Cuando cumplí nueve años mi padre me llevó a cazar.
Había estado practicando por meses con su viejo arco, desarrollé una buena puntería y estaba ansiosa por mostrar mi destreza. Vagamos por el bosque durante horas sin éxito. Cansada y con hambre le pedí a papá volver a casa y en el camino de vuelta un conejo gris apareció frente a nosotros.
Ambos nos quedamos paralizados. No había visto uno nunca, recuerdo que me asombré de lo bello y pequeño que era. Me enterneció su colita esponjosa y cómo movía su nariz. Quería tocarlo y abrazarlo, realmente me capturó el corazón.
Hasta que mi padre preguntó: «¿Eres la presa o el cazador?».
Esa noche comí carne por primera vez en casi cinco años, y cuando llegó el invierno fue la primera vez que mis pies no estuvieron fríos. Fui el cazador. Y a pesar de haber llorado después de lanzar la flecha, yo había tomado la decisión.
No sólo por mi padre, sino por mí.
Recuerdo el consuelo que me ofreció aquél día: «Todos somos presas Emily, de alguien o de algo, así que nunca te arrepientas de lanzar una flecha para proteger tu corazón».
Estando de pie en este corredor frío y soberbio, soy la presa. Yo misma me puse aquí, yo me encaminé a esta situación.
—¡Señorita Kassel! —llama la mujer.
Enfrentaré al cazador y continuaré con la mentira, no para proteger mi corazón, sino el de mi padre.
Limpio el sudor sobre mi nariz y restriego mis palmas en la falda del vestido. El ama de llaves, Maura, me hace una seña para que siga avanzando. Tomo una respiración profunda y la sigo, exhalando despacio conforme me acerco a la sala de reyes.
Cuando abren las puertas se detiene de golpe y se hace un lado, frunzo el ceño y ralentizo mis pasos justo antes de que el Príncipe aparezca frente a mí. Casi chocamos el uno con el otro, pero paro a tiempo y hago una reverencia.
Al incorporarme lo pillo arrastrando sus ojos azules desde mis pies hasta mi cara y sostengo su mirada cuando encuentra la mía. Sus labios forman una sonrisa que no logro interpretar y un calor me sube por cuello hasta cubrir mi rostro.
Es que vamos, es un Príncipe, cualquiera se sentiría deslumbrado y débil de las piernas con su presencia.
—¿Estás lista? —pregunta, ofreciéndome su codo para que lo tome.
—No del todo —confieso, sujetando suavemente su antebrazo—. Estoy segura de que su padre le hará ver que soy la candidata menos apta para ser su prometida, Alteza.
Entramos a la sala y caminamos directamente hacia el trono, donde el rey Philippe II de Montefiore espera estoico.
—Entonces resulta conveniente que siempre he llevado la contraria a mi padre —dice con una sonrisa.
Mis ojos abandonan los suyos para mirar al Rey y hacer mi reverencia.
—Su Majestad —digo, manteniendo mi cabeza y mirada hacia abajo, sintiendo mi corazón en la garganta.
—Padre, me complace notificarte que finalmente he encontrado a la mujer que buscaba —Toma mi mano y me hace dar un paso al frente, a su lado, sin soltarme—. Permíteme presentarte a la señorita Emily Kassel Laurent, la dama que se adueñó de mi corazón en el baile, y mi prometida.
Sé no es real, porque yo no soy esa mujer, soy completamente consciente de ello y aun así, en contra de mi buen juicio, permito que esas palabras se planten dentro de mi pecho como una enredadera.
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Esa no es mi zapatilla
RomanceEl príncipe Henry buscaba a la chica que le robó el corazón en un baile midiendo una zapatilla de cristal a cada mujer del reino. Pero, como seguro le faltaba la mitad del cerebro, Henry convirtió en su prometida a la primera chica que le quedó la d...