30 de Junio de 2019
Salgo del hotel en parte, tranquilo porque ya tengo estancia, aunque sea en una habitación de mala muerte. Pero por otro lado, estoy tenso debido a que es una noche la que voy a estar allí. Luego tendré que continuar mi camino por mí mismo. Me siento como vacío. En realidad… No tengo donde ir, ni qué hacer. Estoy dando vueltas por la calle mientras dejo que el tiempo siga su lento aunque incesante paso. Mientras camino y las horas avanzan, la cantidad de transeúntes que residen la zona en la que deambulo se va reduciendo en proporciones minúsculas. Tengo mis manos en los bolsillos de mi pantalón ya que empiezo a sentir frío, a pesar de estar en verano. Puedo buscar trabajo… Espera, no creo que contraten a un amnésico que ni siquiera recuerda su nombre. Pienso en esos terroristas, que han sembrado el pánico en diversas ocasiones entre ciudadanos por lo menos de Granada. Hoy mismo, he visto mucha gente entrar en el hospital por culpa de sus innombrables fechorías ¿Y si me uno a su antítesis? Seguro que me aceptan si les doy motivos convincentes. Una persona va corriendo por la calle como si estuviera apurada por algo. Por atrás le persiguen dos hombres trajeados con el mismo atuendo, algo que me llama la atención. Echo a correr yo también y me acerco hasta los perseguidores
“¿Qué sucede?” Pregunto, deseando empatizar con ellos.
“Déjanos en paz, y no te metas en asuntos que no te llaman” me dice uno de ellos, mientras me empuja y me derriba.
Parecen extraños ¿Y si son una célula terrorista que está tramando de volar otro edificio? Da igual. Ya están muy lejos. Yo estoy en el suelo, tirado, con una molestia en el hombro, por el golpe del otro hombre. Podría haber sido peor. Sin haberme dado cuenta, estoy parado delante de un restaurante. Entro en él. Parece uno de esos chinos en los que uno puede comer lo que quiera. Decido encender el móvil para ver la hora, y me doy cuenta de que son las ocho y media. Además tengo hambre. Viene una persona, por lo que se ve, de procedencia asiática.
“Muy buenas, señor ¿Tiene reserva?” Me pregunta, un hombre de estatura media, apariencia anciana más o menos, vestido de forma poco convencional, que debe de ser típico de su lugar de origen.
“Sí ¿Cuánto es el menú aquí?” Pregunto mordido por la curiosidad.
“Nueve con noventa y cinco”
Hago un movimiento de afirmación con la cabeza, y el hombre me guía hasta una mesa con dos sillas y una mesa cubierta por un mantel rojo que en sus esquinas tiene marcada una línea azul. El camarero me invita a sentarme separando un poco la silla de la mesa y haciendo un gesto de oferta con las manos. Yo lo acepto.
“Por favor, acérquese a probar nuestros manjares” me pide expresamente.
“De acuerdo”
Él se marcha, y yo me quedo sentado. La mesa es completamente cuadrada, tiene dos copas, puestas hacia abajo. Además hay una servilleta doblada en forma de triángulo que sostiene en el lado derecho una cuchara y un cuchillo. Al contrario, en el lado izquierdo hay un tenedor. El restaurante está pintado de color negro. Más que pintado, yo diría cubierto por baldosas de mármol negro. En el techo cuelgan lámparas rodeadas de un material extraño, del que deja caer unos hilos de color dorado no muy largos. Me acerco a la mesa de comidas, y descubro que es minúscula. Tampoco debería esperar mucho más por nueve con noventa y cinco. Debajo de ésta, hay platos vacíos; tanto llanos, como hondos. Cojo uno llano, y empiezo a ver y olisquear mis múltiples opciones. Al mismo tiempo, veo algo que hace mi boca agua. “Tallarines” pone debajo de la bandeja, en una etiqueta de papel metida en una placa de cristal. Estoy pensando en cogerlos con las manos, cosa que es antihigiénico. Opto por buscar algo con lo que facilitar la tarea, hasta que me topo con algo parecido a unas pinzas en una bandeja de patatas fritas. Con esta herramienta, consigo trasladar el alimento a mi plato, y mi insistencia por poder comer aumenta. Me siento en mi sitio, y cojo el tenedor con mi mano izquierda, y lo paso a la derecha. Sostengo un par de tallarines y los enrollo para coger la mayor cantidad posible. Me lo meto todo a la boca como un bestia, sin contemplaciones, y dejo que su sabor se extienda por mis papilas gustativas. Mastico como un poseso, para poder disfrutar aún más de su suculenta esencia. El aroma es maravilloso para ser un restaurante barato. Trago la primera oleada, pero su magnífico sabor permanece en mi paladar. No tardo mucho en ventilarme todo el plato. Todavía tengo un hueco en mi estómago. Me levanto, y voy otra vez al mismo sitio deseando probar más de esa comida. Una duda me asalta ¿Qué debo hacer con el plato utilizado? Veo un trabajador trasladando diversos cacharros sucios en un carro de cobre, y decido preguntarle.
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Los lazos olvidados
Aktuelle LiteraturEn 2019, Javier Conde, un ciudadano de Granada capital, se despierta un día en una habitación de hospital, con amnesia. En la tele descubre una alarmante noticia, de un grupo terrorista que se hace llamar futurista, ha volado un centro comercial de...