Eclipse: Acto III

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        Eran mediados de septiembre del año pasado, el ciclo escolar llevaba casi un mes de haber comenzado. En esas primeras semanas de clases, una jovial castaña ensimismada se encaminaba hacia la puerta para reunirse con su mejor amiga y acompañarla a casa. Cargando su mochila de color gris con lunas amarillas se acercó a ella y la saludó, notando que al lado de ella había otros tres chicos platicando. No les tomó importancia, eran de otros grados; sin embargo, uno de ellos captó su atención. Ayla lo miró minuciosamente, con gran discreción. Era de las pocas veces que observaba fijamente a una persona y que ésta la sacaba de sus pensamientos, en este caso, era un joven con rizos que relucían con el tenue brillo del ocaso, ojiazul, con una voz no tan grave ni tan aguda, sino una voz que parecía aplacar a los demás.

        Se percató que el rubio la observó brevemente también y le devolvió una sonrisa. Ayla dudó en si hablarle, solo lo saludó y se escondió detrás de su amiga, repitiéndose este mismo proceso durante unos cuantos días. Su amiga la animó a pedirle su número y así fue, la joven de ojos cafés oscuros tímidamente se atrevió a hacerle plática y hablar con él sin limitarse a un "hola".

        —Hola —cuando dijo esa palabra se arrepintió de hablarle.

        —Hola —contestó él.

        —¿Me das tu número?, es que mi amiga lo quiere —explicó apresurada.

        Su amiga no pudo contener la risa, aunque, por un lado, esperaba una reacción así por parte de Ayla, ella era muy tímida. De algún modo, le sirvió pedirle su número, no tener que verlo de frente facilitaba las cosas. Ellos se escribían y platicaban sobre la escuela. Elián estudiaba en esa preparatoria, estuvo ahí durante dos años y luego la abandonó, venía a visitar ocasionalmente a sus amigos que todavía estaban inscritos allí.

        Siguieron hablando, trasnochando entre multitudes de mensajes que gradualmente se llenaron de corazones y piropos sacados de páginas de internet. Esos mensajes se transformaron en llamadas, luego en videollamadas ignorando el hecho de que a ambos les apenaba hacer llamadas de más de treinta minutos.

        —Oye, ¿quieres que mañana vaya a la escuela? —le preguntó el joven—, podemos comprar algo afuera a la hora de la salida. Conozco un lugar donde preparan comida muy rica.

        —Sí, claro —respondió encantada.

        Se formó un incómodo silencio, se quedaron sin palabras. Ayla no necesitaba oír la voz del ojiazul, con tan solo saber que estaba en llamada acompañándola le transmitía una inefable calma, especialmente después de días tan tediosos, tornando sus mejillas de color carmesí y dándole brillo y vida a sus ojos; lo mismo aplicaba para el rubio, tras reñir con su padre lo que más ansiaba era hacer llamada con ella y desahogarse, oír aquella apacible chica que le hacía saber que todo mejoraría pronto.

        Del albor al ocaso sentían aflicción, y del ocaso a la madrugada sentían paz. Los malos pensamientos callaban, y las fuertes palpitaciones de sus corazones eran más sonoras y aceleradas.

        Con gran timidez se etiquetaban en publicaciones, se enviaban fotos de gatos tiernos mutuamente, probaban filtros cuando se veían a la hora de la salida, parecía que Elián visitaba la preparatoria solo por Ayla. Pedirle su número a aquel joven rubio algo alto fue lo mejor que pudo hacer en su vida.

        Llegó el día donde se declararon. El sol se estaba ocultando, y al mismo tiempo la luna presenciaba la confesión. Ayla estaba saliendo de clases, se encontró con el ojiazul y lo abrazó. Se sentaron en una banca y hablaron por un rato, ambos con intenciones de expresar su sentir. Cruzaron miradas y se ruborizaron.

Aquellas Máscaras: Libro 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora