indicada, pero allí no sabían ni de qué hablaba yo; me di perfectamente cuenta de que mi hermana había sido engañada, porque no podía creer que desease privarme del placer de verla. Cuando me lamenté de lo que ocurría con la Guérin, advertí que ésta sonreía malignamente y rehuía explicarse. De aquí deduje que ella estaba en el misterio de toda la aventura, pero que no quería que yo lo descubriese. Todas estas cosas me afectaron mucho y me hicieron tomar mi partido, y como no tendré ocasión de volver a hablaros de mi hermana, os diré, señores, que a pesar de las pesquisas que hice, de las precauciones que tomé para descubrir su paradero me ha sido imposible volver a saber qué había sido de ella. -Creo que veinticuatro horas después de haberse despedido de ti había dejado de existir -dijo la Desgranges-. Ella no te engañaba, sino que fue ella misma la engañada, pero la Guérin sabía de qué se trataba. - ¡Dios del Cielo! -exclamó entonces la Duclos-. ¿Qué estás diciendo? ¡Ay! Aunque no la veía, acariciaba la idea de que estaba viva. -Andabas muy equivocada -dijo la Desgranges-, pero no te había mentido; fue la belleza de sus nalgas, la asombrosa superioridad de su culo lo que le valió la aventura en la que creyó encontrar su suerte y significó su muerte. -¿Y el hombre alto y enjuto? -preguntó la Duclos. -Era sólo un intermediario, no trabajaba por su propia cuenta. -Sin embargo -dijo la Duclos- , la había visto asiduamente durante seis meses. -Para engañarla -contestó la Desgranges-. Pero prosigue tu relato. Estas aclaraciones podrían aburrir a esos señores. Como esta historia me atañe, ya les daré buena cuenta de ella. -Nada de sentimentalismos, Duclos -dijo secamente el duque al. ver que la 'narradora se esforzaba por retener sus lágrimas involuntarias-. Aquí no hay lugar para penas de esa índole y aunque se hundiese toda la naturaleza no lanzaríamos ni un solo suspiro; dejemos las lágrimas para los imbéciles y los niños, pero que jamás mancillen las mejillas de una mujer razonable y que estimamos. Después de oír estas palabras nuestra heroína se contuvo y pronto reanudó su relato. Debido a las dos causas que acabo de explicar, tomé mi partido, señores, y como la Fournier me ofrecía mejor alojamiento, una mesa mejor servida, partidas de placer más caras aunque más penosas, y siempre partes iguales en los beneficios, sin ningún recorte, me decidí inmediatamente. La señora Fournier ocupaba entonces una casa entera y su serrallo estaba compuesto por cinco lindas muchachas; yo fui la sexta. Seguramente aprobaréis que haga aquí lo que he hecho respecto a la casa de la Guérin, es decir, que describa a mis compañeras a medida que representen un papel. Desde el día siguiente al de mi llegada, se me dio trabajo, porque había mucha clientela en casa de la Fournier, y cada una de nosotras se ocupaba cinco o seis veces al día; pero sólo os hablaré, como he hecho hasta ahora, de las escenas que puedan llamar vuestra atención por su singularidad o extravagancia. El primer hombre que vi en mi nueva casa fue un pagador de rentas, hombre de unos cincuenta años. Me hizo arrodillar, con la cabeza inclinada sobre la cama, y él se instaló igualmente sobre la cama, arrodillado, de modo que como su verga rozaba mi boca, que me había ordenado mantuviese muy abierta, no perdí una sola gota de su eyaculación, y el libertino se divirtió extraordinariamente ante las contorsiones y los esfuerzos que yo hacía para no vomitar aquel repugnante gargarismo. Ahora, señores, prosiguió la Duelos, contaré seguidas, aunque sucedieron en épocas diferentes, cuatro aventuras de este mismo tipo que sucedieron en casa de la señora Fournier. Estos relatos, bien lo sé, no disgustarán a Durcet, quien me agradecerá que lo entretenga durante el resto de esta sesión con algo que es de su gusto y que me proporcionó el honor de conocerlo por primera vez. - ¡Vaya! -dijo Durcet-. ¿Me darás un papel en tu historia? -Si me lo permitís, señor -contestó la Duelos-, y con el ruego de que aviséis a esos señores cuando llegue a vuestro asunto. -Y mi pudor... ¿qué? ¿Vas a exhibir delante de todas esas muchachas mis indecencias? Y como todos se echaron a reír ante el temor burlón del financiero, la Duelos prosiguió: Un libertino tan viejo y tan repugnante como el que acabo de describir, me dio la segunda representación de esta manía; hizo que me tumbara desnuda sobre una cama, se tendió en sentido contrario sobre mí, puso su verga dentro de mi boca y su lengua en mi coño, y en esta posición exigió que le diese las titilaciones de voluptuosidad que pretendía debían proporcionarme su lengua. Yo chupaba como una condenada. Se trataba de mi virginidad para él, lamió, removió y se afanó en todas sus maniobras infinitamente más para él que para mí. Sea como sea, yo me sentía neutra, feliz de no sentirme asqueda, y el libertino descargó; operación que, siguiendo las indicaciones de la Fournier, hice que fuera lo más lúbrica posible, apretando mis labios, chupando, exprimiendo en mi boca el jugo que soltaba y pasando mi mano sobre sus nalgas para cosquillearle el ano, episodio que él me sugirió y en el que puso todo lo que pudo de su parte... Cuando el asunto hubo terminado, el hombre se marchó, no sin antes asegurarle a la Fournier que nunca se había topado antes con una muchacha como yo que lo hubiese satisfecho tanto. Poco después de esta aventura, curiosa por saber qué venía a hacer en la casa una vieja bruja de más de setenta años y que llegaba con el aire de esperar algún trabajo, se me dijo que efectivamente lo hacía. Presa de curiosidad por saber qué diablos podría hacer tal esperpento, pregunté a mis compañeros si no. había allí una habitación desde donde se pudiera atisbar, como en casa de la Guérin. Habiéndoseme contestado que sí la había, una de las muchachas me condujo a ella, y como había lugar para dos nos instalamos allí, y he aquí lo que vimos y lo que oímos, porque, como las dos habitaciones sólo estaban separadas por un tabique era muy fácil no perderse ni una palabra. La vieja llegó primero y, tras haberse contemplado en el espejo, se arregló, como si creyera que sus encantos tendrían todavía algún éxito. Al cabo de unos minutos, vimos llegar al Dafnis de aquella nueva Cloe, éste debía tener a lo sumo sesenta años, era un pagador de rentas que vivía holgadamente y le gustaba más gastar su dinero con pelanduscas de desecho como aquella que con lindas muchachas, y esto en razón de aquella singularidad del gusto que vosotros, señores, comprendéis tan bien y explicáis mejor. El hombre se adelanta y mira de arriba abajo a su dulcinea, la cual le hace una profunda reverencia. -No hagas tantas historias, vieja puta -dijo el libertino- y desnúdate... Pero antes, a ver, ¿tienes dientes? - No, señor, no me queda ni uno -dijo la vieja, mostrando su boca infecta-. Podéis mirar... Entonces nuestro hombre se aproxima y, cogiéndole la cabeza le da en los labios uno de los más ardientes besos que he visto dar en mi vida; y no solamente besaba, sino que chupaba, devoraba, hundía amorosamente su lengua hasta la putrefacta garganta, y la buena vieja, que desde hacía mucho tiempo no se había encontrado en semejante fiesta, se lo devolvía con ternura... que me resultaría muy difícil describir. - ¡Vamos, desnúdate! -dijo el financiero. Y mientras tanto se desabrocha la bragueta y se saca un miembro negro y arrugado que no tenía trazas de aumentar mucho de tamaño. Cuando la vieja se ha desnudado del todo, y ofrece a su amante un viejo cuerpo amarillento y arrugado, seco, colgante y descarnado, cuya descripción, sean cuales sean las fantasías que podríais tener sobre este punto, os causaría demasiado horror para que yo me atreva a emprenderla; pero lejos de sentirse asqueado, nuestro libertino se extasía; coge a la vieja, la atrae hacia él sobre el sillón donde estaba meneándosela mientras esperaba que ella se desnudara, le hunde otra vez la lengua dentro de la boca y, volviéndola de espaldas, ofrece su homenaje al reverso de la medalla. Vi perfectamente cómo manoseaba sus nalgas, es decir, los dos pingos que caían ondeantes sobre sus muslos. Pero fuesen como fuesen, el hombre las separó, pegó voluptuosamente sus labios a la cloaca inmunda que encerraban, hundió en ella su lengua varias veces, y todo eso mientras la vieja trataba de dar un poco de consistencia al miembro muerto que meneaba. -Vamos al grano -dijo el platónico enamorado-. Sin mi plato fuerte, todos tus esfuerzos serían inútiles. ¿Has sido advertida? -Sí, señor. -¿Y sabes qué es lo que tienes que tragar? -Sí, corderito; sí, palomo. Tragaré, devoraré todo lo que tú hagas. Entonces el libertino la echa sobre la cama boca abajo, y en esta posición le mete en el pico su floja verga, se la hunde hasta los cojones, le toma las dos piernas de su goce y se las coloca sobre los hombros, de modo que su hocico se encuentra rozando las nalgas de la vieja. Su lengua se instala al fondo del agujero delicioso; la abeja que busca el néctar de la rosa no chupa, de una lanera más voluptuosa; la vieja, por su parte, también chupa, nuestro hombre se agita. - ¡Ah, joder! -exclama al cabo de un cuarto de hora de este ejercicio libidinoso-. ¡Chupa, chupa, puta! ¡Chupa y traga!, ¡redios!, ya llego, ¿no te das cuenta? Y besando todo lo que se ofrece a él, muslos, vagina, nalgas, ano, todo es lamido, todo es chupado, la vieja traga, y el pobre vejestorio que se retira tan mustio como antes, y que verosímilmente ha descargado sin erección, sale avergonzado de su extravío, y gana lo más rápidamente posible la puerta para no tener que ver, sereno, el cuerpo, repugnante que acaba de seducirlo. -¿Y la vieja? -pregunta el duque. -La vieja tosió, escupió, se sonó, se vistió lo más rápidamente que pudo y salió. Pocos días después, le tocó a la misma compañera que me había proporcionado el placer de esta escena. Era una muchacha de unos dieciséis años, rubia y con la cara más interesante del mundo; no dejé de ir a contemplarla mientras trabajaba. El hombre con quien debía unirse era por lo menos tan viejo como el pagador de rentas. Hizo que se pusiera de rodillas entre sus piernas, le fijó la cabeza agarrándola por las orejas y le hundió en la boca una verga que me pareció más sucia y repugnante que un trapo de cocina arrastrado por un arroyo. Mi pobre compañera, al ver acercarse a sus labios frescos aquella porquería, quiso apartar la cabeza, pero no en vano la tenía nuestro hombre bien agarrada por las orejas como a un perro. - ¡Vamos, puta! -le dijo- ¿Te haces la difícil? Y, amenazándola con llamar a la Fournier, quien seguramente le había recomendado que fuera complaciente, logró vencer sus resistencias. Ella abre los labios, retrocede, vuelve a abrirlos y finalmente traga, hipando, con su boca gentil, aquella reliquia infame. Desde aquel momento, ya sólo se oían los insultos del criminal. - ¡Ah, bribona! -dijo el hombre furioso-. ¡Cuántos aspavientos haces para chupar la más hermosa verga de Francia! ¿Crees que nos vamos a lavar todos los días para ti? ¡Vamos, puta, chupa, chupa el confite! Y excitándose, a medida que hablaba, con la repugnancia que inspiraba a su compañera, tanto es verdad, señores, que el asco que nos proporcionáis se convierte en un aguijón para vuestro goce, el libertino se extasía y deja en la boca de aquella pobre muchacha pruebas inequívocas de su virilidad. Pero la muchacha, menos complaciente que la vieja, no traga nada, y mucho más asqueada que aquélla, vomita al punto todo lo que tenía en su estómago, y nuestro libertino, abrochándose, sin preocuparse de ella, se burla entre dientes de las consecuencias crueles de su libertinaje. Llegó mi vez, pero más afortunada que las dos precedentes, era al amor mismo al que estaba destinada, y sólo me quedó, después de haberlo gozado, el asombro de encontrar gustos tan extraños en un joven tan bien formado para agradar. Llega, me pide que me desnude, se tiende sobre la cama, me ordena que me ponga en cuclillas sobre su cara y que trate, con mi boca, de hacer descargar una verga muy mediocre pero que me recomienda y cuyo semen me ruega que trague, en cuanto lo sienta correr. -Pero no permanezcas ociosa entre tanto - añade el pequeño libertino-, que tu coño inunde mi boca de orina, la cual te prometo tragar como tú tragas mi semen, y, además, que tu hermoso culo lance pedos contra mi nariz. Le obedezco y cumplo a la vez mis tres cometidos con tanto arte que la pequeña anchoa descarga pronto todo su furor en mi boca, y trago la eyaculación mientras mi adonis hace otro tanto con mi orina, y todo eso sin dejar de respirar los pedos con que no dejo de perfumarlo. -En verdad, señorita -dijo Durcet-, te hubieras podido ahorrar el revelar las puerilidades de mi mocedad. - ¡Ah! ¡Ah! -dijo el duque riendo-. ¿Cómo es posible que tú, que hoy apenas te atreves a mirar un coño, lo hicieras mear en otro tiempo? -Es verdad -dijo Durcet-, me avergüenzo de ello; es terrible tener que reprocharse vilezas de esta índole, ahora, amigo mío, cuando siento todo el peso de los remordimientos..., ¡deliciosos culos! -exclamó en su entusiasmo, besando el de Sophie, que había atraído hacia sí para manosearlo unos momentos-. ¡Culos divinos, cuánto me reprocho el incienso de que os he privado! ¡Oh culos deliciosos, os prometo un sacrificio expiatorio, juro ante vuestros altares no volver a extraviarme en mi vida! Y habiéndolo calentado un poco aquel hermoso trasero, el libertino colocó a la novicia en una posición muy indecente, sin duda, pero en la cual podía, como se ha visto antes, hacer mamar su pequeña anchoa mientras él chupaba el ano más lozano y más voluptuoso del mundo. Pero Durcet, demasiado hastiado para poder entregarse a tal placer, encontraba muy raramente su vigor; por más que fue chupado, por más que se le hizo, tuvo que retirarse en el mismo estado de desfallecimiento, y denostando y blasfemando contra la muchacha, tuvo que aplazar para otro momento más oportuno los placeres que la naturaleza le rechazaba a la sazón. No todo el mundo era tan desgraciado; el duque, que había pasado a su gabinete con Colombe, Zélamir, Brise-cul y Thérése, lanzó rugidos que demostraban su felicidad, y Colombe, que escupía con toda su fuerza en el momento de salir, no dejó la menor duda sobre el templo que había sido incensado. En cuanto al obispo, con las nalgas de Adélaïde sobre su nariz y la verga del hombre en su boca, se divertía haciendo lanzar pedos a lajoven, mientras Curval, de pie, haciendo soplar su enorme corneta a Hébé eyaculaba locamente. Se sirvió la cena. El duque sostuvo la tesis de que si la felicidad consistía en la completa satisfacción de todos los placeres de los sentidos, era muy difícil ser más feliz de lo que ellos eran. -Esta afirmación no es la de un libertino -dijo Durcet-. ¿Cómo puedes ser feliz, desde el momento en que puedes satisfacerte en todo momento? La felicidad no consiste en el_ goce, sino en el deseo, en romper los frenos que se oponen a ese deseo. Ahora bien, ¿se halla todo eso aquí, donde sólo tengo que desear para tener? En cuanto a mí, puedo jurar que desde que estoy aquí, mi semen no ha corrido ni una sola vez en homenaje a los objetos presentes. Sólo se ha derramado por los que no están, y por otra parte, creo, falta algo esencial para nuestra felicidad. Es el placer de la comparación, placer que sólo puede provenir del espectáculo de los desgraciados, y aquí no los hay. Es lo esencial para nuestra dicha. De la contemplación de aquel que no goza de lo que yo tengo y que sufre nace el encanto de poder decir: soy pues más feliz que él; allí donde los hombres sean iguales y donde esas diferencias no existan, la felicidad no existirá nunca. Es el caso de un hombre que sólo aprecia la salud cuando ha estado enfermo. -En este caso -dijo el obispo-, tú basarías un placer real en poder contemplar las lágrimas de aquellos que están abrumados por la miseria. -Por supuesto -contestó Durcet-. No hay en el mundo tal vez voluptuosidad más sensual que ésta de que has hablado. -¿Qué, sin aliviarla? - dijo el obispo, deseoso de que Durcet se extendiera sobre un tema tan del gusto de todos, y que era tan capaz de tratar a fondo. -¿Qué entiendes por aliviar? -dijo Durcet-. Pero la voluptuosidad que nace para mí de esa dulce comparación entre su estado y el mío no existiría si yo los aliviara, porque entonces, al sacarlos de su miseria, les haría gozó durante unos momentos de una felicidad que, al ponerlos a la par conmigo, eliminaría todo el goce de la comparación. -Bueno, según eso -dijo el duque-, sería preciso de alguna manera, para establecer mejor esta diferencia esencial de la felicidad, sería preciso, digo, agravar su situación. -Sin duda alguna -dijo Durcet-, y eso explica las infamias que se me han reprochado toda la vida. La gente que ignoraba mis motivos me llamaba duro, feroz y bárbaro, pero burlándose de todas sus denominaciones yo seguía mi camino, hacía, convengo en ello, lo que los mentecatos llaman atrocidades, pero establecía goces de comparaciones deliciosas, y era feliz. -Confiesa el hecho --lijo el duque- de que más de veinte veces hundiste a desgraciados para halagar en este sentido tus gustos perversos. -¿Más de veinte veces? -dijo Durcet-. Más de doscientas, amigo mío, y podría sin exageración citar a más de cuatrocientas familias reducidas hoy a la mendicidad y que no representan nada para mí. -¿Has sacado algún provecho de ellas, por lo menos? -preguntó Curval. -Casi siempre, pero a menudo también lo he hecho sólo por esta perversidad que casi siempre despierta en mí a los órganos de la lubricidad; haciendo el mal tengo erecciones, encuentro en el mal un atractivo lo bastante excitante como para despertar en mí todas las sensaciones del placer, y a él me entrego por él mismo, sin otro interés ajeno. -Ese gusto es el que mejor puedo concebir -dijo Curval-. Cien veces he dado mi voto cuando estaba en el Parlamento para hacer ahorcar a desgraciados que yo sabía eran inocentes, y nunca cometí esas pequeñas injusticias sin experimentar dentro de mí un cosquilleo voluptuoso, allá donde los órganos del placer de los testículos se inflaman pronto. Juzgad lo que he sentido cuando he hecho algo peor. -Es cierto -dijo el duque, que empezaba a calentarse manoseando a Zéphyr- que el crimen tiene suficiente encanto como para inflamar todos los sentidos sin que se esté obligado a echar mano de otros recursos, y nadie concibe como yo que las canalladas, incluso las más alejadas del libertinaje, puedan causar la erección como las que le son propias. Yo que os estoy hablando, he tenido erecciones robando, asesinando, incendiando, y estoy perfectamente seguro de que no es el objeto del libertinaje lo que nos anima, sino la idea del mal, y que en consecuencia es sólo por el mal por lo que tenemos erecciones y no por el objeto, de tal suerte que si el objeto estuviese desprovisto de la posibilidad de empujarnos a hacer el mal no tendríamos erecciones a causa de éste. -Nada es más cierto -dijo el obispo-, y de ahí nace la certidumbre del mayor placer por la cosa más infame y de cuyo sistema uno no debe apartarse, a saber, que cuanto más quiera uno suscitar el placer en el crimen, más necesario será que el crimen sea horrible, y en cuanto a mí, señores, si me es permitido citarme, os confieso que estoy a punto de no volver a experimentar esa sensación de que habláis, de no experimentarla, digo, por los pequeños crímenes, y si éste que cometo no reúne tanta negrura, tanta atrocidad, tanto engaño y traición como sea posible, la sensación ya no nace. -Bueno -dijo Durcet-, ¿es posible cometer crímenes tal como se conciben y como dices tú? En lo que a mí se refiere, confieso que mi imaginación siempre ha estado en eso más allá de mis medios; siempre he concebido más de lo que he realizado, y siempre me he quejado de la naturaleza que, al darme el deseo de ultrajar, me quitaba los medios de hacerlo. -Sólo se pueden cometer dos o tres crímenes en este mundo -dijo Curval-, y una vez cometidos, todo queda dicho. El resto es inferior y no se experimenta nada. Cuántas veces, ¡redios!, no he deseado que se pudiera atacar al sol, privar de él al universo o aprovecharlo para abrasar al mundo; esos serían crímenes, y no los pequeños extravíos a que nos entregamos que se limitan a metamorfosear al cabo del año a una docena de criaturas en montículos de tierra. Y con todo esto, como las cabezas se calentaban, lo que ya habían sufrido dos o tres muchachas, y las vergas empezaban a endurecerse, se levantaron de la mesa para ir a derramar en las lindas bocas los chorros de aquel licor cuyo picor demasiado fuerte hacía proferir tantos horrores. Aquella noche se limitaron a los placeres de la boca, pero inventaron cien maneras de variarlos, y cuando se hartaron fueron a tratar de buscar en algunas horas de descanso las fuerzas necesarias para volver a empezar. ---------------------------------------------------- NOVENA JORNADA La Duelos advirtió aquella mañana que creía prudente ofrecer a las muchachas otros blancos para el ejercicio de la masturbación que no fuesen los jodedores que se empleaban o bien que cesaran las lecciones, por considerar que las muchachas estaban suficientemente instruidas. Dijo, con mucha razón y verosimilitud, que emplear a aquellos jóvenes conocidos por el nombre de jodedores podía ser causa de intrigas que era prudente evitar, que además aquellos jóvenes, no valían absolutamente nada para aquel ejercicio, porque descargaban en seguida, y que ello redundaba en perjuicio de los placeres que esperaban los culos de aquellos señores. Se decidió, pues, que las lecciones cesaran, y tanto más cuanto que entre las muchachas había algunas que sabían menear las vergas de maravilla; Augustine, Sophie y Colombe hubieran podido medirse, por la habilidad y ligereza de sus muñecas, con las más famosas meneadoras de la capital. De todas ellas, Zelmire era la menos hábil: no porque no fuese rápida y diestra en todo lo que ella hacía, sino porque su carácter tierno y melancólico no le permitía olvidar sus penas y siempre estaba triste y pensativa. En la visita de la comida de aquel día, su dueña la acusó de haber sido sorprendida la noche anterior rezando a Dios antes de acostarse; fue llamada, se la interrogó y le preguntaron cuál era el tema de sus oraciones; al principio ella se negó a confesarlo, pero luego, al verse amenazada, confesó llorando que rogaba a Dios que la librase de los peligros que la acechaban y, sobre todo, que no se atentara contra su virginidad. El duque, entonces, le declaró que merecía la muerte, y le hizo leer el artículo del reglamento sobre esto. -Pues bien -dijo ella-, máteme. El Dios a quien invoco tendrá al menos piedad de mí, máteme antes de deshonrarme, y esta alma que le consagro por lo menos volará pura hasta su seno, me veré libre del tormento de ver y escuchar tantos horrores cada día. Una respuesta como ésta, tan llena de virtud, candor y amenidad, provocó unas prodigiosas erecciones en nuestros libertinos. Algunos opinaban que se la desvirgase inmediatamente, pero el duque, recordándoles los inviolables compromisos contraídos, se contentó con condenarla, de acuerdo con sus compañeros a un violento castigo para el sábado siguiente, y mientras tanto que se acercase de rodillas y chupara durante un cuarto de hora la verga a cada uno de ellos, con la advertencia de que en caso de reincidencia, sería juzgada con todo el rigor de las leyes y seguramente perdería la vida. La pobre niña cumplió la primera parte de la penitencia, pero el duque, a quien la ceremonia le había excitado, y que después del fallo le había manoseado prodigiosamente el culo, soltó villanamente todo su semen en aquella linda boquita, y amenazóla con estrangularla si rechazaba una sola gota, y la pobre desgraciada se lo tragó todo, no sin' una gran repugnancia. Los otros tres fueron chupados a su vez, pero no eyacularon nada, y después de las ceremonias ordinarias de la visita al aposento de los muchachos y a la capilla, que aquella mañana produjo tan poco porque casi todo el mundo había sido rechazado, comieron y pasaron al café. Este era servido por Fanny, Sophie, Hyacinthe y Zélamire; Curval imaginó joder a Hyacinthe sólo entre los muslos y obligar a Sophie a que se colocara entre los muslos de Hyacinthe y chupara la parte saliente de su pito. La escena fue agradable y voluptuosa, meneó e hizo descargar al hombrecillo en la nariz de la muchacha, y el duque, que a causa de la longitud de su verga, era el único que podía imitar esta escena, se despachó de la misma forma con Zélamire y Fanny, pero el joven todavía no eyaculaba, por lo cual se vio privado de un episodio muy interesante del que Curval gozaba. Después de ellos, Durcet y el obispo se las entendieron con los cuatro muchachitos y también se las hicieron chupar, pero ninguno descargó y, tras una corta siesta, pasaron al salón de los relatos donde ya se encontraba dispuesto todo el mundo, y la Duelos reanudó el hilo de sus narraciones: Con cualquier otro que no fuerais vosotros, señores -dijo esta amable mujer, temería tocar el tema de las narraciones que nos ocuparán toda esta semana, pero por crapuloso que sea, vuestros gustos me son demasiado conocidos para estar segura de que en vez de disgustaras os seré agradable. Escucharéis, os lo prevengo, porquerías abominables, pero vuestros oídos ya están acostumbrados a ello, vuestros corazones las aprueban y desean, y sin más demora entro en materia. En casa de la señora Fournier teníamos un antiguo cliente llamado el caballero, no sé por qué ni cómo, que solía venir todas las noches para una ceremonia tan sencilla como extraña: se desabrochaba la bragueta y era preciso que una de nosotras, por turno, cagara en sus calzones. Volvía a abrocharse inmediatamente y salía llevándose su paquete. Mientras se lo proporcionaban, nuestro hombre se meneaba la verga un rato, pero nunca se le vio eyacular y no se sabía a donde iba con su mojón así embraguetado. - ¡Oh! ¡Pardiez! -dijo Curval, que siempre que oía algo tenía ganas de hacerlo-. Quiero que alguien se cague en mis calzones y conservarlo durante toda la velada. Y ordenando a Louison que acudiera a hacerle este favor, el viejo libertino dio a la reunión la representación efectiva de aquello cuyo relato había escuchado. - ¡Vamos, sigue! -dijo flemáticamente a la Duelos, colocándose cómodo en su canapé-. Este asunto sólo incomodará a Aline, mi encantadora compañera en esta velada, en cuanto a mí, me acomodo a ello perfectamente. Y la Duelos prosiguió así: Prevenida, dijo, de todo lo que ocurriría con el libertino que me enviaban, me vestí de muchacho y, como sólo tenía veinte años, una hermosa cabellera y un lindo rostro, el atavío me sentaba maravillosamente. Antes de encontrarme con él, había tenido la precaución de hacer, en mis calzones, lo que el señor presidente acaba de hacerse en lo suyos. Mi hombre me esperaba en la cama, yo me acerco a él, me besa dos o tres veces muy lúbricamente en la boca, me dice que soy el más lindo muchachito que ha visto en su vida, y mientras tanto, sin dejar de piropearme, trata de desabrocharme los calzones. Yo me defiendo un poco, sólo con la intención de inflamar sus deseos, él insiste, logra sus propósitos, pero cómo describir el éxtasis que hace presa en él cuando ve el paquete que llevo y el embarrado de mis nalgas. - ¡Cómo, pequeño bribón! ¿Te has cagado en los calzones?... ¿Cómo puedes hacer tales cochinadas? Y dicho esto, teniéndome siempre de bruces y con los calzones bajados, se menea la verga, se agita, se echa sobre mi espalda y lanza su eyaculación sobre el paquete de caca, mientras hunde su lengua en mi boca. - ¡Eh! ¡Qué! -dijo el duque-. ¿No tocó nada, no manoseó nada de lo que sabes? - No, monseñor -contestó la Duclos-. Lo cuento todo y no oculto ningún detalle; pero tened un poco de paciencia y paulatinamente llegaremos a lo que os referís. -Vamos a ver a un tipo muy divertido -me dijo una de mis compañeras-. Ese no tiene necesidad de compañía, se divierte solo. Fuimos al agujero, enteradas de que en la habitación contigua, a donde tenía que dirigirse, había un orinal en el que se nos había ordenado que defecáramos durante cuatro días y que contenía por lo menos una docena de cagadas. Nuestro hombre llega; era un viejo arrendador de unos setenta años; se encierra, va derecho al orinal que sabe que contiene los perfumes cuyo goce ha pedido. Lo coge y, sentándose en un sillón, examina amorosamente durante una hora todas las riquezas de que se le ha hecho dueño; huele, toca, palpa, los saca uno tras otro para tener el placer de contemplarlos mejor. Finalmente, extasiado, saca de su bragueta un pellejo negro que sacude con todas sus fuerzas; con una mano menea y hunde la otra en el orinal, lleva a ese instrumento que se festeja un pasto susceptible de inflamar sus deseos; pero no se le empalma. Hay ocasiones en que hasta la naturaleza se muestra reacia ante los excesos que más nos deleitan. Por más que el hombre hizo, nada se levantó; pero a fuerza de sacudidas, hechas con la misma mano que acababa de ser hundida en los mismos excrementos, la eyaculación se produce, el hombre se envara, se tumba en la cama, huele, respira, frota su verga y descarga sobre el montón de mierda que también acaba de deleitarlo. Otro hombre cenó conmigo, y quiso que en la mesa hubiera doce platos llenos de los mismos manjares, mezclados con los de la comida. Los olió uno tras otro y me ordenó que, después de haber comido, le meneara la verga sobre el plato que le había parecido más apetecible. Un joven relator del Consejo de Estado pagaba por las lavativas que hacía; cuando me tocó, me administró siete seguidas con sus propias manos. Después de haberme administrado una, me hacía subir a una escalera doble, él se colocaba debajo y yo devolvía sobre su verga, que no dejaba de menearse, todo el líquido con que acababa de regar mis entrañas. Fácil es imaginar que aquella velada se dedicó toda a porquerías más o menos de la índole que acabamos de escuchar, y esto es más fácil de creer por cuanto este gusto era general en los cuatro amigos, y aunque Curval fue quien lo llevó más lejos, los otros tres no se quedaron cortos. Las ocho defecaciones de las muchachas fueron colocadas entre los platos de la cena, y en las orgías sin duda se fue todavía más allá en eso con los muchachos, y de este modo terminó el noveno día, cuyo fin se vio llegar con tanto más placer cuanto que creíase que al día siguiente escucharían sobre el tema que les gustaba otros tantos relatos mucho más detallados. ----------------------------- ------------------- DECIMA JORNADA (RECUERDA VELAR MEJOR AL PRINCIPIO LO QUE ACLARARAS AQUI) Cuanto más avanzamos, mejor podemos iluminar a nuestro lector sobre ciertos hechos que nos hemos visto obligados a velar al principio. Ahora, por ejemplo, podemos decirle cuál era el objeto de las visitas de la mañana a los aposentos de los muchachitos, la causa que obligaba a castigarlos cuando en estas visitas se encontraba a algunos culpables, y cuáles eran las voluptuosidades que se disfrutaban en la capilla: les estaba estrictamente prohibido a las personas de uno y otro sexo que fueran a los retretes sin un permiso expreso, a fin de que esas necesidades así retenidas pudieran servir a las necesidades de los que lo deseasen. La visita servía para enterarse acerca de si alguien había faltado a esta orden; el amigo que estaba de turno examinaba con cuidado todos los orinales de la habitación, y si hallaba uno que estuviera lleno, el culpable quedaba inmediatamente inscrito en el libro de los castigos. Sin embargo, se concedía una facilidad a aquellos, o aquellas que ya no podían aguantarse: podían ir unos momentos, antes de comer, a la capilla, donde se había instalado un retrete rodeado de manera que nuestros libertinos pudieran gozar del placer que la satisfacción de esta necesidad podía proporcionarles, y el resto que había podido aguantar el paquete, lo perdía en el transcurso del día de la manera que más gustaba a los amigos, y siempre seguramente de un modo acerca del cual se escucharán los detalles, ya que dichos detalles se referirán a todas las maneras de entregarse a esta nueva clase de voluptuosidad. Había todavía otro motivo que merecía castigo, y era éste: lo que se llama la ceremonia del bidet no agradaba precisamente a nuestros amigos; Curval, por ejemplo, no podía soportar que las personas que tenían tratos con él se lavasen; Durcet, compartía esta manía, por lo cual ambos avisaban a la dueña de las personas con las cuales preveían que se divertirían al día siguiente, y a estas personas se les prohibía absolutamente que efectuaran abluciones o frotamientos de la índole que fuera, y los otros dos, que no abominaban de esto, aunque no les fuera esencial como a los dos primeros, se prestaban a la ejecución de este episodio, y si después del aviso de estar impuro, un sujeto decidía estar limpio, quedaba al instante inscrito en la lista de los castigos. Tal fue el caso de Colombe y de Hébé esta mañana; ambas habían cagado la víspera en las orgías, y sabiendo que estarían de servicio a la hora del café del día siguiente, Curval, que contaba divertirse con las dos y que había avisado que las haría lanzar pedos, había recomendado que se dejaran las cosas en el estado en que se encontraban. Cuando las muchachas fueron a acostarse, no hicieron nada. Durante la visita, Durcet, avisado, quedó muy sorprendido al encontrarlas muy limpias; ellas se excusaron diciendo que se habían olvidado de ello, pero no por eso dejaron de ser inscritas en el libro de los castigos. Aquella mañana no se concedió ningún permiso para ir a la capilla. (El lector recordará en adelante lo que queremos decir). Preveíase demasiado la necesidad que se tendría de aquello por la noche durante el relato para no reservarlo todo para entonces. Aquel día se interrumpieron igualmente las lecciones de masturbación a los jóvenes; eran inútiles ya y todos sabían menearla como las más hábiles putas de París. Zéphyr y Adonis se distinguían sobre todo por su destreza y rapidez, y hay pocos pitos que no hubiesen eyaculado hasta la sangre meneados por sus manecitas, tan diestras como deliciosas. No hubo nada de nuevo hasta la hora del café; estaba servido por Giton, Adonis, Colombe y Hébé; estos cuatro niños estaban atiborrados de cuantas drogas pueden provocar ventosidades, y Curval que se había propuesto hacer peer, recibió pedos en gran cantidad. El duque se hizo chupar la verga por Giton, cuya boquita apenas podía contener el enorme miembro que se le presentaba. Durcet cometió pequeños horrores de su gusto con Hébé, y el obispo jodió a Colombe entre los muslos. Dieron las seis, se pasó al salón, donde, todo dispuesto, la Duelos empezó a contar !o que va leerse: Acababa de llegar a casa de la Fournier una nueva compañera que, por el papel que va a representar en el detalle de la pasión que sigue, merece que la describa al menos a grandes trazos. Era una joven modista, pervertida por el seductor del que os he hablado cuando la Guérin y que trabajaba también para la Fournier. Tenía catorce años, los cabellos castaños, los ojos marrones y llenos de fuego, el rostro más voluptuoso que sea posible ver, la piel blanca como el lirio y suave como el satén, bastante bien formada, aunque un poco gorda, ligero inconveniente que tenía por resultado el culo más rozagante y lindo, el más rollizo y blanco que haya existido en París. El hombre que le mandaron, como pude ver a través del agujero, la estrenaría, ya que la chiquilla era virgen, y seguramente por todos los lados. Un bocado como aquel sólo se entrega a un gran amigo de la casa: en aquel caso se trataba del viejo abad de Fierville, tan conocido por sus riquezas como por sus orgías, gotoso hasta la punta de los dedos. Llega todo infatuado, se instala en la habitación, examina todos los utensilios que le serán necesarios, lo prepara todo y llega la pequeña; la llamaban Eugénie. Un poco asustada de la figura grotesca de su primer amante, ella baja los ojos y se ruboriza. -Acércate, acércate -le dice el libertino-, y muéstrame tus nalgas. -Señor... -dice la niña, aturrullada. -Vamos, vamos -dice el viejo libertino-; no hay nada peor que estas pequeñas novicias; no conciben que uno desee ver un culo. ¡Vamos, arremángate, arremángate! Y la pequeña, temiendo disgustar a la Fournier, a la cual había prometido ser muy complaciente, se arremanga a medias por detrás. -Más arriba, más arriba -dice el viejo calavera-. ¿Crees que me voy a tomar ese trabajo yo mismo? Finalmente el bello culo aparece entero. El abad lo contempla, ordena a la muchachita que se mantenga erguida, luego le dice que se incline, le hace cerrar las piernas, luego que las mantenga abiertas y, apoyándola contra la cama, frota un momento con rudeza todas sus partes delanteras, que ha descubierto, contra el hermoso culo de Eugénie, como para electrizarse, como si quisiera atraer hacia sí un poco del calor de aquella bella criatura. De esto pasa a los besos, se arrodilla para hacerlo más cómodamente y, teniendo con sus dos manos las lindas nalgas lo más abiertas posible, acaricia los tesoros con los labios y la lengua. -No me han engañado --dijo-, tienes un hermoso culo. ¿Cuándo cagaste por última vez? -Hace un rato - contestó la pequeña-. La señora, antes de mandarme subir, me hizo tomar esta precaución. - ¡Ah! ¡Ah!... De manera que no tienes nada en el vientre... - dijo el libertino-. Bueno, vamos a comprobarlo. Y, tomando la jeringa, la llenó de leche, y regresó junto a la chiquilla, apunta, la cánula e inyecta la lavativa. Eugénie, que había sido prevenida, se presta a todo, pero apenas el remedio se halla dentro de vientre el viejo va a acostarse en el canapé, de bruces, ordena a Eugénie que se ponga a horcajadas sobre él y le eche toda la cosa en la boca. La tímida criatura se coloca como se le ha ordenado, empuja, el libertino empieza a masturbarse, con su boca fuertemente adherida al agujero para no perder una sola gota del precioso licor que suelta. Lo traga todo con gran cuidado, y apenas ¡lega al último trago, pierde el semen que lo sume en el delirio. ¿Pero qué es ese mal humor, esa repugnancia que hace Presa en todos los libertinos después de la caída de sus ilusiones? El abad, rechazando a la pequeña después de haber terminado, se abrocha, afirma que ha sido engañado al prometerle que se le haría cagar a aquella niña, que seguramente no había cagado nada y que él ha tragado la mitad de sus excrementos. Hay que puntualizar que el abad solo quería la leche. Rezonga, blasfema, lanza pestes, dice que no pagará nada, que no regresará jamás, que no vale la pena ir allá para pequeñas mocosas como aquélla, y se va, no sin antes soltar otras invectivas que ya encontraré ocasión de citar en otra pasión en la que constituyen su esencia y que aquí sólo son accesorias. - ¡Qué hombre más delicado pardiez! -dijo Curval-. ¡Enfadarse porque recibió un poco de mierda, cuando hay quienes se la comen! - ¡Paciencia! ¡Paciencia, monseñor! -dijo la Duclos-. Permitidme que mi relato siga el orden que habéis exigido y veréis que llegamos a los singulares libertinos a que habéis aludido. Dos días después me toco a mí. Como se me había avisado, me contuve durante treinta y seis horas. Mi héroe era un viejo capellán del rey, gotoso, como el precedente: una tenía que acercársele desnuda, pero con el coño y los pechos cuidadosamente cubiertos. Esto me había sido recomendado de una manera especial, tras haberme dicho que si el hombre, desgraciadamente, descubría algo de estas partes del cuerpo, no lograría nunca que descargara. Me acerco, él examina atentamente mi culo, me pregunta cuál es mi edad, si es verdad que tengo muchas ganas de cagar, de qué clase es mi mierda, si es blanca, sies dura y mil otras preguntas que parecían animarlo, porque poco a poco, mientras hablaba, su verga se levanta y me la muestra. Este pito de unas cuatro pulgadas de largo por dos o tres de circunferencia, a pesar de su animación,, tenía una aire tan humilde y lastimoso, que casi se necesitaba un lupa para advertir que existía; sin embargo, a requerimiento del hombre, la cojo y, advirtiendo que mis sacudidas excitaban sus deseos, se puso en situación de consumar el sacrificio. -¿Pero es de veras, pequeña, que tienes ganas de cagar? Porque no me gusta que me engañen; veamos, veamos si realmente hay mierda en tu culo. Y dicho esto, me hunde el dedo del medio de su mano derecha hasta mis cimientos, mientras que con la izquierda sostenía la erección que yo había suscitado en su verga. Aquel dedo buzo no tuvo necesidad de ir muy lejos para convencerse de la necesidad real que yo le había asegurado que experimentaba; apenas hubo tocado, fue presa del éxtasis. - ¡Oh, redios! -dijo-, no me ha engañado; la gallina va a poner y yo acabo de tocar el huevo. El disoluto, encantado, me besa el trasero y, al ver que yo lo apremio, porque ya no puedo aguantar más, me hace subir a una especie de armatoste muy semejante al que tenéis aquí en la capilla, señores; una vez allí, con mi culo perfectamente expuesto ante sus ojos, podía yo cagar en un orinal colocado un poco debajo de mí, a dos o tres dedos de su nariz. Este armatoste había sido hecho para él, y lo usaba con frecuencia, porque venía casi cada día a casa de la Fournier, para ocuparse tanto con extrañas como con mujeres de la casa. Un sillón colocado debajo del círculo que sostenía mi culo, era el trono del personaje. En cuanto me ve en esta postura, se sitúa en su lugar y me ordena que empiece. Viene el preludio de algunos pedos; los respira Finalmente aparece la mierda; se extasía y grita excitado: - ¡Caga, pequeña, caga, angel mío! ¡Hazme ver la mierda que sale de tu hermoso culo! Y ayudaba con sus dedos a que saliera, apretando el ano para facilitar la explosión; mientras tanto, se meneaba la verga, observaba, se embriagaba de voluptuosidad, y al transportarlo por fin el exceso de placer, sus gritos, sus suspiros, sus manoseos, todo me convencía de que llegaba el último episodio del placer, de lo cual me convenzo volviendo la cabeza y viendo su pito en miniatura descargar algunas gotas de esperma en el mismo orinal que acababa yo de llenar. Este se marchó sin mal humor, me aseguró incluso que me haría el honor de volver a verme, aunque yo estaba persuadida de lo contrario, pues sabía que nunca veía dos veces a la misma muchacha. - Comprendo perfectamente eso -dijo el presidente, que besaba el culo de Aline, su compañera de canapé-. Es preciso estar como estamos, es preciso verse reducido a la escasez que nos abruma para hacer cagar más de una vez un mismo culo. - Señor presidente -dijo el obispo-, tu voz entrecortada me demuestra que se te ha puesto dura. - ¡Ah! ¡Nada de eso! -dijo Curval-. Estoy besando la nalgas de tu hija, que ni siquiera ha tenido la amabilidad de soltar un simple pedo. - Tengo más suerte que tú -contestó el obispo-, porque tu mujer, que acaba de dedicarme la más bella y copiosa cagada... - ¡Silencio, señores, silencio! -dijo el duque, cuya voz parecía ahogada por algo que le cubría la cabeza-. ¡Silencio, pardiez! Estamos aquí para escuchar y no para obrar. -Es decir, no haces nada -repuso el obispo-. ¿Y es para escuchar para lo que te has instalado debajo de tres o cuatro culos? -Bueno, tiene razón. Prosigue, Duclos. Será más prudente para nosotros escuchar tonterías que hacerlas, hay que reservarse para luego. Iba la Duclos a proseguir sus relatos, cuando se oyeron los rugidos acostumbrados y las blasfemias corrientes de las descargas del duque, el cual, rodeado de su cuadrilla, perdía lubricamente su semen, excitado por Augustine, y haciendo con Giton, Zéphyr y Sophie pequeñas cochinadas, muy semejantes a las que salían en los relatos. - ¡Ah, santo Dios! -dijo Curval-. No puedo soportar esos malos ejemplos; no hay nada que haga descargar tanto como ver que alguien descarga, y he aquí a esa putita -dijo, dirigiéndose a Aline- que no podía hacer nada hace un rato y ahora hace todo lo que se quiere... No importa, me contendré... ¡Ah!, por más que cagues, puta, por más que cagues, no descargaré. -Veo bien, señores - dijo la Duclos-, que después de haberos pervertido corre de mi cuenta volveros a la razón, y para lograrlo voy a reanudar mi relato, sin esperar vuestras órdenes. - ¡Oh, no, no! -dijo el obispo-. Yo no soy tan reservado como el señor presidente; el semen me pica y tengo que soltarlo. Y tras haber dicho esto, se le vio hacer delante de todo el mundo ciertas cosas que el orden que nos hemos prescrito no nos permite revelar todavía, pero cuya voluptuosidad hizo derramar pronto el esperma que bullía en sus cojones. Durcet, entregado completamente al culo de Thérèse, no oyó nada, y puede creerse que la naturaleza le negaba lo que concedía a los otros, porque no permaneció mudo generalmente cuando le concedía sus favores. La Duclos, al ver que reinaba la calma prosiguió el relato de sus lúbricas aventuras: Un mes después, vi a un hombre que casi era preciso violar para una operación muy semejante a la que acabo de contar. Cago en un plato y se lo coloco bajo la nariz, en el sillón donde se encontraba instalado leyendo un libro, como si no hubiese advertido mi presencia. Me insulta, me pregunta cómo soy tan insolente para hacer semejantes cosas delante de él, pero cuando huele la mierda la mira y la manosea, yo me excuso por haberme tomado tal libertad, él sigue diciéndome tonterías y acerca la mierda a su nariz, no sin decirme que ya volveríamos a vernos otra vez y que sabría cómo las gastaba. Un cuarto personaje sólo empleaba para semejantes fiestas a viejas de setenta años; lo vi actuar con una que tenía por lo menos ochenta. Estaba acostado en un canapé, la matrona, a horcajadas encima de él, le soltó el paquete sobre el vientre, mientras le meneaba una vieja y arrugada verga que casi no descargó nada. En casa de la señora Fournier había otro mueble bastante singular: era un especie de silla agujereada en la que un hombre podía instalarse de tal manera que su cuerpo aparecía en otra habitación y su cabeza se encontraba en el lugar del orinal. Yo estaba a su lado, arrodillada entre sus piernas y chupándole entretanto la verga con gran afición. Esta singular operación consistía en que un hombre del pueblo, alquilado para eso, y sin saber a ciencia cierta qué hacía, entrase por el lado donde estaba el asiento de la silla, se sentase encima y soltase su paquete de mierda, el cual caía a bocajarro sobre la cara del paciente que yo trataba; pero era necesario que aquel hombre fuese precisamente de baja condición y crapuloso; era preciso, además, que fuese viejo y feo, sin lo cual no era aceptado por el cliente, quien lo veía antes de la operación. No vi nada, pero lo oí todo: el instante del choque fue el de la eyaculación de mi hombre, su semen se disparó hacia mi gaznate a medida que la mierda le cubría el rostro, y lo vi salir de la habitación en un estado que me confirmó que lo habían servido bien. El azar, una vez terminada la representación, me hizo topar con el gentilhombre que acababa de actuar; era un bueno y honrado auvernés un peón albañil que estaba encantado de haberse ganado un escudo con una ceremonia que le había aliviado el vientre y le resultaba más dulce y agradable que cargar la gaveta. Era espantosamente feo y' debía tener más de cuarenta años. -Reniego de Dios -dijo Durcet-. Eso es. Y, tras haber dicho esto, pasó a su gabinete con el más viejo de los jodedores, Thérése y la Desgranges. Unos minutos después se le oyó rebuznar, y al regresar, no quiso comunicar a la compañía los excesos a los que se había entregado. Se sirvió una cena que por lo menos fue tan libertina como de costumbre. Como los amigos, habían tenido la idea, después de aquella cena, de ir cada uno por su lado, en vez de divertirse juntos unos momentos, como tenían por costumbre hacer, el duque ocupó el tocador del fondo con Hercule, la Martaine, su hija Julie, Zelmire, Hébé, Zelamire, Cupidon y Marie. Curval se apoderó del salón de los relatos con Constance, que se estremecía cada vez que tenía que encontrarse con él, y a la que estaba lejos de tranquilizar, con Fanchon, la Desgranges, Brise-cul, Augustine, Fanny, Narcisse y Zéphyr. El obispo pasó al salón de reuniones con la Duelos, quien aquella noche fue infiel al duque para vengarse de la infidelidad que cometía él llevándose a la Martaine, con Aline, Bande-au-ciel, Thérèse, Sophie, la encantadora muchachita Colombe, Céladon y Adonis. Durcet se quedó en el comedor, tras quitar las mesas, donde se extendieron alfombras y colocaron cojines. Se encerró allí, digo, con Adélaïde, su querida esposa, Antinoüs, Louison, Champville, Michette, Rosette, Hyacinthe y Giton. Un recrudecimiento de lubricidad, más que otra causa, había sin duda dictado aquel arreglo, porque las cabezas se calentaron tanto durante aquella velada, que por unanimidad nadie se acostó, y resulta difícil imaginar cuántas suciedades e infamias hubo en cada habitación. Al amanecer quisieron regresar a la mesa, aunque se había bebido mucho durante la noche, fueron al comedor en tropel, mezclados, y las cocineras que fueron despertadas prepararon huevos revueltos, chincara, sopa de cebolla y tortillas. Volvieron a beber, pero Constance era presa de una tristeza que nada podía calmar. El odio de Curval contra ella crecía al mismo tiempo que su vientre, como había podido comprobar durante las orgías de aquella noche, pero aunque él no la había golpeado, porque se había convenido que la dejarían engordar en paz, la había colmado de malos tratos; ella quiso quejarse de esto a Durcet y al duque, su padre y su marido, pero éstos la mandaron al diablo y le dijeron que debía tener algún defecto desconocido para ellos que disgustaba al más virtuoso y honrado de los humanos; eso fue, todo lo que ella obtuvo. Tras esto, fueron a acostarse. --------------------------------------------- UNDECIMA JORNADA Se levantaron muy tarde y, suprimiendo aquel día todas las ceremonias usuales, se sentaron a la mesa al levantarse de la cama. El café, servido por Giton, Hyacinthe, Augustine y Fanny, fue bastante tranquilo, aunque Durcet se empecinó en que Augustine lanzara pedos y el duque trató de meter su verga en la boca de Fanny. Pero como del deseo a su realización, para aquellos personajes, no había más que un paso, fueron satisfechos; felizmente Augustine iba preparada y pudo lanzar una docena de pedos en la boca del pequeño financiero que casi tuvieron la virtud de ponérsela dura. En cuanto a Curval y al obispo, se limitaron a manosear las nalgas de los dos muchachitos, y se pasó al salón de los relatos. -Mira, -me dijo un día la pequeña Eugénie, que empezaba a familiarizarse con nosotras, y a quien seis meses de burdel habían hecho más linda-, mira, Duclos -me dijo, levantándose las faldas-, cómo quiere la Fournier que tenga el culo todo este día. Y diciendo esto me hizo ver una capa de mierda de una pulgada de espesor que cubría el bonito agujerito de su culo. -¿Y qué quiere que hagas con eso? -le pregunté. -Es para un viejo caballero que vendrá esta noche -contestó ella- y desea ver mierda en mi culo. -Bueno -contesté-, quedará contento, porque es imposible tener más. Y la muchacha me dijo que, después de haber cagado, la Fournier se había encargado de esparcirle la mierda. Llena de curiosidad por ver aquella escena, cuando llamaron a la linda criatura corrí al agujero. Era un monje, pero de los de categoría; pertenecía a la orden de Císter, gordo, alto, vigoroso y frisaba en los sesenta años. Acaricia a la niña, la besa en la boca, y tras haberle preguntado si iba muy limpia, le levanta las faldas para verificar un estado constante de limpieza que Eugénie le había asegurado, aunque ella sabía muy bien que era todo lo contrario, pero le habían dicho que hablara así. - ¡Cómo, pequeña bribona! -le dijo el monje, viendo cómo estaba la cosa-. ¿Cómo te atreves a decirme que vas limpia con un culo como ése lleno de mierda? Hace más de quince días por lo menos que no te has limpiado el culo; eso me apena de veras; pero como lo quiero ver limpio, será necesario que me ocupe yo mismo del asunto. Y dicho esto, apoya a la muchacha contra la cama y, arrodillándose, le abre las dos nalgas con las manos. Al principio parecía que sólo deseaba observar la situación, se muestra sorprendido, poco a poco se acerca, con la lengua arranca pedazos, sus sentidos se inflaman, su verga se levanta, la nariz, la lengua, la boca, todo parece trabajar a la vez, su éxtasis parece tan delicioso que apenas puede hablar y el semen sube por fin; coge su verga, la menea y, descargando, termina de limpiar tan completamente aquel ano, que nadie hubiera dicho que hubiese estado tan sucio poco antes. Pero el libertino no se quedó allí y aquella voluptuosa manía no era para él más que el prólogo; se levanta, besa otra vez a la chiquilla, le muestra un gordo y feo culo y le ordena que lo sacuda y socratice, operación que tiene por consecuencia ponérsela dura de nuevo, entonces se apodera del culo de mi compañera, lo colma con nuevos besos, y como lo que hizo luego no es de mi incumbencia ni encaja en estos relatos preliminares, estaréis de acuerdo en que deje a la señora Martaine que os hable de los extravíos de un miserable que ella conoció demasiado bien, y Para evitar las preguntas que me podríais hacer, señores, a las cuales no me sería permitido contestar, de acuerdo con vuestras leyes, paso a otro detalle. - ¡Sólo una cosa, Duclos! -dijo el duque-; hablaré con palabras disimuladas para que tus respuestas no infrinjan nuestras leyes. ¿El monje la tenía gorda y era la primera vez que Eugénie...? -Sí, monseñor, era la primera vez, y el monje la tenía casi tan gorda como vos. - ¡Ah, joder! -dijo Durcet-. ¡Qué hermosa escena! ¡Cómo me hubiera gustado verla! Quizás hubierais tenido la misma curiosidad -dijo la Duelos, prosiguiendo su relatopor el personaje que pasó por mis manos algunos días después. Provista de un orinal que contenía ocho o diez cagadas de diversas procedencias (le hubiera molestado mucho saber quiénes eran sus autores), era preciso que mis manos le Trotasen todo el cuerpo con esa aromática pomada. Nada fue respetado, ni siquiera la cara, y cuando llegué a la verga que se estaba meneando al mismotiempo, el infame cerdo, que se contemplaba complacido ante un espejo, me dejó en las manos las pruebas de su triste virilidad. Y he aquí, señores, que finalmente se rendirá homenaje en el verdadero templo. Se me había avisado que estuviese lista, estuve aguantándome durante dos días. Esta vez se trataba de un comendador de la orden de Malta que, para esta operación, se ocupaba todos los días con una muchacha diferente; la escena se desarrollaba en su casa. - ¡Qué hermosas nalgas! -me dijo, besando mi trasero-. Pero, niña, -prosiguió- tener un bello culo no lo es todo, además es preciso que ese bello culo cague. ¿Tienes ganas? - ¡Tantas que casi me muero, señor! -le contesté. - ¡Oh, pardiez, es delicioso! -dijo el comendador-. Esto es servir bien a la clientela ¿Pero no desearías cagar, pequeña, en el orinal que te voy a traer? -A fe mía, señor -le contesté-, tengo tantas ganas que cagaría en cualquier parte, hasta en su boca... - ¡Ah, en mi boca! ¡Eres una chiquilla deliciosa! Bueno, mi boca será el único orinal que os ofreceré. - ¡Oh! Bien, dádmela, señor, dádmela de prisa -respondí-, porque ya no aguanto más. Se instala, me pongo a horcajadas sobre él, le meneo la verga, él sostiene mis caderas con las manos y recibe, trozo a trozo, lo que voy depositando en su pico. Mientras tanto, se extasía, mi puño apenas bastaba para hacer surgir los chorros de semen que pierde; sigo meneándosela, termino de cagar, nuestro hombre se encuentra en el séptimo cielo y dejo satisfecho de mí a quien por lo menos tiene la amabilidad de hacer decir a la Fournier que le mande otra muchacha al día siguiente. El que sigue, con más o menos los mismos episodios, añadía el de conservar la caca en la boca más rato. La convertía en líquido, se enjuagaba con ello la boca y luego la escupía. Un quinto personaje tenía un capricho más extraño aún, si es posible, quería cuatro cagadas sin una sola gota de orina en el orinal. Se le encerraba solo en la habitación donde se encontraba su tesoro, nunca tomaba a ninguna mujer con él, y era preciso tener buen cuidado de que todo estuviera bien cerrado, para que no pudiera ser visto desde ninguna parte, entonces operaba, pero me resulta imposible deciros, señores, qué hacía, porque nunca nadie lo vio; todo lo que se sabe es que cuando se regresaba a la habitación después de haber él salido, se encontraba el orinal muy vacío y muy limpio; pero lo que hacía de las cuatro cagadas, creo que ni el mismo diablo hubiera podido contestar. Podía arrojarlas a otro sitio pero tal vez hacía con ellas otra cosa. Lo que puede hacer pensar que no hacía con la mierda ninguna otra cosa que podríais sospechar, es que dejaba a la Fournier el cuidado de proporcionarle las cuatro cagadas sin jamás informarse de dónde venían y sin hacer nunca sobre ellas la menor recomendación. Un día, para ver si lo que íbamos a decirle lo alarmaría, alarma que hubiera podido darnos alguna pista sobre la suerte de las cagadas, le dijimos que los mojones de excremento que se le habían dado aquel día procedían de personas enfermas y atacadas de viruela. Se echó a reír con nosotras, sin enfadarse, lo que es verosímil sin embargo que hubiese hecho si hubiese empleado los mojones en otra cosa distinta a la de tirarlos. Cuando algunas veces queríamos llevar más lejos nuestras preguntas nos hacía callar, y nunca supimos más. Es todo lo que tengo que deciros por esta noche -dijo la Duelos-, y espero que mañana podré entrar en un nuevo orden de cosas, por lo menos en lo que respecta a mi existencia; pues en lo que atañe a ese gusto encantador que idolatráis, os podré entretener, señores, todavía durante dos o tres días, por lo menos. Las opiniones se dividieron acerca de la suerte de los mojones de excrementos del hombre de quien se había hablado, y mientras argumentaban, hicieron hacer algunos; y el duque, que deseaba que todo el mundo viera cómo le gustaba la Duelos, hizo ver a toda la reunión la manera libertina en que se divertía con ella y la facilidad, destreza y prontitud acompañada de las frases más ingeniosas con que lo satisfacía ella. La cena y las orgías fueron bastantes tranquilas, y como no hubo ningún acontecimiento notable hasta la velada que siguió, empezaremos la historia de la duodécima jornada por los relatos con que la Duelos lo distrajo. ---------------------------- -------------- DUODECIMA JORNADA El nuevo estado en el que voy a entrar - dijo la Duelos- me obliga, señores, a referirme a mi persona; uno se imagina mejor los placeres que se describen cuando la persona que los facilita es conocida. Yo acababa de cumplir veintiún años. Era morena, pero mi tez, a pesar de esto, era de una agradable blancura. La abundante cabellera que cubría mi cabeza descendía en ondulantes bucles naturales hasta la parte inferior de mis muslos. Tenía los ojos que podéis ver y siempre se han juzgado lindos. Tenía un talle, lleno, pero grácil y esbelto. Por lo que se refiere a mi trasero, esta parte tan interesante para los libertinos de hoy, todo el mundo lo consideraba superior a todo lo que puede verse de más sublime al respecto, y pocas mujeres en París lo tenían tan bien formado; era lleno, redondo, blando y rollizo, sin que su gordura disminuyese en nada su elegancia, el más leve movimiento ponía al descubierto en seguida esta pequeña rosa que estimáis tanto, señores, y que yo pienso como vosotros, es el atractivo más delicioso de una mujer. Aunque hacía mucho tiempo que me entregaba al libertinaje, era imposible ser más lozana, tanto a causa del buen temperamento que me había dado la naturaleza como por mi extrema cordura sobre los placeres que podían echar a perder mi lozanía o perjudicar a mi temperamento. Los hombres me gustaban poco y sólo había tenido un afecto; únicamente mi cabeza era libertina, pero lo era extraordinariamente, y después de haberos descrito mis atractivos justo es que os entretenga un poco con mis vicios. He amada a las mujeres, señores, no lo oculto. Pero no en el grado en que las amaba mi querida compañera, la señora Champville, quien os dirá, sin duda, que se ha arruinado por ellas, pero yo siempre las he preferido a los hombres en mis placeres, y lo que ellas me proporcionaban tuvo siempre sobre mis sentidos un poder más fuerte que las voluptuosidades masculinas. Aparte de eso, he tenido el defecto de que me gusta robar: es inaudito hasta qué punto he llevado esta manía. Completamente convencida de que todos los bienes deben ser iguales en la tierra y que sólo la fuerza y la violencia se oponen a esa igualdad, primera ley de la naturaleza, he tratado de corregir la suerte y de restablecer el equilibrio lo mejor que me ha sido posible. Y sin esta maldita manía tal vez me encontraría aún con el bienhechor mortal del cual os hablaré. -¿Y has robado mucho en tu vida? -le preguntó Durcet. -De un modo asombroso, monseñor; si no hubiese gastado siempre lo que robaba, hoy sería una mujer muy rica. -¿Pero robabas con agravantes? -preguntó Durcet-. ¿Con rotura de puerta, abuso de confianza, engaño manifiesto? -Hubo de todo -contestó la Duclos-; no creía tener que detenerme en tales detalles, a fin de no interrumpir el orden de mi relato, pero como advierto que esto puede divertiros, no me olvidaré de estos pormenores en lo sucesivo. A este defectose me ha reprochado siempre añadir otro, el tener mal corazón. ¿Pero es mía la culpa? ¿No se debe a la naturaleza que tengamos nuestros vicios así como nuestras perfecciones? ¿Y puedo acaso reblandecer este corazón mío que ella ha hecho insensible? No recuerdo haber llorado nunca por mis males y menos aún por los de los otros, amé a mi hermana, y su pérdida no me causó la menor pena, habéis sido testigos de la tranquilidad con la que me he enterado de su desaparición. A Dios gracias vería hundirse el universo sin derramar una sola lágrima. -Así hay que ser -dijo el duque-. La compasión es la virtud de los tontos, y si se analiza bien, se advierte que sólo ella es la causa de que mengüen nuestras voluptuosidades. Pero con este defecto debes haber cometido crímenes, porque la insensibilidad conduce a ellos directamente. - Monseñor -contestó la Duclos-, las reglas que habéis prescrito para nuestros relatos me privan de enteraros acerca de muchas cosas; habéis dejado ese cuidado a mis compañeras. Sólo puedo deciros lo siguiente: cuando ellas se describan como unas criminales, tened la seguridad de que yo nunca he sido mejor que ellas. -He aquí, lo que se llama hacerse justicia -dijo el duque-. Vamos, prosigue; es preciso contentarse con lo que nos digas, puesto que te hemos limitado nosotros mismos, pero recuerda que a solas conmigo no te perdonaré estas leves faltas de conducta. -No os ocultaré nada, monseñor. Y ojalá podáis, después de haberme escuchado, no arrepentiros de haber concedido un poco de benevolencia a un sujeto tan malo. Y prosigo: A pesar de todos estos defectos, y más que nada el de desconocer completamente el sentimiento humillante del agradecimiento, que yo sólo aceptaba como un peso injurioso sobre la humanidad, y que degrada completamente al orgullo que hemos recibido de la naturaleza, con todos estos defectos, digo, mis compañeras me querían y era la más buscada por los hombres. Esta era mi situación cuando un arrendador general llamado d'Aucourt llegó para una juerga a la casa de la Fournier; como era uno de sus clientes, aunque más bien para muchachas de fuera que para las de nuestro burdel, se tenían grandes miramientos con él, y la señora, que deseaba que lo conociéramos, me avisó con dos días de anticipación para que le guardara lo que sabéis y que le gustaba más que a ninguno de los otros hombres que había yo conocido, podréis juzgarlo por lo que viene: d'Aucourt llega y, tras haberme contemplado, regaña a la Fournier por no haberle proporcionado antes una criatura tan linda. Le doy las gracias por su gentileza, y subimos. D'Aucourt era un hombre de unos cincuenta años, alto y gordo, pero con un rostro agradable, con ingenio, y, cosa que me agradaba mucho en él, de una dulzura y buen carácter que me encantaron desde el primer momento. -Debes tener el culo más hermoso del mundo -me dijo d'Aucourt, atrayéndome hacia él y metiéndome la mano por debajo de las faldas que al punto dirigió al trasero-. Soy un buen conocedor y las muchachas de tu tipo tienen casi siempre un hermoso culo. ¡Y bien! ¡no lo decía yo! -prosiguió diciendo, después de haberme palpado unos momentos-. ¡Qué fresco y redondo! Y, haciéndome dar vuelta rápidamente y levantándome las faldas hasta las caderas, se puso a examinar el altar al que se dirigían sus deseos. - ¡Pardiez! -exclamó-. Es verdaderamente uno de los más bellos culos que he visto en mi vida, y he visto muchos... ¡Abre! Veamos esta fresa... déjame chuparla... devorarla.., es realmente un culo muy hermoso... Bueno, dime, pequeña... ¿no te han avisado...? -Sí, Señor. -¿Te han dicho que quiero que cagues? -Sí, señor. - ¿Pero... tu salud? -prosiguió el financiero. - ¡Oh! es excelente, señor. -Es que yo voy un poco lejos -continuó el arrendador general-y si no estuvieras muy sana, me arriesgaría. -Señor -le contesté-, puede hacer absolutamente todo lo quiera, le respondo de mí como de un niño recién nacido; puede usted obrar con toda tranquilidad. Después de este preámbulo, d'Aucourt hizo que me inclinara hacia él, siempre con las nalgas separadas, y pegando su boca a la mía, chupó mi saliva durante un cuarto de hora; descansaba para lanzar algún "¡joder!" y volvía a su amoroso chupar. -Escupe, escupe dentro de mi boca - me decía de vez en cuando-. Llénamela bien de saliva. Y entonces sentí su lengua que giraba en torno a mis encías, que se hundía tanto como podía y parecía atraer todo lo que encontraba en mi boca. - ¡Vamos! -dijo-. Se me ha puesto dura, manos a la obra. Entonces volvió a dedicarse a mis nalgas, tras ordenarme que animara su pito. Puse al descubierto un pequeño y gordo instrumento de cinco pulgadas de largo por tres de grueso, muy duro y enfurecido. -Quítate las faldas -me dijo d'Aucourt-, yo me quitaré los calzones, es necesario que tanto tus nalgas como las mías estén -descubiertas para la ceremonia que vamos a realizar. Luego, tras verse obedecido, dijo: -Levanta la camisa bajo el corsé y muestra bien el trasero... Acuéstate de bruces en la cama. Entonces él se sentó en una silla y se puso de nuevo a acariciar mis nalgas, cuya contemplación, al parecer, lo extasiaba; en una ocasión las apartó y sentí que su lengua penetraba profundamente, para verificar, dijo, de una manera incontestable si era verdad que la gallina tenía ganas de poner; utilizo sus mismas palabras. Sin embargo, yo no lo tocaba, él mismo agitaba ligeramente su pequeño y seco miembro que yo acababa de poner al descubierto. -Vamos, pequeña -dijo-, manos a la obra; la mierda está a punto, la he sentido, no olvides que tienes que cagar poco a poco y esperar siempre que haya devorado un pedazo antes de producir otros; mi operación es larga, pero no la apresures. Un golpecito sobre las nalgas te avisará de que tienes que empujar, pero siempre lentamente. Tras haberse instalado lo más cómodamente posible cerca del objeto de su culto, pega la boca al ojete y yo le largo un pedazo de mierda del tamaño de un pequeño huevo. El lo chupa, lo revuelve una y mil veces dentro de su boca, lo masca, lo saborea y al cabo de dos o tres minutos veo claramente que lo traga; empujo de nuevo, se efectúa la misma ceremonia, y como mis ganas eran prodigiosas, diez veces seguidas su boca se llena y se vacía, sin que en ningún momento parezca hartarse. -Se terminó, señor -le digo, finalmente-; ahora empujaría inútilmente. -Sí, pequeña dijo-. ¿Has terminado? Entonces es preciso que yo descargue, sí, que descargue sacudiendo tu hermoso culo... ¡Oh! ¡rediós! ¡Qué placer me das! Nunca había comido mierda más deliciosa, se lo aseguraría al mundo entero ¡Dame, dame, angel mío, dame este hermoso culo, para que lo chupe, para que lo devore una vez más! Y hundiendo un palmo de lengua y masturbándose él mismo, el libertino esparce su semen sobre mis piernas, no sin que un tropel de palabras groseras y de juramentos necesarios, al parecer, completaran su éxtasis. Cuando hubo terminado, se sentó, hizo que me colocase cerca de él y, comtemplándome con interés, me preguntó si no estaba cansada de la vida del burdel y si no me gustaría encontrar a alguien que desease apartarme de aquella casa; viéndolo cazado, me hice la difícil, y para ahorraros pormenoresque os aburrirían, sólo diré que, al cabo de una hora de discusión, me dejé persuadir y decidióse que a partir del día siguiente me trasladaría a vivir a su casa, con una paga de veinte luises mensuales y la manutención; que, como era viudo, yo podría ocupar sin inconvenientes un entresuelo de su palacio; que allí tendría una sirvienta y la compañía de tres amigos suyos y de sus queridas, con los cuales él se reunía para cenas libertinas cuatro veces por semana, ora en casa de uno, ora en casa de otro; que mi única ocupación consistiría en comer mucho, y siempre lo que él ordenara que me fuese servido, porque al hacer lo que hacía era esencial que me hiciese alimentar a su manera, que comiera bien, digo, que durmiera bien para que mis digestiones fuesen regulares, que debería purgarme todos los meses y cagar dos veces diarias en su boca; que hacerlo dos veces no debía asustarme, porque llenándome de comida, como haría, seguramente tendría ganas de hacerlo tal vez tres veces en lugar de dos. El financiero, como prenda de lo convenido, me regaló un hermoso diamante, me besó, me dijo que me pusiera de acuerdo con la Fournier y que estuviera lista al día siguiente por la mañana, en que vendría a buscarme él mismo. Mis despedidas pronto estuvieron hechas; mi corazón no experimentaba ninguna pena, porque ignoraba el arte de querer, pero mis placeres echarían de menos a Eugénie, con la cual mantenía desde hacía seis meses relaciones muy íntimas. Finalmente partí. D'Aucourt me recibió maravillosamente y me instaló él mismo en el lindo aposento donde debería vivir, y pronto me encontré perfectamente establecida. Estaba condenada a hacer cuatro comidas, de las cuales se suprimían muchas cosas que me apetecían, tales como pescado, ostras, embutidos, huevos y toda clase de productos de la leche; pero la falta de todo esto quedaba tan bien compensada que en verdad no podía quejarme. La base de mi alimentación consistía en una gran variedad de carne de ave y de caza preparada de muchas maneras, poca carne de vacuno, ningún tipo de grasa, muy poco pan y fruta. Era necesario comer de todo esto por la mañana y por la tarde, sin pan, que en los últimos tiempos me fue completamente suprimido, como también tuve que prescindir de la sopa. El resultado de tal dieta, como lo había previsto d'Aucourt, eran dos defecaciones diarias, muy blandas y, según él, de un sabor muy exquisito, lo que no se hubiera logrado con una comida ordinaria; debía ser verdad, esto, porque el hombre era un entendido en este asunto. Nuestras operaciones se efectuaban a la hora de levantarse y de acostarse. Los detalles eran poco más o menos los que he descrito: empezaba siempre por chupar durante largo tiempo mi boca, que era necesario ofrecerle en su estado natural y sin lavarla nunca; sólo podía enjuagármela después. Por otra parte, el hombre no eyaculaba cada vez; nuestro arreglo no exigía ninguna fidelidad por parte de él. D'Aucourt, me tenía en su casa como un plato fuerte, como la tajada de buey, pero no por esto dejaba de salir a divertirse cada mañana en otra parte. Dos días después de mi llegada, vinieron a cenar sus compañeros de juerga, y como cada uno de los tres tenía, dentro de la manía que analizamos, una característica especial, seguramente aprobaréis, señores, que me dedique un poco a contar las fantasías a las que se entregaban. Los invitados llegaron. El primero era un viejo consejero del Parlamento, hombre de unos sesenta años, llamado d'Erville; tenía por amante a una mujer de cuarenta, muy hermosa, cuyo único defecto era cierta gordura; se llamaba la señora de Cange. El segundo era un militar retirado de cuarenta y cinco años que se llamaba Desprès, su amante era una linda criatura de veintiséis años, rubia, con el más hermoso cuerpo que pueda verse; se llamaba Marianne. El tercero era un viejo abad de sesenta años llamado Du Coudrais, y cuya amante era un lindo doncel de dieciséis años, bello como el día, y que hacía pasar por sobrino suyo. Se cenaba en el entresuelo, del cual yo ocupaba una parte; la cena fue tan alegre como exquisita, y observé que la señorita y el doncel estaban sometidos más o menos a la misma dieta que yo. Los caracteres se manifestaron libremente durante la cena; era imposible ser más libertino de lo que era d'Erville, sus ojos, sus frases, sus gestos, todo anunciaba el desenfreno, todo delataba al libertinaje; Desprès parecía un hombre tranquilo, pero la lujuria era también el eje de su vida; en cuanto al abad, era el más completo ateo que se pueda ver: las blasfemias volaban de sus labios en cada palabra; respecto a las señoritas, imitaban a sus amantes, eran charlatanas y no obstante de un trato agradable; el doncel me pareció tan tonto como guapo era; y la Cange, que parecía estar un poco prendada de él, por más que le lanzaba de vez en cuando tiernas miradas, no obtenía ningún resultado. Toda la compostura se desvaneció a la hora de los postres, en los que las palabras se volvieron tan sucias como las acciones: d'Erville felicitó a d'Aucourt por su nueva adquisición y le preguntó si yo tenía un culo hermoso y si cagaba bien. - ¡Pardiez -le contestó mi financiero-, podrás comprobarlo cuando se te antoje! ¡Ya sabes que entre nosotros los bienes son comunes y que nos prestamos de buena gana tanto nuestras queridas como nuestras bolsas. -¡Ah, pardiez! -contestó d'Erville-. ¡Acepto! Y cogiéndome al momento de la mano me propuso que pasara a un gabinete. Como yo dudaba, la Cange me dijo, descaradamente: -¡Vaya, vaya, señorita, nada de remilgos! Durante su ausencia, yo me cuidaré de su amante. Y como d'Aucourt, a quien yo consulté con la mirada, me dirigió un gesto de aprobación, seguí al viejo consejero. El es, señores, el que nos va a ofrecer los dos o tres siguientes episodios de la inclinación de que tratamos y que deben componer la mayor parte de mi relato de esta noche. En cuanto estuve encerrada con d'Erville, que estaba muy excitado por los vapores de Baco, me besó en la boca con gran entusiasmo y me lanzó tres o cuatro hipos de vino de Ai que casi me hicieron vomitar lo que, por otra parte, parecía tener ganas de ver salir. Me arremangó, examinó mi trasero con toda la lubricidad de un libertino consumado y luego me dijo que ya no le sorprendía la elección de d'Aucourt, porque yo tenía uno de los más bellos culos de París. Me rogó que debutara con algunos pedos, y cuando hubo recibido media docena, volvió a besarme en la boca, mientras me manoseaba y me abría con fuerza las nalgas. -¿Tienes ganas? -me preguntó. -Muchas -contesté. - ¡Y! Muy bien, hermosa niña -me dijo-, caga en este plato. A este efecto había traído, uno de porcelana blanca, que sostuvo mientras yo empujaba y él examinaba con atención cómo salía la cagada de mi culo, espectáculo delicioso que lo embriagaba, decía, de placer. Cuando hube terminado, recogió el plato, respiró con delicia el delicioso manjar que contenía, tocó, besó, olfateó el mojón y luego, diciendo que no aguantaba más y que la lubricidad lo embriagaba- ante la contemplación de un pedazo de mierda más delicioso que ninguno de los que había visto nunca en su vida, me rogó que le chupara la verga. Aunque esta operación no tenía nada deagradable, el temor de enojar a d'Aucourt me hizo aceptar. Se instaló en un sillón, con el plato colocado sobre una mesa cercana contra la cual apoyó medio cuerpo, con la nariz cerca de la mierda,.alargó sus piernas, yo me instalé en un asiento bajo, cerca de él, y habiendo sacado de su bragueta, una imitación de verga blandengue en vez de un miembro real, a pesar de mi repugnancia, me puse a chupetear aquella bella reliquia, esperando que por lo menos adquiriría un poco de consistencia dentro de mi boca. Pero me equivocaba: en cuanto me apoderé de ella, el libertino empezó su operación: devoró más bien que comió el lindo y pequeño huevo que acababa de poner para él; fue cuestión de tres minutos, durante los cuales sus movimientos, sus contorsiones me anunciaron una voluptuosidad de las más ardientes y expresivas. Pero por más que hizo, nada se levantó y el feo y pequeño instrumento, después de haber llorado de despecho en mi boca, se retiró más avergonzado que nunca y dejó a su dueño en ese abatimiento, en ese abandono, en ese agotamiento que es la funesta consecuencia de las grandes voluptuosidades. Regresamos. - ¡Ah, me cago en Dios! -dijo el consejero-. Nunca había visto cagar así. Sólo estaba¡. allí, cuando regresamos, el abad y su sobrino, y como se encontraban en plena función, puedo daros detalles. Por más que entre los amigos se cambiaran las queridas, Coudrais, satisfecho, no tomaba jamás otra pareja y no cedía jamás la suya; le habría sido imposible, me dijo, divertirse con una mujer; ésta era la única diferencia que había entre d'Aucourt y él. También la utilizaba para la ceremonia y cuando nos presentamos el doncel estaba apoyado en la cama, ofreciendo el culo a su querido tío, el cual, de rodillas, recibía amorosamente en su boca lo que le daban y tragaba la materia a medida que salía, y todo esto mientras se masturbaba una verguita que colgaba entre sus muslos. El abad descargó a pesar de nuestra presencia y jurando que aquel niño cagaba todos los días y cada vez mejor. Marianne y d'Aucourt, que se divertían juntos, reaparecieron pronto, seguidos por Desprès y la Cange, que, según dijeron, no habían hecho más que retozar, mientras esperaban. -Porque -dijo Desprès- ella y yo somos viejos amigos, y en cambio, tú, hermosa reina, que te veo por primera vez, me inspiras un ardiente deseo de divertirme contigo. -Pero, señor -le contesté-, el señor consejero lo ha tomado todo; nada tengo para ofrecer ahora. - ¡Eh! Bueno -me contestó, riendo-, no te pido nada; yo lo Proporcionaré todo; sólo necesito tus dedos. Curiosa por saber qué significaba ese enigma, lo sigo, y, en cuanto nos hemos encerrado me pide que le deje besar mi culo sólo por un momento. Se lo ofrezco, y después de dos o tres chupadas al agujero, se desabrocha los pantalones y me pide que le devuelva lo que acaba de prestarme. La actitud que había adoptado me inspiraba algunas sospechas; estaba a horcajadas en una silla, apoyado en el respaldo y teniendo bajo él una vasija preparada para recibir. Con lo cual, al verlo dispuesto a hacer por su parte la misma operación, le pregunté qué necesidad había de que yo le besase el trasero. -La mayor, corazón -me contestó-, pues mi culo, que es el más caprichoso de todos los culos, no caga nunca más que cuando es besado. Obedecí, pero sin arriesgarme, y él, al darse cuenta de ello, me dijo imperiosamente: -Más cerca, pardiez, más cerca, niña. ¿Acaso te da miedo un poco de mierda? Al fin, por condescendencia, llevé mis labios hasta las cercanías del agujero; pero, en cuanto los sintió, se dispara, y la irrupción fue tan violenta que una de mis mejillas quedó completamente manchada. No hubo necesidad más que de un solo chorro para llenar la vasija; en mi vida había visto yo tal cagada: llenaba hasta el borde de una profunda ensaladera. Nuestro hombre se apodera de ella, se tiende al borde de la cama, me presenta su culo todo mierdoso, me ordena que se lo masturbe con fuerza mientras él va a devolver a sus entrañas lo que acaba de sacar de ellas. Por sucio que estuviese aquel trasero, tuve que obedecer. "Sin duda su amante lo hace -me dije-; no debo ser más remilgada que ella." Hundí tres dedos en el cenagoso orificio que se me presentaba; nuestro hombre se siente en las nubes, se sumerge en sus propios excrementos, chapotea en ellos, se alimenta de ellos, una de sus manos sostiene la vasija, la otra sacude una verga que se muestra majestuosamente entre sus muslos; yo multiplico mis cuidados, que tienen éxito, me doy cuenta, cuando aprieto su ano, que los músculos erectores están a punto de lanzar el semen, no me conturbo, la ensaladera se vacía y mi hombre descarga. De regreso al salón, encontré de nuevo a mi inconstante d'Aucourt con la bella Marianne; el bribón se había tirado a las dos. Sólo le quedaba el paje, con el que creo que asimismo se hubiera muy bien arreglado si el celoso abad hubiese consentido en cedérselo. Cuando todos estuvimos reunidos se habló de desnudarnos y de hacer algunas extravagancias unos delante de los otros. Me complació el proyecto, porque me facilitaría la ocasión de ver el cuerpo de Marianne, que tenía muchas ganas de examinar; era delicioso, firme, blanco, esbelto, y su trasero, que manoseé dos o tres veces bromeando, me pareció una verdadera obra maestra. -¿De qué le sirve una muchacha tan bonita- le dije a Desprès- para el placer que según parece usted prefiere? - ¡Ah! -me contestó-. Tú no conoces todos nuestros misterios. No me fue posible enterarme de más y, aunque viví más de un año con ellos, ni el uno ni el otro quisieron aclararme nada; he ignorado siempre el resto de sus entendimientos secretos, los cuales, de la clase que fuesen, no impiden que el gusto que el amante de Marianne satisfizo conmigo sea de ningún modo una pasión completa y digna bajo todos los aspectos de tener lugar en esta recopilación. Por otra parte, el resto pasaría de ser episódico y ciertamente ha sido o será contado en nuestras veladas. Después de algunos libertinajes bastante indecentes, algunos pedos, algunos pequeños restos más de mierda, muchas habladurías y grandes blasfemias por parte del abad que al decirlas parecía hallar una de sus más perfectas voluptuosidades, nos vestimos y, cada uno por su lado fuimos a acostarnos. A la mañana siguiente aparecí como de ordinario al despertar de d'Aucourt, sin que nos reprochásemos ninguna de nuestras pequeñas infidelidades de la víspera. Me dijo que, después de mí, no conocía ninguna mujer que cagase mejor que Marianne; le hice algunas preguntas sobre lo que hacía aquélla con un amante que se bastaba tanto a sí mismo, pero me replicó que eso era un secreto que ni el uno ni el otro habían querido revelar nunca. Y reanudamos, mi amante y yo, nuestra vida habitual. No estaba tan encerrada en casa de d'Aucourt que no me fuese permitido salir alguna vez; confiaba completamente, decía él, en mi honradez, debía comprender el peligro a que le expondría si perturbaba mi salud, y me dejaba dueña de todo. Por lo tanto, le guardé fe y homenaje respecto a esa salud por la que tenía egoístamente tanto interés, pero en cuanto al resto me permití hacer casi todo lo que me proporcionase dinero. Enconsecuencia, insistentemente solicitada por la Fournier para que fuese a realizar trabajos en su casa, me entregué a todos aquellos en los que me aseguraba un provecho honrado. Ya no era una pupila suya, era una señorita mantenida por un arrendador general que para complacerla, se dignaba ir a pasar una hora en su casa... Juzgad cómo debía pagarse esto. Fue en el curso de esas infidelidades pasajeras donde encontré al nuevo partidario de la mierda del que voy a hablaros. -Un momento -dijo el obispo-. No quise interrumpirte hasta que hicieras una pausa, pero, ya que ahora la has hecho, ruego que nos aclares dos o tres puntos esenciales de esta última juerga: cuando celebrasteis las orgías después de los encuentros por parejas, el abad, que hasta entonces sólo había acariciado a su bardaje, ¿fue infiel a éste y os manoseó? ¿Y los otros, fueron infieles a su mujer para acariciar al jovenzuelo? -Monseñor -dijo la Duclos-, el abad no abandonó a su muchachito; apenas si nos dirigió alguna mirada, aunque estuviésemos desnudas a su lado. Pero se divirtió con los culos de d'Aucourt, de Després y de d'Erville; los besó, los palpó, d'Aucourt y d'Erville le cagaron en la boca, y se tragó más de la mitad de esas defecaciones. Pero en cuanto a las mujeres, no las tocó. No fue igual el caso de los otros tres amigos con respecto al bardaje al que besaron, le lamieron el agujero del culo, y Desprès se encerró con él para no sé qué operación. -Bien -dijo el obispo-, ya ves que no lo habías dicho y esto que no nos contaste representa una pasión más, puesto que ofrece la imagen de la afición de un hombre que hacía que otros hombres, aunque de bastantes años, le cagasen en la boca. -Esto es cierto, monseñor -dijo la Duelos-, me hacéis darme cuenta de mi error, pero no lo siento porque por medio de esto he llegado al fin de mi velada, que ya se alargaba demasiado. Cierta campana que vamos a oír me hubiera convencido de que no tenía tiempo de terminar con la historia que iba a empezar, la cual, con vuestra venia, dejaremos para mañana. Efectivamente, sonó la campana y, como nadie había descargado durante la velada y todas las vergas estaban, sin embargo, levantadas, fueron a cenar prometiéndose firmemente resarcirse en las orgías. Pero el duque no pudo esperar tanto, y tras ordenar a Sophie que viniese a presentarle las nalgas, hizo cagar a la bella y se tragó la mierda como postre. Durcet, el obispo y Curval, todos igualmente ocupados, exigieron la misma operación, uno a Hyacinthe, el segundo a Céladon y el tercero a Adonis. Como este último no pudo satisfacer fue inscrito en el libro fatal de los castigos y Curval, blasfemando como un condenado, se vengó con el culo de Thérese, que le soltó inmediatamente la cagada más completa que fuese posible ver. Las orgías fueron libertinas y Durcert, renunciando a las cagadas de la juventud, dijo que para aquella noche sólo quería las de sus tres viejos amigos. Lo contentaron, y el pequeño libertino eyaculó como un semental mientras devoraba la mierda de Curval. La noche vino a poner un poco de calma a tanta intemperancia y a devolver a nuestros libertinos los deseos y las fuerzas. ----- ------------------------------------------- DECIMOTERCERA JORNADA El presidente, que aquella noche se había acostado con su hija Adélaïde, después de haberse divertido con ella hasta el momento de su primer sueño la relegó a un colchón colocado en el suelo cerca de su cama para que dejase el lugar a la Fanchon, a la que siempre quería tener cerca cuando la lujuria lo despertaba, lo que sucedía casi todas las noches; hacia las tres de la madrugada se despertaba sobresaltado, juraba y blasfemaba como un condenado. Entonces era presa de una especie de furor lúbrico que a veces resultaba peligroso. Por esto le gustaba tener entonces a su lado a aquella vieja Fanchon, quien poseía al máximo el arte de calmarlo, fuese ofreciéndose ella misma, fuese presentándole en seguida alguno de los objetos que dormían en su habitación. Aquella noche el presidente recordó al instante algunas infamias cometidas con su hija al dormirse y para reanudarlas la reclamó inmediatamente pero ella no estaba allí. Júzguese la confusión y el ruido que suscita en seguida un acontecimiento semejante. Curval se levanta furioso, pide a su hija, se encienden velas, se busca, se registra, la muchacha no aparece. El primer impulse, fue pasar al aposento de las mujeres. Visitan todas las camas y la interesante Adélaïde es encontrada por fin en bata, sentada junto a la cama de Sophie. Estas dos muchachas tan encantadoras a las que les unía un carácter de ternura igual, una piedad, unos sentimientos virtuosos, de candor y de amenidad absolutamente idénticos, habían concebido la una por la otra la más bella ternura y se consolaban mutuamente de la suerte horrenda que las atribulaba. No se había sospechado de eso hasta entonces, pero las averiguaciones hicieron descubrir que no era aquella la primera vez que sucedía y se supo que la mayor le inspiraba a la otra los mejores sentimientos y sobre todo la alentaba a no alejarse de la religión y de sus deberes hacia un Dios que algún día las consolaría de todos sus males. Dejo que el lector juzgue el furor y los arrebatos de Curval cuando descubrió allí a la hermosa misionera; la agarró por los cabellos, llenándola de injurias, la arrastró hacia su habitación, donde la amarró a la columna de la cama y la dejó allí hasta la mañana para que reflexionase sobre su locura. Todos los amigos acudieron a presenciar la escena; es fácil imaginarse cuán aprisa hizo inscribir Curval a las dos delincuentes en el libro de los castigos. El duque era partidario de una corrección inmediata, y la que proponía no era precisamente dulce; pero como el obispo le hizo alguna objeción muy razonable respecto a lo que quería hacer, Durcet se contentó con inscribirlas. No había manera de emprenderlas contra las viejas, puesto que los señores aquella noche las habían hecho ir a acostarse todas a su habitación. Esto puso de manifiesto pues, ese defecto de la administración y se dispuso que en lo sucesivo se quedara siempre al menos una vieja en el aposento de las mujeres y una en el de los muchachos. Volvieron a acostarse y Curval, a quien la cólera sólo le había puesto más cruelmente impúdico, hizo a su hija cosas que todavía no podemos decir pero que, al precipitar su descarga, por lo menos le hicieron dormirse tranquilo. Al día siguiente todas las putillas estaban tan asustadas que no se halló a ninguna delincuente y entre los muchachos solamente al pequeño Narcisse, a quien Curval había prohibido, desde la víspera, que se limpiase el culo, pues quería encontrarlo mierdoso a la hora del café, que el niño debía servir aquel día, y que desgraciadamente olvidó la orden y se limpió el ano con mucho cuidado. Por más que dijo que su falta era reparable, puesto que tenía ganas de cagar, le contestaron que se las guardase y que no por esto dejaría de ser inscrito en el libro fatal; acto que el temible Durcet efectuó al instante bajo sus ojos, haciéndole sentir toda la enormidad de su falta, que sería quizás suficiente para impedir la descarga del señor Presidente. Constance, a la que ya no molestaban respecto a eso a causa de su estado, la Desgranges y Brise-cul fueron los únicos que obtuvieron permiso para la capilla y todo el resto recibió la orden de reservarse para la noche. El suceso de la noche fue tema de conversación durante la comida: se burlaron del presidente por dejar escapar de tal manera los pájaros de su jaula; el champaña le devolvió la alegría y pasaron al café. Narcisse, Céladon, Zelmire y Sophie lo sirvieron; esta última estaba muy avergonzada; le preguntaron cuántas veces había sucedido aquello y respondió que era nada más la segunda, y que la señora Durcet le daba tan buenos consejos que en verdad era muy injusto castigar a ambas por eso. El presidente le aseguró que lo que ella llamaba buenos consejos eran muy malos en su situación y que la devoción que le metía en la cabeza sólo serviría para que se la castigase todos los días; que allí donde se encontraba no debía tener otros dueños ni otros dioses que sus tres compañeros y él, ni otra religión que la de servirlos y obedecerlos ciegamente en todo. Y, mientras la sermoneaba, la hizo hincarse de rodillas entre sus piernas y le ordenó que le chupase el pito, lo que la pobre pequeña infeliz ejecutó temblando. El duque, siempre partidario de joder entre los muslos, a falta de algo mejor enfilaba a Zelmire de esta manera, mientras hacía que ella cagase en su mano y devorando a medida que recibía, y todo esto en tanto que Durcet hacía que Celadon eyaculase en su boca y que el obispo hacía cagar a Narcisse. Se entregaron a algunos minutos de siesta y, después, acomodados en el salón de historia, la Duelos reanudó su relato así: El galán octogenario que la Fournier me destinaba era, señores, un contador, bajito, regordete y con una cara muy desagradable. Colocó una vasija entre los dos, nos situamos espalda contra espalda, cagamos ambos a la vez, él se apoderó de la vasija, con sus dedos mezcló las dos defecaciones y se las tragó, mientras yo le hacía eyacular en mi boca. Apenas si miró mi trasero. No lo besó, pero su éxtasis no fue menos intenso; pataleó, blasfemó mientras tragaba y eyaculaba, y se retiró después de darme cuatro luises por aquella extraña ceremonia. Sin embargo, mi financiero cada día depositaba en mí más confianza y más amistad, y esa confianza, de la que no tardé en abusar pronto fue la causa de nuestra eterna separación... Un día en que me había dejado sola en su gabinete observé que, para salir, llenaba su bolsa en un cajón grande y enteramente colmado de oro. " ¡Oh, qué captura!", dije para mis adentros. Y, concebida la idea de apoderarme de aquella suma desde aquel instante, observé con la mayor atención todo lo que podría facilitar que me la apropiara: d'Aucourt no cerraba aquel cajón, pero se llevaba la llave del gabinete y, al ver que aquella puerta y aquella cerradura eran muy ligeras, imaginé que necesitaría poco esfuerzo para hacerlas saltar con facilidad. Adoptado el proyecto, sólo me ocupé de aprovechar apresuradamente la primera vez que d'Aucourt se ausentase por todo el día, como solía hacer dos veces por semana, los días de la bacanal particular a la que iba con Desprès y el abad para cosas que la señora Desgranges acaso les dirá, pero que no son de mi incumbencia. Aquel instante favorable se presentó pronto; los criados, tan libertinos como su amo, nunca dejaban de irse a sus juergas aquel día, de manera que me encontré casi sola en la casa. Llena de impaciencia por ejecutar mi proyecto, me acerco inmediatamente a la puerta del gabinete, la abro de un puñetazo, corro al cajón, encuentro en él la llave: como sabía. Saco todo lo que contiene; no era menos de tres mil luises. Me lleno los bolsillos, registro los otros cajones; encuentro un estuche muy valioso, me apodero de él. Pero ¡qué encontré en los otros cajones de aquel famoso escritorio!... ¡Feliz d'Aucourt! Qué suerte para ti que tu imprudencia sólo fuese descubierta por mí; había allí lo suficiente para hacerle condenar a la rueda, señores, es todo lo que puedo deciros. Independientemente de los billetes claros y explícitos que Desprès y el abad le dirigían hablando de sus bacanales secretas, estaban todos los enseres que podían servir para aquellas infamias... Pero me detengo, los límites que me habéis prescrito me impiden revelaros más, y la Desgranges os explicará todo eso. En cuanto a mí, realizado el robo, me largué estremeciéndome interiormente por todos los peligros a que quizás estuve expuesta frecuentando a semejantes malvados. Me fui a Londres y, puesto que mi estancia en aquella ciudad donde viví seis meses a todo tren no os ofrecería, señores, ninguno de los detalles que os interesan, me permitiréis que pase ligeramente sobre esta parte de los acontecimientos de mi vida. En París sólo había conservado el contacto con la Fournier y, al informarme ésta de todo el jaleo que armaba el financiero en torno a aquel desdichado robo, resolví por fin hacerlo callar, escribiéndole secamente que la que había encontrado el dinero también había encontrado otra cosa y que si se decidía a continuar sus persecuciones yo consentía en ello, pero que ante el mismo juez al que declararía lo que había en los cajones pequeños lo citaría para que declarase lo que contenían los grandes. Nuestro hombre se calló y como unos seis meses después estalló el escándalo de los desenfrenos de los tres, que a su vez huyeron al extranjero, no teniendo ya nada que temer volví a París y, si debo confesaros mi insensatez, señores, volví tan pobre como me había ido, de tal manera que me vi obligada a entrar de nuevo en casa de la Fournier. Puesto que sólo tenía veintitrés años, no me faltaron las aventuras; voy a dejar de lado aquéllas que no son de vuestra esfera y proseguir, con vuestra venia, señores, únicamente con aquellas que sé tienen para vosotros algún interés ahora. Ocho días después de mi regreso fue colocado en el aposento destinado a los placeres un tonel completamente lleno de mierda. Mi adonis llega; es un santo eclesiástico, pero tan hastiado de los placeres que ya no era susceptible de conmoverse más que con el exceso que voy a describiros. Entra; yo estaba desnuda. Contempla un momento mis nalgas, luego, después de haberlas tocado con bastante brutalidad, me dice que lo desnude y lo ayude a meterse en el tonel. Lo dejo desnudo, lo sostengo, el viejo puerco se mete en su elemento y al cabo de un momento, por un agujero preparado, hace salir su verga casi en erección y me ordena que lo masturbe a pesar de las horribles inmundicias de que está cubierto. Obedezco, él sumerje la cabeza en el tonel, chapotea, traga, aúlla, eyacula y va a echarse dentro de una bañera donde lo dejo en las manos de dos sirvientas de la casa que estuvieron limpiándolo durante un cuarto de hora. Poco después apareció otro. Ocho días antes yo había cagado y meado en un bacín cuidadosamente conservado; esta condición era necesaria para que los excrementos estuvieran en el punto que deseaba nuestro libertino. Era un hombre de unos treinta y cinco años del que sospeché que estaba metido en las finanzas. Al entrar me pregunta dónde está el bacín; se lo presento, él lo respira: -¿Es cierto que hace ocho días que está hecho? - me pregunta. -Puedo responderle de ello, señor -le dije-; ya ve que está ya casi mohoso. - ¡Oh! Es lo que necesito -me dice-; nunca tendrá demasiado moho para mí. Enséñame, por favor, el hermoso culo -que ha cagado esto. Se lo presento. -Vamos -dice-, colócalo bien enfrente, de manera que lo tenga como perspectiva mientras devoro su obra. Nos colocamos, él saborea, se extasía, vuelve a su operación y devora en un minuto aquel manjar delicioso sin interrumpirse más que para contemplar mis nalgas, pero sin ninguna otra clase de episodio, pues ni siquiera se sacó la verga de la bragueta. Un mes más tarde, el libertino que se presentó no quiso tratos más que con la propia Fournier. ¡Y qué objeto elegía, gran Dios! Tenía entonces sesenta y ocho años cumplidos; una erisipela le comía toda la piel y los ocho dientes podridos que le decoraban la boca le comunicaban un olor tan fétido que resultaba imposible hablarle de cerca; pero esos defectos precisamente eran lo que encantaban al amante con quien tenía que habérselas. Curiosa por semejante escena, corrí al agujero: el adonis era un médico viejo, aunque más joven que ella. En cuanto la tiene con él, la besa en la boca durante un cuarto de hora, luego le hace presentar su viejo nalguero arrugado que parecía la ubre de una vaca vieja, lo besa y lo chupa con avidez. Traen una jeringa y tres medias botellas de licores; el émulo de Esculapio mete por medio de la jeringa la anodina bebida en las entrañas de su Iris; ella la recibe, la guarda, mientras el médico no deja de besarla y lamerla por todas las partes de su cuerpo. - ¡Ah, amigo mío! -dice por fin la vieja mamá-. No puedo más, no puedo más, prepárate, amigo mío, tengo que devolvértelo. El escolar de Salerno se arrodilla, saca de su pantalón un trapo negro y arrugado que sacude con énfasis, la Fournier le pega su asqueroso gran trasero sobre la boca, empuja, el médico bebe, algún pedazo de excremento se mezcla sin duda con el líquido, todo es tragado, el libertino descarga y cae de espaldas, borracho perdido. Era así como aquel desenfrenado satisfacía a la vez dos pasiones: su borrachera y su lujuria. -Un momento -dijo Durcet-. Esa clase de excesos siempre me la levantan. Desgranges -añadió-, supongo que tienes un culo muy parecido al que la Duelos acaba de pintar; ven a aplicármelo sobre la cara. La vieja alcahueta obedeció. - ¡Suelta, suelta! -le dijo Durcet, cuya voz parecía ahogada bajo aquel duplicado de espantosas nalgas-. ¡Suelta, maldita, si no es líquido será sólido y me lo tragaré de todas maneras! Y la operación termina mientras el obispo hace lo propio con Antinoüs, Curval con Fanchon y el duque con Louison. Pero nuestros cuatro atletas, curtidos por todos sus excesos, se entregaron a éstos con su flema acostumbrada, y las cuatro cagadas fueron tragadas sin que se vertiese por ninguna parte ni una sola gota de semen. - Vamos, termina ahora, Duelos -dijo el duque-; si no estamos más tranquilos, por lo menos estamos menos impacientes y nos hallamos en condiciones de oírte. - ¡Ay, señores! -dijo nuestra heroína-. Lo que me queda por contaros esta noche creo que es excesivamente simple para el estado en que os veo. ¡No importa! Le toca el turno a esta historia y debe conservar el lugar que le corresponde: El héroe de la aventura era un viejo brigadier de los ejércitos del rey; había que desnudarlo del todo, después fajarlo como a un niño y, estando así, yo debía cagar en un plato ante él y hacerle comer mis excrementos con la punta de los dedos, como si fuese una papilla. Todo se ejecuta, nuestro libertino lo come todo y descarga en sus pañales mientras imita los lloros de un niñito. -Recurramos a los niños, pues -dijo el duque-, ya que nos dejas con una historia de niños; Fanny -continuó el duque-, ven a cagarte en mi boca yacuérdate de chuparme la verga entretanto, pues todavía tengo que descargar. -Hágase tal como se requiere -dijo el obispo-. Acércate, Rosette; ya oíste lo que le han ordenado a Fanny; haz lo mismo. --Que la misma orden te sirva - dijo Durcet a Hébé, quien se acercó también. -Hay que seguir la moda, pues - dijo Curval-. ¡Augustine! Imita a tus compañeras y haz, hija mía, haz que se viertan a la vez mi semen en tu gaznate y tu mierda en mi boca. Todo se ejecutó y todo, por esa vez, resultó; se oyeron por todas partes pedos mierdosos y eyaculaciones y, satisfecha la lujuria, fueron a contentar el apetito. Pero en las orgías se quiso ser refinado y se mandó a la cama a todos los niños. Aquellas horas deliciosas sólo fueron empleadas con los cuatro jodedores escogidos, las cuatro sirvientas y las cuatro narradoras. Se emborracharon completamente y cometieron horrores de una asquerosidad tan total que no podría describirlos sin perjudicar los cuadros menos libertinos que todavía me quedan por ofrecer a los lectores. Curval y Durcet fueron llevados sin conocimiento, pero el duque y el obispo, tan serenos como si no hubiesen hecho nada, no dejaron de ir a entregarse por el resto de la noche a sus voluptuosidades ordinarias. -------------------------------------------- DECIMOCUARTA JORNADA Aquel día se dieron cuenta de que el tiempo venía a favorecer todavía más los infames proyectos de nuestros libertinos y a sustraerlos, mejor aún que su misma precaución, a los ojos del universo entero; había caído una espantosa cantidad de nieve que, al llenar el, valle que los rodeaba, parecía impedir que hasta los animales se acercaran al retiro de los cuatro criminales, pues en cuanto a los seres humanos no podía existir ni uno solo que se atreviese a llegar hasta ellos. Es inimaginable cómo sirven a la voluptuosidad tales seguridades y lo que se emprende cuando uno puede decir: "Estoy solo aquí, estoy en el confín del mundo, sustraído a todas las miradas y sin que pueda resultar posible para ninguna criatura llegar hasta mí; ya no hay frenos, ya no hay barreras." Desde aquel momento los deseos se disparan con un ímpetu que ya no conoce límites y la impunidad que los favorece acrecienta deliciosamente toda su embriaguez. No hay ahí más que Dios y la conciencia; ahora bien, ¿qué fuerza puede tener el primer freno a los ojos de un ateo de corazón y de pensamiento, y qué poder puede tener la conciencia sobre aquel que se ha acostumbrado tan bien a vencer sus remordimientos que éstos se convierten para él casi en goces? Infeliz rebaño entregado a los dientes asesinos de tales bribones, cuánto te hubieras estremecido si la experiencia que te faltaba te hubiese permitido el empleo de estas reflexiones. Aquel día era el de la fiesta de la segunda semana; sólo se ocuparon en celebrarla. El matrimonio que debía realizarse era el de Narcisse y Hébé, pero lo cruel era que los dos esposos debían ser castigados aquella misma noche; así, del seno de los placeres del himeneo había que pasar a las amarguras de la escuela, ¡qué pena! El pequeño Narcisse, que era inteligente, lo observó, pero no por esto se dejó de proceder a las ceremonias de costumbre. El obispo ofició, se unió a los dos esposos y se les permitió que se hicieran, ante todo el mundo, lo que quisieran; pero, quién lo creería,, la orden era ya demasiado amplia y el hombrecito, que se instruía muy bien, encantado con las formas de su mujercita, al no poder lograr metérsela iba a desvirgarla con los dedos si lo hubiesen dejado. Los amigos se opusieron a ello a tiempo y el duque, apoderándose de ella, la jodió entre los muslos inmediatamente, mientras el obispo hacía otro tanto con el esposo. Comieron, los novios fueron admitidos en el festín y, como los hicieron comer prodigiosamente, ambos al levantarse de la mesa satisficieron cagando el uno a Durcet y el otro a Durval, los cuales devoraron con delicia aquellas pequeñas digestiones infantiles. El café fue servido por Augustine, Fanny, Céladon y Zéphyr. El duque ordenó a Augustine que masturbase a Zéphyr y a éste que le cagase en la boca al mismo tiempo que descargaba; la operación salió de maravilla, tanto que el obispo quiso que Céladon hiciera lo mismo: Fanny lo masturbó y el hombrecito recibió la orden de cagar en la boca de monseñor al mismo tiempo que sintiese fluir su semen. Pero por este lado no se logró un éxito tan brillante como por el otro; el niño no pudo de ninguna manera cagar al mismo tiempo que eyaculaba y, puesto que aquello no era más que una prueba y los reglamentos no ordenaban nada sobre ello, no se infligió ningún castigo. Durcet hizo cagar a Augustine, y el obispo, que tenía una firme erección, se hizo chupar por Fanny mientras ésta le cagaba en la boca; descargó y luego como su crisis había sido violenta, trató brutalmente a Fanny y, desgraciadamente no logró hacerla castigar aunque parecía tener muchas ganas de ello. No había nadie tan inclinado a hacer rabiar como el obispo; en cuanto había eyaculado, habría mandado de buena gana al diablo el objeto de su goce; esto era sabido, y las muchachas, las esposas y los muchachos nada temían tanto como hacerle perder el semen. Después de la siesta, se pasó al salón donde, una vez acomodados todos, la Duelos reanudó así su narración: A veces yo acudía a citas en la ciudad y, como generalmente éstas eran más lucrativas, la Fournier trataba de procurarse el mayor número de ellas que fuese posible. Me mandó un día a casa de un viejo caballero de Malta, quien abrió ante mí una especie de armario todo lleno de compartimentos en cada uno de los cuales había un bacín de porcelana que contenía una cagada; aquel viejo disoluto estaba liado con una de sus hermanas, abadesa de uno de los conventos más notables de París; esa buena muchacha, a requerimiento suyo, le mandaba todas las mañanas cajas llenas de cagadas de sus más bonitas pensionistas. El ordenaba todo aquello y cuando yo llegué me mandó que tomara el número que indicó y que era el más viejo. Se lo presenté. - ¡Ah! -dijo-. Es el de una muchacha de dieciséis años bella como el día. Mastúrbame mientras lo como. Toda la ceremonia consistía en sacudirlo y presentarle las nalgas mientras él devoraba, después poner en la misma vasija mí cagada en lugar de la que acababa de tragarse. Me contemplaba mientras lo hacía, me limpiaba el culo con la lengua y eyaculaba mientras me chupaba el ano. Luego se cerraban los cajones, yo recibía mi paga y nuestro hombre, a quien yo hacía la visita a primeras horas de la mañana, volvía a dormirse como si no hubiese pasado nada. Otro, a mi entender más extraordinario: era un viejo fraile. Entra, pide ocho o diez cagadas de los primeros llegados, muchachas o muchachos, le daba igual. Las mezcla , las amasa, muerde en medio y eyacula en tanto que devora por lo menos la mitad de aquello, mientras yo se la chupo. El tercero, es el que sin duda me ha producido más repugnancia en mi vida; me ordenó abrir bien la boca. Yo estaba desnuda, acostada en el suelo sobre un colchón, y él a horcajadas sobre mí; me echa su mojón en el gaznate y el cochino lo come en mi boca mientras me riega las tetas con su semen.
ESTÁS LEYENDO
Las 120 Jornadas De Sodoma
RastgeleINDICE: PRIMERA PARTE Introducción Reglamentos Serrallo de muchachas Serrallo de muchachos Los ocho jodedores