Al día siguiente llovió durante toda la mañana. Después del mediodía las nubes se disiparon mostrando un cielo azul, absolutamente limpio. Y un calor bochornoso se extendió sobre la ciudad. Brotaba de las calles, de las aceras, y parecía adueñarse de todas las casas, de todos los rincones donde hubiera alguien que respirase. Desde el almuerzo, Robert había permanecido en su atelier, sin trabajar. No había tocado un pincel en todo el día. Cerca de las seis bajó a la cocina para prepararse un té. La casa estaba en silencio. Helen dormía.
Tenía la taza en la mano cuando la campanilla del teléfono lo sobresaltó.
-¿Hola?
-Robert.
-Querida... no debes llamarme aquí...
-Lo sé, pero necesitaba saber. ¿Hablaste con ella?
-Lo siento, eso... no es posible, no ahora.
-¿Cómo?, Robert, ayer me dijiste...
-Lo sé, lo sé, compréndeme... hoy ha estado enferma, anoche tuvo una de sus noches, ha dormido
casi todo el día.
-Robert, ella se emborracha todas la noches.
-Tienes razón, pero ahora no puedo hacerlo. Te prometo que lo vamos a solucionar, confía en mí. En la línea se escuchó un silencio.
-¡Oh!, quisiera confiar pero... tal vez no pueda, tal vez estés mintiéndome y...
-¡No! ¡Por favor, no digas eso! ¡Tú eres lo único que tengo, mi única esperanza!
-Robert -la voz de la mujer sonó diferente-, ¿me amas?
-Claro que sí.
-Es todo lo que necesito saber. Confía tú en mí.
Al decir esto último se escuchó un clic del otro lado.
¿Qué había querido decir con eso? La última frase de la mujer le quedó dando vueltas mientras
tomaba los primeros sorbos de té. Distraídamente, a través de la ventana atisbo el cielo. Unas pesadas nubes presagiaban la tormenta. Confía tú m mí. ¿Qué diablos había querido decir con eso? Cada vez que llevaba la taza a la boca sentía que la transpiración le brotaba de la frente, podía sentirla, y en la espalda, convirtiéndose en algo pegajoso entre él y la ropa. De pronto sintió que se sofocaba, y unos deseos repentinos de tomar un trago. Fue a la sala y abrió las puertas del bar. Sacó una botella de scotch, y estaba por abrirla cuando escuchó un ruido de pasos, arriba. Ella se había levantado. Guardó la botella nuevamente y cerró el pequeño mueble tratando de que la puerta no crujiera. No quería tomar en su presencia, no tan temprano.
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Los vecinos mueren en las novelas
Gizem / GerilimJohn Bland, un escritor de novelas policiales de escaso éxito, acaba de mudarse al campo con su esposa. Cuando ella, sorpresivamente, debe regresar a Londres, John decide presentarse a su única vecina, una anciana solitaria que lo invita a tomar el...