Perdidos

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Un olor a descomposición fue lo primero que perciví en mi estado de conciencia. Estaba mareada y adolorida como si mis músculos se hubiesen llenado de vidrio molido. Fue aún peor que la primera vez que desperté, ahora parecía que el malestar se hubiese acumulado con la única finalidad de infringirme dolor.

Moví mis manos hasta que lograron llegar a mi cara y despegar los mechones de pelo que se adherían a mi sudor frío. No tenía idea de donde me encontraba, ni con quién estaba, de lo único que podría estar segura era de que mi estado era deplorable.

Fui tensando músculo a músculo, sintiendo el esfuerzo agotando las últimas energías que me quedaban. Cuando estuve vagamente de pie, tratando de mantener el equilibrio, observé la habitación en la que estaba.

Era una especie de bodega enorme, tenía más de diez metros de largo y cuatro de alto. Estaba repleta de cajas de madera podrida y mohosa, apiladas descuidadamente una sobre otra; se veía también el plástico que cubría muchas de ellas, como para protegerlas de la humedad, pero que no cumplieron su función y descansaban sucias en el suelo. Cerca del techo repleto de vigas, habían unas ventanas de vidrios rotos, que dejaban entrar el viento gélido del exterior, se veían atisbos brumosos de las copas nevadas de los árboles cercanos. Pero además de un poco de polvo y el chillido de unas ratas, no había nada.

Lo único que llamó mi atención fue la puerta que estaba cerrada. Me acerqué cautelosa, con miedo a ser atacada por cualquier cosa, incluso el aire podría ser mi enemigo en ese momento. La empujé y tiré con todas mis fuerzas, dejé el peso de mi cuerpo impactar contra la superficie resbalosa repetidas veces sin lograr moverla, terminé por rendirme y sentarme en el frío piso de cemento.

El pánico me invadía, las ganas de llorar y de gritar por ayuda, sentía mi pulso firme en mi cuello, como si la sangre quisiera escapar de mi cuerpo. Temía a todo, como cualquiera, temía a lo desconocido. Dejé mis dedos pasar por mi cara, desenredando pensamientos y calmándome. Nada tenía sentido, el suelo giraba y estaba mareada por lo desorientada que me encontraba.

El tiempo pasaba lento y pesado como un camión atropellándome, haciéndome daño sin matarme. Como anhelaba la muerte, la insensibilidad o incluso la inocencia. Estaba perdida en tantos sentidos que me aterraba con la simple idea de pensar.

Todo en mí estaba hipersensible. La piel se contraía de frío, abrazando músculos y huesos, pálida y enfermiza; los tendones resquebrajándose y cediendo; los ojos secos, fijos en un punto sin posibilidad de moverlos. En un atento desesperado por recuperar calor, me sostuve sobre mis endebles piernas, segura de haber escuchado más de una articulación romperse, y caminé hasta el plástico más cercano. Lo recogí del suelo con gran esfuerzo, pesaba toneladas y mis hombros parecían dislocados mientras lo pasaba por mis hombros, envolviéndome.

No hubo más movimiento luego de eso.

El aislamiento es peligroso, me repetía una y otra vez, hace que la gente se pierda. La deshidratación y el hambre te vuelven loca, luego te matan. El frío termina por trastornarte. Las ovejas no tienen frío, porque tienen lana. Los peces no se deshidratan. Tengo que dormir, tal vez si duermo aparecerá comida o moriré sin dolor.

¿Cómo se dormía?

Contando ovejas. Aquí no hay ovejas, hay cajas, así que tendré que contar cajas.

Una caja, hace frío y tengo hambre. Dos cajas, tengo que dormir. Tres cajas, el plástico no parece funcionar. Cuatro cajas, estoy sola. Cinco cajas. Sola. Seis cajas. Loca. Siete, ocho, nueve cajas. Todo duele. Diez cajas. La puerta se abre. Once cajas. Todo está negro.

Estaba despierta. La somnolencia me obliga a pasar mis manos por mis ojos, desperezándome y enterrándome cada una de las falanges en el proceso. Mi cuerpo temblaba sin control, acerqué mis manos a mi nariz y boca en busca de calor, pero mi respiración era fría. Me acurruqué aún más en el plástico que no me brinda calor, debería mantener mi calor corporal al menos, si es que todavía tenía. Abrí mis ojos lo más que de, sintiendo mis párpados congelados, con los ojos arenosos que escudriñan el lugar buscando cambios; no encuentro nada. Vuelvo a pasar mi mirada por encima de cada una de las cajas y plásticos de la bodega, veo la puerta y la ventana rota, veo el vaso de agua y el pan a la entrada. No hay nada más.

Learn to Love (Nathan Sykes y tú)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora