UN DOBLE DESCUBRIMIENTO

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La señora Greenwold, arrellanada en su sillón, parecía muy concentrada; como si recuperase, con gran esfuerzo, las palabras de un texto leído hacía mucho tiempo. Las campanadas de un reloj, desde los fondos de la casa, parecieron distraerla. Le sonrió tímidamente a John y volvió a llenar la taza de su vecino, que la miraba con una expresión difícil de describir. Ya bajo la penumbra de la noche, tras el último gong, un vibrante silencio ocupó nuevamente la estancia. Y algo le decía a John que no debía interrumpirlo. Ella recomenzó:

Siguieron el taxi hasta King's Cross. La vieron entrar y, separados, ingresaron al hall central. Ninguno de los dos sabía exactamente qué harían. Robert comenzó a pasearse entre los andenes. Tenía una imagen borrosa de aquella muchacha y no creía encontrarla entre todos esos rostros.

Ella fue a las taquillas. Pensaba que tal vez estuviese allí, pero no fue así. No veía a nadie parecido a ella por ningún lado. Seguramente ya tenía el boleto, y ahora estaba subiendo al tren. Aún faltaban ocho minutos para las diez. A esa hora debía partir el tren de aquella muchacha, sin dudas. Miró en dirección a los andenes. ¿Cuántos trenes había allí? Le quedaban ocho minutos para encontrarla. Tenía que averiguar qué tren partía a las diez. Un grupo de pasajeros se había agolpado frente a la taquilla en la que esperaba, la única que permanecía abierta, y demoraban... De repente tuvo la impresión de que todo comenzaba a salir mal... "¿Siemprevivas, milady?" Una mujer que vendía flores le tocaba el brazo, sonriéndole.

-¡Déjeme tranquila, por favor!

Apenas le respondió se dio cuenta de que estaba perdiendo el control. La mujer se alejó presurosa, rumiando algo en voz baja. Faltaban cinco minutos cuando estuvo frente al empleado:

-¿Qué trenes están por partir?

El hombre la miró un momento, antes de decir:

-El nocturno a Edimburgo, señora. En cinco minutos.

-Claro... necesito un pasaje, por favor. 98

-Temo que los camarotes y las literas están todas ocupadas, señora, sólo hay compartimientos comunes disponibles, o... primera clase, si lo desea.

-En un compartimiento común está bien.

-Como usted quiera -selló y le extendió un pasaje-. Andén número cinco.

Mientras se dirigía hacia el tren buscó a Robert entre toda la gente que parecía multiplicarse a medida que se acercaba al andén. Reconoció al grupo de pasajeros que había visto en la taquilla, que ahora trataban de subir al mismo vagón. En la puerta siguiente, un hombre mayor, algo obeso, trepaba al tren. Llevaba, en un estuche negro, un violoncello. Más adelante, finalmente, vio a Robert.

-Está en este tren.

-Sí, acabo de verla

-¿Dónde?

-Allí, en ese vagón, la segunda ventanilla. Creo... que ella también me vio.

-¡Maldición! -y estuvo a punto de decirle: "¿es que acaso no puedes hacer nada bien?, pero se contuvo:-Escúchame, yo me encargaré de esto. Tú debes volver a la casa y llamar a la policía. No tengas miedo, nada puede salir mal. Helen era conocida por estar siempre borracha, nadie sospechará de esa caída. Confia en mí. Te hablaré cuando todo esto pase. Ahora debes irte.

Pero Robert no se movió. Su rostro mostraba signos de angustia, como si hubiese despertado de un sueño y no supiese dónde se encontraba. Su voz sonó suplicante:

-Emma, por favor... ¿qué estamos haciendo?

Ella se volvió hacia él, furiosa, y le dijo por lo bajo:

-Deja de gimotear idiota y vuelve a la casa.

¿Quieres que terminemos en prisión?

Era la primera vez que lo insultaba, que había sentido la necesidad de hacerlo. Apenas terminó de decir esa frase, ella comprendió que todo había sido un error. Robert, el hombre que la protegería, en el que podría descansar de todas las miserias de su existencia, era un cobarde, un débil. Y le había mentido. No podía confiar en él. Pero no fue lo único que descubrió.

Se dio cuenta, también, de que al lanzar a Helen sobre la bañera la violencia había fluido de ella naturalmente. Simplemente tenía que hacerlo, y lo hizo. Apenas si la había perturbado el miedo de ser descubierta, como si fuese lo único en lo que debía reparar. Por lo demás, sólo experimentó una oscura satisfacción, algo que no conocía de ella hasta ese momento. Lo abrazó:

-Robert, confía en mí.

Cuando subió al vagón fue directamente hacia la puerta que correspondía a la segunda ventanilla. Tenía las cortinas cerradas. La abrió, y apenas puso un pie adentro, escuchó una voz, casi un susurro, que le dijo:

"Por favor, no abra las cortinas". Era ella.

Había poca luz allí, pero la suficiente para distinguirla sentada al borde de uno de los asientos, casi pegada al pasillo. No había nadie más en el compartimiento. Y las cortinas de la ventanilla también estaban cerradas.

La observó disimuladamente, y en el acto se dio cuenta de que aquella chica se encontraba profundamente perturbada.

-Me parece que hace falta un poco más de luz, ¿verdad? -sonó simpática, tal vez demasiado, pero la muchacha pareció no darse cuenta. Hizo apenas un gesto con la cabeza. "Lo importante es que permanezcas aquí", pensó, y encendió una lámpara.

-¿Viaja usted sola?

-Sí... -la muchacha contestó mecánicamente, como si sus pensamientos estuviesen en otro lugar, y por un momento la mujer tuvo la impresión de que tomaría su maleta y abriría la puerta. Pensó que si había visto a Robert tal vez tuviese el impulso de bajar del tren, o trasladarse a un compartimiento donde hubiera más gente, cualquier lugar que fuese seguro. Un lugar seguro...

-Discúlpeme querida, ¿está usted bien?

La muchacha la miró como si no supiera qué contestar:

-Hace un poco de calor aquí...

Ella se levantó de su asiento para sentarse justo enfrente de la muchacha que permanecía absolutamente quieta. Le sonrió, y sus palabras de repente tomaron un tono confidencial:

-Pero no es eso lo que le preocupa, ¿verdad querida? La muchacha la miró nuevamente, algo desconcertada. Ella continuaba sonriéndole:

-Escúchame, tengo algunos años más que tú, y sé cuando alguien está en problemas. Créeme, he pasado por muchas cosas sola. Y no es agradable estar sola en esos momentos. Por lo menos puedes hablar conmigo. Después de todo viajaremos juntas, ¿no?

Los ojos de la muchacha se llenaron de lágrimas.

-La verdad, no estoy segura, pero...

-Vamos... confía en mí. 

Los vecinos mueren en las novelasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora