Capítulo 2

162 23 5
                                    

Eugene Marcet, ése es su nombre.

Con su cabello oscuro, piel canela y un hoyuelo asesino, sin mencionar los brazos y piernas fuertes por el trabajo y sus ojos marrón claro, es el hombre más bello de las trece aldeas.

No, es el hombre más bello de todo el reino. Literalmente es lo mismo, pero así suena más extravagante.

—Buenos días, Emily.

Y esa voz.

—Hola, ¿vienes a dejar trigo hoy? —No puedo evitar un tono de sorpresa.

—Oh, no, sólo quiero unas piezas de pan dulce para mi madre. No ha estado muy bien.

Y ese corazón.

—Lamento escucharlo —digo sinceramente mientras tomo su pedido—. ¿Te desconoció de nuevo?

Él asiente decaído después de soltar un suspiro.

Su madre sufre de pérdida de memoria desde hace años. Inició olvidando algunas palabras comunes y la ubicación de cosas cotidianas. Ahora le es difícil hablar e incluso necesita ayuda con sus actividades diarias y de higiene.

Eugene me ha contado que ha llegado a atacarlo porque no lo reconoce, eso le rompe el corazón.

—¿Tu padre cómo está? —pregunta.

Es mi turno de suspirar.

—Ha estado en cama toda la semana, he mantenido sus pies en alto pero la hinchazón no ha bajado.

Desde hace tiempo mi padre sufre de lo que llaman la gota; una hinchazón en los pies que le provoca un dolor muy fuerte, su piel se enrojece y se calienta y le es imposible levantarse. Hay periodos en los que no tiene ataques y anda con normalidad, pero cuando vuelve, el dolor parece insoportable.

—¿Qué dice el curandero? ¿Te ha dado algún remedio?

—Pues sí, lo de siempre: una pomada con cuatro partes de ajenjo machacado, dos de sebo de ciervo y una de tuétano del mismo animal —repito con voz cansina los ingredientes—. Pero no siempre puedo comprarlo y la mayoría del tiempo sólo consigo tratar de reducir la hinchazón con compresas frías y masajes con esencia de lavanda.

Me da una mirada apenada pero comprensiva.

Nos conocemos y somos amigos desde la infancia, él sólo tiene a su madre y yo sólo tengo a mi padre y ambos vivimos para intentar aliviar sus padecimientos, ellos son nuestra prioridad

—He sabido que no es curable, pero se puede tratar y tener una buena vida.

Asiento y niego casi al mismo tiempo.

—Tendría que llevar una alimentación diferente y tomar medicinas, no remedios —digo, molesta.

A veces me da tanta rabia depender de un curandero.

—Pero sólo un médico real o un monje tienen acceso a medicinas —dice consternado.

—Lo sé —suspiro—. Lo que más me preocupa es que la enfermedad llegue a su corazón.

Eugene sujeta mi mano que reposa sobre el mostrador. A pesar de que su piel es áspera y callosa, su toque es gentil.

—Trabajas muy duro para mantener este negocio y encargarte de tu padre, hacerlo sola lo vuelve aún más difícil así que no te mortifiques, lo has hecho más que bien y estoy seguro de que tu padre lo sabe.

Mi corazón se acelera al ver sus ojos caramelo mirarme con cariño, con ese afecto que no se puede pronunciar, y seguramente él ve lo mismo en los míos. Si alguien nos viera sugeriría de inmediato que nos casemos, lo cual me encantaría, pero como dije antes, nuestros deseos son secundarios, lo más importante en nuestras vidas son nuestros padres.

—Gracias, tú también haces cuánto puedes, Eugene. Te encargas de la granja, también trabajas en el campo, cuidas de tu madre —Le doy un apretón a su mano—. Créeme, he hablado con ella, y ésta muy orgullosa de ti.

Sus ojos se nublan un momento y me sonríe, el hoyuelo en su mejilla reflejando su encanto.

—Gracias, realmente eres la única persona que me entiende y me da fuerza para seguir —Titubea un momento y luego asiente—. Tu amistad es lo más preciado que tengo en mi vida.

Que palabra tan bonita y dolorosa es esa, amistad. Tal vez en unos años, si las cosas mejoran, podamos dar un paso más allá. La campanilla de la puerta suena y soltamos nuestras manos. Sonrío y le tiendo el pan que pidió, le he puesto una pieza extra y espero que no lo note hasta que llegue a casa.

—Nos vemos mañana —digo.

—Hasta luego.

Mientras atiendo a un cliente no puedo evitar pensar en cómo serían las cosas si nuestros padres no estuviesen enfermos.

Ambos se conocerían por supuesto, probablemente ya estaríamos comprometidos porque ambos sabemos que tenemos algo especial. Construiríamos una casa en el campo con un gran horno, así él sembraría y cuidaría del campo que tanto ama y yo haría pan. Tendríamos muchos niños porque ambos somos hijos únicos y hemos tenido vidas solitarias. 

—Disculpe.

Me imagino teniendo una niña para que sea la consentida de papá, aunque la vida de una mujer es increíblemente difícil. Claro que los hombres también sufren, pueden ser llamados a guerra y trabajan mucho para mantener a su familia.

—Señorita.

Pero seríamos muy felices, aún en los tiempos difíciles habría esperanza.

—¡Quiero pan!

Me sobresalto con el grito del hombrecillo y me llevo la mano al pecho.

—No hay necesidad de gritar, lo escucho perfectamente —digo, envolviendo su pedido de siempre rápidamente.

—Pero...

—Que tenga buen día —corto, señalando con las cejas la puerta.

No debería imaginar con tal seguridad mi futuro, especialmente cuando Eugene y yo nunca hemos hablado sobre nosotros, pero del algún modo parece inevitable, como si irremediablemente fuese a suceder en algún momento.

Suelto un suspiro y sacudo la cabeza; lo único que quiero y necesito ahora mismo es sacar adelante el negocio para tener el dinero suficiente y tratar la enfermedad de papá. Eso es lo único que me importa.

Una de las mujeres que hicieron su compra está mañana entra agitada a la tienda. Que sí, conozco desde hace años a la mayoría de mis clientes hasta al punto de recordar sus pedidos habituales, pero soy pésima con los nombres.

—¿Supiste lo que ha pasado? —dice con la mano en el pecho.

Sin embargo, a ella la conozco desde niña y no olvido que su nombre es Bertha, solía mantener un ojo sobre mí tras la muerte de mi madre.

—No, pero estoy segura de que estoy a punto de enterarme.

—El Príncipe está buscando a la muchacha de la que se enamoró en el baile. Irá pueblo por pueblo para encontrarla y nuestra aldea es la primera porque es la más cercana al castillo.

—Prácticamente describieron a la dama como un ángel —replico, recordando su cháchara de hoy—, dudo que sea del pueblo.

A pesar de que fue mandato real para todas las mujeres solteras del reino, estoy segura de que la mayoría de las campesinas y sirvientas no se atrevieron, o no les permitieron, presentarse.

—No lo sé, pero aquí hay varias chicas rubias que pueden cautivarlo —dice, guiñándome un ojo.

¿Ahora qué le pasa?

—Seguramente serás de las primeras que visite —continúa diciendo—, eres lo más próximo al castillo, deberías usar tus mejores ropas. Comenzará las visitas mañana temprano.

Sale casi tan rápido como entró y un inexplicable nudo nervioso se instala en mi estómago. Inconscientemente doy un vistazo a mi cabello trenzado, es de un castaño claro que luce como la miel estando bajo el sol.

¿Por qué me guiñó el ojo?

Me encojo de hombros y me dispongo a limpiar el mostrador pensando en la búsqueda del Príncipe; espero que encuentre a la mujer que busca.

Esa no es mi zapatillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora