8. Amigos

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Leici salió de la habitación con el rostro algo enrojecido, pero con esa mirada de orgullo y pretensión que me había llamado la atención desde el primer momento

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Leici salió de la habitación con el rostro algo enrojecido, pero con esa mirada de orgullo y pretensión que me había llamado la atención desde el primer momento. Su máscara, me gusta llamarle. La arrogancia la protege de la pena, del miedo, de la vergüenza... de todo aquello que la ha lastimado.

Desde que empecé a toparme con ella y a tener tanta mala química intuí que había más detrás de todo esto, pero hasta ahora entendí que era. Y mientras los días pasaban pensé que podía lidiar con todo y convertirla en mi aliada, pero luego de lo de anoche, sería imposible. Su orgullo no la dejará, y yo no necesito otro drama más.

—Te queda bien —le dije honestamente.

La ropa que había en el armario era mía. Era vieja porque la última vez que había visitado este lugar tenía diecinueve, y era un delgaducho. Pero a ella la hacían lucir como una adolescente descubriendo su identidad.

—Quiero irme a Psylville —soltó, encarándome. Se cruzó de brazos, fastidiada.

—¿Aunque haya un asesino suelto?

Su rostro se desencajó y sus brazos decayeron.

—Tengo todas mis cosas allá. Además perdí mi teléfono, tengo que hablar con mi mamá.

—Puedes llamar de camino a Pherynthon.

—¿Por qué iremos a Pherynthon? —su semblante pareció relajarse, y ahora parecía curiosa.

—Pueblo pequeño infierno grande —murmuré tomando unos jugos y unas tostadas. —En Psylville nada es seguro ya.

Para mi sorpresa no volvió a preguntar nada más, y cuando le extendí la comida no rechistó. Durante el viaje, que tardaría aproximadamente dos horas en carretera por el bosque, su silencio fue demasiado asfixiante, aún para mi. Pero no quería detonar una bomba, en su estado, todo era posible.

—¿Puedes encender la calefacción? —preguntó.

Desvíe mi mirada hacia ella, y la vi acurrucarse contra el asiento. Mis pantalones gastados apenas la abrigaban, y por las hierbas en la infusión y la energía gastada era normal que a su cuerpo le costara regular su temperatura.

Hice lo que me pidió y pronto pareció entrar en calor. El cabello negro seguía húmedo y se le pegaba al rostro, que lucía más pálido que de costumbre. Aún faltaba una hora de viaje, y aunque ella no dijo ni una palabra más, no evité dejar de preocuparme.

"Tres hijos defectuosos"

Recordé sus palabras. Lo único que dijo y fue entendible. Con ella no podía exigir más, mucho menos luego de haberla visto desnuda, sus marcas... esa marca.

El auto gris de Peyton encendió y apagó la luces, haciéndome señas de donde estaba. Aparqué a su lado, nuestros autos eran los únicos en aquel estacionamiento vacío de afuera del restaurante.

Leici seguía dormida así que me bajé sin provocar demasiado ruido. Nos faltaba poco para llegar, pero dudo mucho que la comida de Stone vaya a gustarle, así que una hamburguesa con papas sería mi forma de disculpas por arruinarle los últimos días.

—Peyton —murmuré cuando bajó de su auto.

—Se que siempre paras aquí, así que gracias a Dios Kyle me avisó que vendrías.

—Se suponía que ni siquiera Kyle tendría que saberlo.

Ella se encogió de hombros y barrió mi cuerpo con sus ojos, que se desviaron hacia mi auto. Una mueca se formó en su cara y sé que se contuvo de decir algo más.

—Voy a ordenar.

*** *** ***
Narra Leici

Me removí una vez más. Me sentía débil, adolorida y lastimada... a nivel emocional. Todo había pasado tan rápido. Ni siquiera puedo recordar más luego de verlo dejarme en la cama. Se que estaba desnuda, y no se si el se quitó la ropa o si...

Intenté dejar de pensar en eso y me di cuenta de que el auto ya no estaba en movimiento. Estaba aparcado en un estacionamiento y a unos metros London hablaba con una chica. Sus ojos miraron en mi dirección por unos segundos.

London se adentró en el restaurante y cuando regresó apenas cruzó palabras con esa chica antes de volver al auto.

—Pensé que me habías abandonado a mi suerte en un estacionamiento —murmuré, removiéndome en el asiento por milésima vez.

—¿Con las llaves dentro? Que mal buen amigo.

—Me alegra saber que al menos somos amigos —confesé.

Su rostro se contrajo por una fracción de segundo, y me sentí incómoda en seguida. Mis palabras habían salido tal vez porque llevaba mucho sin hablar con mis amigas o con mi mamá, y él era la única persona que había demostrado preocuparse por mi. Había ido a buscarme rompiendo reglas y quebrando la ley. Él me estaba protegiendo. Pero iba a ser médico, y era un brillante estudiante de psicología, tal vez su naturaleza era esa, ayudar.

—Muero de hambre —cambié el tema.

—Come, no creo que quieras probar el guiso de hígado que hace Stone.

No dije nada más y comí. El condujo por otros veinte minutos, y a diferencia de todo el anterior trayecto, ahora se veían unas cuantas casas. Niños jugando y alguno que otro restaurante abierto. Era como volver a la vida luego de tanto.

En un giro entramos en una calle llena de árboles, entonces me di cuenta de que el carro que estaba junto al de London en el estacionamiento nos seguía.

—¿Me recuerdas que veníamos a hacer aquí?

Pregunté, y London aparcó bajo la sombra de un árbol. El cielo parecía romperse en una torrencial lluvia muy pronto.

—Protección.

—¿Para que? —solté, sin darle mucha importancia.

London dejó la puerta a medio abrir cuando me escuchó. Sus ojos y semblante frío me hicieron morder mi labio con nervios. Me sentía realmente vulnerable y no podía controlar a mi cuerpo para no demostrarlo.

—En los noventa por ciento de los casos en los que un asesino serial pierde a una víctima, se obsesiona con ella, y no para hasta matarla.

Recordaba muy bien ese pequeño dato.

Asentí sin más y bajé siguiéndolo a él. La casa de la que salía la frondosa copa del árbol bajo el cual aparcamos, era enorme, con un jardín medio marchito y una tumba pequeñita que grababa "gato gordo por siempre en nuestros corazones". Ignoré todo lo demás y seguí a London quien se adentraba en la propiedad. La chica del estacionamiento, rubia de cabello lacio y ojos verdes se nos unió.

La puerta de la casa se abrió y un chico de unos 24 años salió con una taza en la mano. Sus ojos conectaron con los de London y la chica en una mirada rápida, y luego en mi, sin apartarse. Fui yo quien rompió el contacto.

—Que hijo de perra, London Price... y la jodida asesina del edificio Psylville.

Velkan ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora