Capítulo 1

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¿Cómo se empieza a contar una historia desde el principio? Trato de recordar esto como hace todo el mundo, desde sus inicios. ¿Pero cómo contar algo desde el principio si no tienes ni idea de cómo comenzó? Supongo que hablando de mí entonces…Me llamo Rin. No me gustan las películas de terror, y aborrezco que la gente vista a los perros. Me gusta mucho el mar, solía vivir en una ciudad costera, pero eso ya no tiene relevancia. Mi vida, y la de toda la humanidad, dio un giro horrible e inesperado cuando el destino de nuestra especie cambió inevitablemente. Yo solo tenía doce años y no tuve mucho tiempo para reflexionar profundamente sobre nuestra existencia y todo lo que nos rodea pero ¿Quién no se ha preguntado alguna vez si Dios existe? Si todo lo que nos sucede, ¿Es casual o pasa por que así debe ser?¿Por qué estaba predestinado? Desde los comienzos de la humanidad, el hombre es hombre gracias al pensamiento y es inevitable que nos preocupemos por estas cosas, si no, no tendríamos esa…esencia, que nos hace ser únicos en nuestro planeta. Entonces, todos nos hemos preguntado alguna vez sobre la existencia de un ente superior…pero hasta ese día, no nos dimos cuenta de que en realidad, no queríamos saber la respuesta.                                                                                                          

Mi familia no era especialmente creyente, tampoco éramos muy de preocuparnos por eso. Vivíamos bien, éramos felices aunque yo no fuera consciente de ello. No necesitábamos más. Mi hermano Jean estaba demasiado ocupado empezando a esforzarse por impresionar a las chicas. Mi madre era una buena mujer, de letras, más preocupada en enfrascarse en sus novelas que en preparar la comida, y mi padre, en el lado opuesto, trabajaba de físico teórico en la universidad más importante del país. Nunca le atendía cuando hablaba, siempre me interesaron más las historias que me leía mi madre sobre leyendas de dragones y caballeros, resultaba mucho más interesante que escuchar las teorías de mi padre que solo el y sus cuatro compañeros cerebritos entendían.                                                                                                                                      

Tiene gracia, pero quizás si le hubiese escuchado más no me habría resultado tan impactante el día que me enteré. Llegué agotada del instituto. Había sido el primer día y jamás imaginé que madrugar pudiese ser tan espantoso. Llevaba toda la mañana con las pestañas pegadas entre sí, y una cara de muerto de tal magnitud que ni me extrañó que ningún chico se acercase a menos de cinco metros de mí. Había sido un día pésimo, pero lo peor estaba por venir. En cuanto abrí la puerta de casa noté algo raro. Mi madre no estaba sentada en la mecedora, como todos los días. Jean ya había llegado del colegio y descansaba plácidamente en el sofá. Me acerqué por detrás y le di un beso de vaca en la mejilla, llenándosela de babas. Acto seguido, pegó un brinco y hizo uno de sus característicos ascos.

   - Jean, ¿Dónde está mamá? – hice un intento de sonreír, pero me parece que no pude disimular mi tono preocupado. Esa sensación no se iba.

   -Habrá salido a comprar algo, me parece que no hay nadie en cas…

No le dio tiempo a acabar su frase. Oímos un fuerte golpe y un sonido que parecía de un disparo retumbó en el despacho de mi padre. Jean y yo nos miramos aterrados. Ví que iba a gritar, y rápidamente le agarré por la espalda y cubrí su boca con mi mano. Después de este acto bien pensado, se acabó mi momento de claridad. Estaba completamente paralizada. La idea de pensar que mi padre podría estar en el lugar de donde provenía el ruido me aterraba. Se pasa el día en el despacho.                                                          Noté que mis manos estaban mojándose, y me dí cuenta de que ya llevaba un rato petrificada y Jean había comenzado a llorar. Destapé su boca y teniendo en cuenta que no habíamos oído ningún ruido más hice lo que consideré más prudente; escondernos. Recordé el cuento de los siete cabritillos y metí a Jean en el gran reloj que compró mi madre para el salón. Llevaba años molestándome a cada en punto, pero en ese momento no pude agradecer más que estuviese ahí. Jean no paraba de llorar, así que me acerqué al hueco del reloj, donde se había metido como un auténtico contorsionista y le susurré “voy a buscar a Papá pequeño. No te preocupes. Todo está bien, yo estoy aquí para protegerte” y le di una de mis gomas de pelo para que jugase con ella mientras, con otra goma, me hacía una coleta en mi pelo castaño-anaranjado. Pero, ¿A quién quiero engañar? Estaba aterrada. Era practicamente seguro que el ruido era un disparo, y yo no soy ninguna de las heroínas de los libros que me leía mamá, más bien me auto recordé a Bambi. ¿Qué habría ahí dentro? Me encontraba a tres metros del despacho y a cada paso que avanzaba, estaba más y más aterrada. Barajaba las distintas posibilidades, tuve que mentalizarme de que en el estudio podría estar ocurriendo cualquier cosa. Toda remota posibilidad resultaba válida. Hasta que llegué. Silencio.                                                                                                                                                           

Hasta los ángeles caenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora