Capítulo 6

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Me despierto con un sobresalto, como si alguien me hubiese pateado.

Al ver el sol entrar por una ventana se me acelera el corazón y peleo contra las sábanas para levantarme. Caigo de bruces con un gemido de dolor y me pongo de pie lo más rápido que puedo con la respiración agitada

¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy? ¿Qué hora es?

Miro alrededor pero mi cerebro tarda casi un minuto en procesar lo que estoy viendo. La cama, el dosel, el candelabro, una alfombra de lana bajo mis pies. Enrosco mis dedos. Ahora recuerdo la zapatilla, al Príncipe de rodillas frente a mí, la carroza. No fue un sueño, realmente sucedió.

Soy la prometida del príncipe Henry Drummond Mullarkey de Montefiore.

Cielos, qué nombre más aburrido.

Un par de golpes en la puerta me hacen girar la cabeza, tan rápido que me truena el cuello, y una voz femenina me pregunta si ya estoy despierta y que si puede pasar, respondo que sí y pronto el trío de ayer entra a la habitación.

—Chicas, por favor —digo antes de que empiecen a manosearme—, primero necesito saber sus nombres.

Y espero que no se me olviden. Las chicas se miran entre ellas y sonríen tímidamente. Se parecen mucho. Me pregunto si son hermanas porque todas tienen piel canela, ojos miel y cabello negro, sólo veo diferencia en estaturas y peinado.

—Mi nombre es Clara soy la mayor de las tres —dice la primera con el cabello más largo, se ve un par de años menor que yo—. Somos hermanas.

«Y se ven muy nerviosas», evito agregar.

—Yo me llamo Clarisa, señorita, para servirle —asiento, ella tiene flequillo.

—Buenos días, señorita Kassel, mi nombre es...

—Espera, no me digas —interrumpo—. ¿Clarinete?

Parpadean confundidas. Vale, mala broma. Yo sí me reí. Al menos en mi mente.

Me aclaro la garganta.

—Sólo bromeaba chicas, para que se relajaran un poco, parecen asustadas —Veo sus hombros bajar despacio y me siento mejor—. Sé encargarme de mí misma, no es necesario que me desvistan y me laven, yo lo puedo hacer. Y tampoco tienen que hablarme así, siéntanse cómodas de tutearme o hablarme por mi nombre.

El trío intercambia miradas y finalmente Clara, creo, habla.

—Lo sentimos señorita Kassel, pero hay reglas y tenemos órdenes, si alguien llega a enterarse que no nos mantenemos en nuestro lugar podemos ser castigadas con la muerte.

Se cancela todo.

—Pero sí podemos prometerle lealtad —dice la mediana de flequillo.

—Puede confiar en nosotras —agrega la sin nombre—. Nos esforzaremos por hacerla sentir cómoda.

Hago una mueca decepcionada pero asiento y les agradezco que me hayan hablado honestamente, es un buen avance. Soltando un suspiro pregunto a la menor de las hermanas su nombre y me dice que es Claribel.

¿Había descuento para la sílaba «Cla» o algo?

Les pido que formen una línea y las observo. Se ponen de nuevo nerviosas y les cuento sobre mi cabezota olvidadiza, que estoy tratando de memorizarlas. Clara es la mayor, la de trenza más larga. Clarisa es la del flequillo. Claribel, me da ternura, es la menor; se nota en sus facciones redondeadas y mirada huidiza.

—Al menos llámenme señorita Emily, por favor, si alguien pregunta díganle, no sé, que lo ordené porque me siento vieja si me llaman por mi apellido, ¿de acuerdo? —pido.

El trío sonríe y asiente e inmediatamente empiezan a revolotear por la habitación. El par mayor me ayuda a desvestirme y lavarme a pesar de mi renuencia mientras Claribel se encarga de la cama.

Clara se encamina hacia un armario y empieza a sacar tantas prendas que no estoy segura si son para vestirme o cortinas. Me acerco al armario sorprendida y le pregunto de dónde salió todo eso.

—El Príncipe solicitó esta ropa para usted antes de que llegara —responde—. Solamente son treinta vestidos, Su Alteza nos indicó que se renovaría su guardarropa después de la boda.

La miro atónita.

¿Treinta vestidos? ¿Treinta vestidos para mí? Santo centeno, me falta aire. Esto es demasiado. En toda mi vida no he usado ni un cuarto de esa cantidad. Y menos con esa tela, escasamente conseguíamos de lana.

—¿En serio son míos? —pregunto bajito, incrédula, y Clara me asegura que sí—. Por Dios, son preciosos.

Intento acercarme al armario pero Clarisa me dice que debemos apurarnos porque tengo que presentarme ante el Rey antes del desayuno. Probablemente para no tener nada que vomitar de los nervios.

Extrañamente, al igual que ayer, no siento pena alguna por estar desnuda frente a ellas. Las chicas me dejan ponerme por mí misma el calzón, las medias y la holgada calza que me llega hasta el tobillo. También me pongo el camisón blanco de lino.

Clara me acerca un hermoso vestido de terciopelo verde y estoy tan emocionada que permito que ellas me lo pongan; la tela es suave y fresca. Ajustan el encordado sin piedad pero no me quejo. La manga me cubre hasta el codo y cuando finalmente me permiten respiran acaricio la tela con cuidado de no ensuciarla, apreciando algunos detalles de bordado.

He envidiado y maldecido el privilegio de la nobleza, no lo niego, pero al ver y sentir esta ropa, recibir el cuidado personal, puedo comprender por qué hacen tanto por mantenerlo.

El trío finalmente me hace sentar para arreglar mi cabello, no es del todo lacio, sólo de la parte superior y el resto tiene unas ondas sin mucha forma. Ellas lo cepillan y le untan algo con olor dulzón.

Tras varios estirones y quejidos retiran el cabello de mi rostro con dos finas trenzas que atan hacia atrás. Mi pelo llega hasta mi espalda baja y en el último momento Clara saca de los costados de mi frente un par de cabellos que deja sueltos.

Ponen un polvo rojizo en mis mejillas y labios con suavidad, dejando un coloreado levísimo. Luego me dan unas sandalias que al parecer son sólo para usar en el castillo. Aun no hay espejo en esta habitación, pero tengo la esperanza de lucir bien.

—¿Qué tal quedé? —cuestiono al trío que sonríe de inmediato.

—Se ve muy bonita señorita Kassel —dice Claribel—. Se verá aún más bella y elegante cuando comience a usar la vestimenta de la realeza.

La mención de mi futuro desata mis nervios y antes de poder decir algo escucho unos golpes en la puerta y alguien que me llama, le pido que pase y el ama de llaves entra apresurada.

—Señorita Kassel, sígame, por favor, Su Majestad se dirige a la sala de reyes y no puede hacerlo esperar.

Todo rastro de felicidad se evapora de mi cuerpo al escucharla y el golpe de realidad convierte a mi estómago en un nudo.

—¿Qué hay del Príncipe? —suelto, no quiero hacer esto sola.

—Él también va para allá —dice, y asiento mientras me pongo a su lado.

Estoy asustada, muy asustada. Le doy un vistazo al trío y ellas me dan una sonrisa alentadora que no consigo responder. Las palmas de mis manos ya están empezando a sudar.

Sigo al ama de llaves por un lío de corredores y por todo el camino no puedo dejar de preguntarme qué diantres estoy haciendo. Estoy demente. No puedo hacerlo, esto ha ido muy lejos, voy a mentirle al Rey. Al Rey

Me detengo de golpe y la mujer que va trotando frente a mí no se percata. El corazón me late con fuerza. Me llevo la mano al vientre e inhalo y exhalo con rapidez, es posible que me desmaye, siento que me sofoco y mi nariz se cubre con perlas de sudor.

Debo huir, tengo que escapar de aquí ahora mismo.

Esa no es mi zapatillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora