En los siguientes diez segundos John quedó inmóvil, observando a la anciana. ¿Qué significaba esa pregunta? Ella, de pie junto a la puerta abierta, sostenía su mirada en perfecto silencio.
-Sí... lo creí todo -respondió él conteniendo la respiración, como si algo estuviese a punto de ocurrir. Pero ella sólo dijo:
-Entonces es hora de que se vaya, ¿no cree? -su tono era seco y algo impaciente, como si ya no hubiese más que agregar a lodo aquello. John quedó de pie un instante. Buscaba en el rostro de esa mujer una señal... de cualquier cosa. Pero no halló ninguna. Comprendió, finalmente, que ya no podía perder más tiempo allí. Y salió.
A sus espaldas escuchó cerrarse la puerta, y el ruido de un pasador que se corría.
Afuera el silencio era abrumador, como si el mismo aire se hubiese detenido. Pero lo que confundió a John, al principio, fue ver las formas del parque, increíblemente nítidas bajo aquella luz blanca y extraña.
La luna lo iluminaba todo.
Su resplandor dejaba distinguir las rugosidades de los troncos y el brillo del follaje que aún pendía de los árboles. Pero por debajo, entre los últimos rayos que alcanzaban las ramas y los arbustos de aquel lugar, las sombras eran de una oscuridad absoluta.
Comenzó a correr.
Delante de él, veía su propia sombra reptando entre las hojas del sendero mientras atravesaba el parque. En la quietud de la noche, el ruido de la hojarasca bajos los pies y el sonido de su respiración entraban a raudales en sus oídos hasta aturdirlo. Vio las rejas del portón de entrada. Antes de alcanzarlo estuvo a punto de caer y se dio un doloroso golpe contra uno de los pilares. Con un breve gemido, se llevó una mano al hombro. Abrió el portón, y se lanzó hacia el camino. Su figura era lo único que se movía en esa noche.
Aparecía y desaparecía bajo la sombra de los árboles. Sobre su cabeza, las ramas se confundían entre sí, y a través de ellas, inmóvil, la luna parecía perseguirlo.
Los tramos donde penetraba su luz relucían contra las zonas oscuras, cada vez más extensas, que por momentos tragaban el camino, dejándolo con la borrosa idea del lugar por el que había caminado más temprano, ese día. Comenzaba a escuchar los latidos de su corazón, cada vez más fuertes, a la altura de sus sienes. ¿Cuánto faltaba para llegar? Un violento dolor crecía en su pecho a medida que avanzaba, hasta que sintió que algo en él iba a estallar. Se detuvo. No podía respirar. Permaneció quieto un instante, hasta que sintió que el aire volvía a entrar en su cuerpo. Aquello era sólo su agitación. Con la mano en el pecho, se lanzó nuevamente por el sendero, que en ese tramo se hacía más angosto. Ese dolor no demoró en amenazarlo otra vez. Pero John sabía que ya no iba a detenerse. Tenía que seguir corriendo, alcanzar el teléfono... "Papá acaba de llamar." No podía faltar mucho para llegar a su casa. Finalmente, detrás de unos matorrales, logró divisarla. Allí estaba su casa. Opaca y silenciosa, cada vez más grande, más cerca. Se abalanzó sobre la puerta y tomó el picaporte. Pero la puerta no cedió. Comenzó a forcejearla, a patearla, y de repente se detuvo. Antes de salir él había cerrado toda la casa. Las llaves... ¿dónde estaban las llaves? En la chaqueta. La chaqueta había quedado en la casa de aquella mujer. Un sentimiento de horror lo dejó sin aliento. Corrió hacia las ventanas, a uno de los costados de la casa. Tenía que haber una forma de entrar. La primera ventana estaba cerrada. Fue hacia la segunda. Entonces sintió aquello.
Era una especie de ardor, una sensación nueva, desconocida.
Después, algo que comenzaba a desplazarse por todo su cuerpo, rápido, invasivo, como si se preparase para atacar. Y eso comenzaba a paralizarlo. Sintió que perdía pie, y se apoyó con las dos manos contra la ventana.
Fue en ese momento que lo vio.
Iluminado por la luz de la luna que entraba a través de los cristales, el teléfono permanecía sobre la chimenea. Quieto, indiferente, como todos los objetos que se encontraban en aquel extraño museo de cosas familiares. Quiso romper el vidrio, pero sus brazos no le respondieron. Los miró. Eran sus brazos, pero ya no le obedecían. Intentó mantenerse de pie, hasta que finalmente se dejó caer apoyándose contra el muro. Su cuerpo quedó en una posición extraña, y su rostro mirando hacia el bosque. No intentó moverse. Apenas levantó la mirada, y vio los arces que se mecían al lado de la casa, esa tarde. Ahora eran grises y estaban inmóviles. Ya no soportó el resplandor de aquella noche. Y cerró los ojos, y rogó que todo aquello fuese sólo una novela.
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Los vecinos mueren en las novelas
Misteri / ThrillerJohn Bland, un escritor de novelas policiales de escaso éxito, acaba de mudarse al campo con su esposa. Cuando ella, sorpresivamente, debe regresar a Londres, John decide presentarse a su única vecina, una anciana solitaria que lo invita a tomar el...