10. El guia

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El guia

Arrastré al cazador hasta la casa de la abuela y lo dejé caer sin mucha consideración sobre el sillón

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Arrastré al cazador hasta la casa de la abuela y lo dejé caer sin mucha consideración sobre el sillón. Estaba consciente, pero muy débil y era claro que no podía hacer magia, así que me aseguré de golpearle la cabeza contra el mueble de madera del living al entrar. Quise que lo notara.

La abuela y yo no cernimos sobre él y analizamos su rostro. Él nos observó, con la mirada agotada y resignada. Estaba pálido y le seguía sangrando el brazo. Goldie no paraba de ladrarle, bien rencorosa.

—¿Quieres que lo deje morir, linda? —me preguntó mi abuela, con ternura, como si fuese una gánster y no una ancianita que cocinaba rico.

—Abuela, por favor.

—Quiso matarte, yo lo dejaría morir. Lo puedo enterrar en el patio, ahí entre los pinos —me dijo, encogiéndose de hombros.

Puse los ojos en blanco.

—No somos asesinas, ¿recuerdas? —le dije, acentuando la palabra para que él la oyera. Pero apenas la dije me acordé que yo sí era una asesina. Había matado a muchos hombres. Tipos de mierda, claro, pero hombres al fin. Lo peor era que lo seguiría haciendo.

Me volteé, dispuesta a buscar el botiquín de primeros auxilios que había en el armario bajo la escalera, porque sabía que la abuela no lo curaría jamás. Yo, por mí, parte, a pesar de que él había intentado matarme y le tenía mucho miedo a sus habilidades, no podía ser culpable de una muerte más.

Cuando dejé las gasas, el agua oxigenada y el alcohol sobre la mesa baja del living, él soltó algo parecido a un bufido.

—¿Crees que... no te mataré cuando me recuperé? —murmuró.

Me senté en la mesa y lo ignoré. Agarré la gasa y la llené de alcohol, bien a gusto. Él arrugó la nariz y se retorció en el sillón, con todo su enorme cuerpo, pero no podía huir. Le apliqué la gaza son fuerza en la herida y observé impávida como intentaba morderse la lengua para no berrear como un bebé.

Bueno, había dicho que no iba a dejarlo morir. Nunca excluí la tortura en mi código de conducta.

—Seguro si eres pariente de Nora eres igual de terco que ella —contesté—. Lo bastante como para tener un cerebro reducido incapaz de escuchar, interpretar y comprender. También eres bastante ciego.

Le quité la gasa y él continuó rechinando los dientes hasta que le tiré un chorro de agua oxigenada encima, que lavó los excesos del alcohol. Ahí, él exhaló con brusquedad.

Me miró bien la cara, con una expresión más suave, y resopló.

—No estoy ciego —recalcó, antes de apartar la mirada.

—Entonces eres solamente un estúpido.

—Hago mi trabajo.

—Yo hago el mío —repliqué, poniéndole gasas otra vez y apretándoselas para hacerlo sufrir—. Pero parece que no has captado el mensaje. La muerte me quiere aquí.

Sueños enterrados (Suspiros Robados 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora