"¡Por Dios, querida!, ¿qué está usted diciendo?" Comencé a oír mi propia voz repitiendo esa pregunta entre el llanto y las palabras de la muchacha que parecían golpearme la cabeza.
El silbato sonó nuevamente. Una repentina sensación de irrealidad me había aturdido, como si aquella frase fuese un sueño. Sus brazos se habían aferrado a mí con una fuerza que me asustaba. Podía sentirla, tensa, temblando de miedo. No sabía qué hacer: "Por favor... llamaremos al guarda y le explicaremos la situación, no se desespere...". Creo que dije algo así, pero ella parecía no escucharme.
Y en medio de mi confusión supe que cualquier cosa que dijera no serviría de nada. El tren comenzaba a tomar velocidad. Fue en ese momento que las lámparas comenzaron a titilar hasta que, finalmente, la luz bajó. Aquel lugar se convirtió en un cubículo de sombras. Las luces del pasillo también habían disminuido y de pronto sentí que su mano se deslizaba sobre la mía y la apretaba, cada vez más fuerte. No podía ver su rostro. En cambio, un penetrante olor a agua de colonia se desprendía de su cabello; y ese aroma dulzón, sofocante, inundaba todo el compartimiento. Sentí que me faltaba el aire. Sin soltarme, ella trató de decirme alguna cosa; pero no lo hizo, como si algo se lo impidiera. Fue en ese momento que escuché los pasos. Alguien caminaba por el pasillo. Ella llevó su mano a la boca tratando de contener un grito, y como si de eso dependiera su vida, la vi tomar el picaporte con tanta fuerza que creí que iba a romperlo; lo sujetaba de manera que no pudieran abrir la puerta, aunque yo sabía que eso era inútil. Pero los pasos se alejaron. Cuando soltó el picaporte quedé mirándola, vi también que mis manos temblaban, que todo mi cuerpo estaba temblando:
"¡Por el amor de Dios, dígame qué sucede o voy a volverme loca!" Yo comenzaba a gritar, y como un resorte ella puso su mano sobre mi boca: "¡No!, por favor".
Sus ojos me miraban, parecían fuera de sí. No podía resistir aquello. Miré hacia otro lado, la puerta. Tuve el impulso de salir, pero algo me decía que aquello no era posible: "¡Pidamos ayuda! ", le dije. Ella tomó las solapas de mi abrigo: "¡No!, eso no, tengo que esconderme, se lo suplico. Él puede estar ahí..." Volteé mi cabeza; no quería mirarla: "¡Qué está diciendo...! ¡Eso no tiene sentido, debemos buscar...!" No me dejó terminar: "Usted no entiende señora, yo... no puedo salir de aquí, por favor, no... no lo haga usted".
Sentí que en un instante había entrado en una pesadilla que ocurría en otro lugar, a una mujer que no era yo. "Un hombre quiere matarme.."Esas palabras no dejaban de resonar en mi cabeza. Yo no debía estar allí. Fue lo único que pensé.
Quedamos en silencio, y por un momento sólo se escuchó el ruido del tren sobre las vías. No sé muy bien cuánto tiempo pasó, pero ella demoró en tranquilizarse. Después, como si hubiese cometido una falta, apartó su mano de la mía y, sin mirarme, dijo: "Discúlpeme señora, lo siento, discúlpeme por favor". Su voz parecía serenarse: "Debo decirle qué sucedió, es... necesario que lo sepa".
Estuve a punto de decirle que no. Que se dejara de tonterías y que llamásemos al guarda inmediatamente. En ese instante, como si me lo hubiese dictado un presentimiento, supe que no quería saber nada de todo aquello. Pero era tarde. Comenzó a hablar en voz baja, como si alguien más pudiera escucharla:
"Fue algo que vi en la casa del vecino, hace unos momentos. Yo trabajo en una casa, soy una de las mucamas, y mis patrones, ioh!, ¡ellos no estaban!, viajaron a París ayer. La casa permanecerá cerrada hasta julio.
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Los vecinos mueren en las novelas
Misteri / ThrillerJohn Bland, un escritor de novelas policiales de escaso éxito, acaba de mudarse al campo con su esposa. Cuando ella, sorpresivamente, debe regresar a Londres, John decide presentarse a su única vecina, una anciana solitaria que lo invita a tomar el...