Eclipse: Acto II

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        —Está bien, se los diré. Yo puedo, es para mi bienestar —Ayla respiró hondo y exhaló, tenía que estar calmada al momento de pedirles a sus papás que la lleven devuelta a la clínica.

        Ir a la clínica le ayudó a desahogarse y a reconocer los problemas desde raíz. Logró que su dependencia a Elián disminuyera, tenía menos ataques de ansiedad, incluso con sus continúas recaídas salía adelante y podía buscar un modo de sobrellevar la situación y tener un control sobre sus emociones. Volver a tomar terapia con el joven a cargo le haría un gran bien.

        Bajó las escaleras una mañana nublada, todavía con su pijama puesta. Se sentó a desayunar con su mamá en la mesa de madera oscura. El perrito se acercó a esperar que le dieran de comer. Los manteles ya estaban colocados y los platos también. Platos blancos con grabados azules. El olor de la comida era sofocante. La mesa estaba idéntica. Todo estaba igual que aquella vez.

        Ayla sintió un dolor en su estómago y una indescriptible sensación de miedo, todo se asimilaba al día cuando tuvo un ataque de ansiedad muy fuerte en el cual sus padres solo la regañaron por ser una dramática. Para asistir a esa clínica tuvo que implorarles, repetirles que por favor la llevaran porque en verdad lo necesitaba, no era un invento de ella, no era algo que ella misma se provocaba. Ni siquiera se habían molestado en buscar un psicólogo con título, solo buscaron el modo de acallar las necesidades de su hija llevándola con un estudiante, el cual, para fortuna de la castaña, era muy profesional en lo que hacía.

        —Oye, mamá —la llamó mientras servía la comida, esperando un inminente rechazo por parte de ella. Su propuesta seguramente la haría sentir mal, su madre se culparía de nuevo y le preguntaría qué no le han dado—, ¿te acuerdas de la clínica?

        Su madre negó con la cabeza, provocándole una presión en el pecho.

        —El lugar al que íbamos semanalmente —añadió.

        —Ayla, si te pasa algo solo tienes que decirnos. Deja de ocultarnos cosas, queremos entenderte y solo te guardas todo para ti misma —contestó sirviendo asquerosa comida en el asqueroso plato—. ¿No nos tienes la confianza?

        —Sí, sí les tengo confianza, pero necesito hablarlo con un profesional. El estudiante que me atendió es muy bueno y me ayudó a sentirme mejor.

        —La familia puede entenderte mejor que nadie, estamos aquí para ayudarte en todo. También tú, solo te encierras en tu cuarto a hablar con tus amigos. Sabes que pase lo que pase los únicos que estarán aquí serán la familia.

        Cállate. Cállate. Cállate. Cállate.

        —¿Con quién tanto hablas? —inquirió.

        Te lo diré si tanto quieres saber.

        —Con mi novio.

        —No chingues, Ayla. Por eso mismo es que andas ahí yendo a esa clínica, porque estás muy joven y todavía no maduras. ¿Ves como tú misma te provocas esto? —exclamó fúrica, azotando el sartén contra la mesa. La miró fijamente buscando intimidarla, dando resultado—. ¿De él aprendiste a gritar cuando no consigues lo que quieres?

        —Ya estoy grande. No aprenderé a reconocer la gente mala en mi vida si siguen queriendo que sea una niña. Estoy a nada de acabar la preparatoria, necesito mi libertad, no necesito que me acompañes cuando salgo —replicó balbuciente, temerosa de su propia madre—. No soy una niña, mamá, necesito ir a la clínica.

        —¡Entonces corta a tu novio y solucionas todo!

        ¿Esa era su solución?, ¿su solución era deshacerse de su felicidad?

Aquellas Máscaras: Libro 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora