Volvía a casa en un taxi; la ciudad se veía serena desde el asiento trasero del vehículo, las luces alumbraban a lo lejos y destellaban en sus ojos azules. Su camisa estaba desordenada, y hasta un poco manchada de alcohol, probablemente lo derramó sin darse cuenta mientras bailaba.
Se sentía relajado, en una gran nube, esponjosa y suave. Como si flotara y estuviera en el lugar más pacífico del universo, le había venido de maravilla salir de fiesta. Sus labios se curvaron al recordar lo mucho que bailó y se divirtió.
Aun así, no podía evitar pensar en que en todo momento le hizo falta algo. Específicamente alguien.
Horacio.
Se preguntaba si ya estaba durmiendo o, de no ser así, si es que lo esperaba en la sala. Toda la noche pensó en él, en lo mucho que le hubiese encantado bailar y reír con el hombre de cresta. Se imaginó bailando entre sus brazos, cálidos y enormes; pegados, sonrientes, felices.
¿Habría sido así? No lo sabía, lo cierto es que lo deseó. Su mente se encontraba liberada, la cantidad de alcohol ingerida había sido suficiente para dar rienda suelta a sus pensamientos. Incluso aquellos que, en su normalidad, alejaba con recelo.
Cuando menos lo pensó, se halló a si mismo buscando torpemente la copia de las llaves de la mansión. Después de varios intentos fallidos, logró dar con ellas y así poder adentrarse a la vivienda. Horacio en el sofá lo hizo sonreír apenas entró en su totalidad.
– ¿Dónde... habías estado? – notó la corbata desaliñada, el saco arrugado y la camisa con residuos de alcohol. Su voz era suave, con tintes de preocupación que pasaron desapercibidos para el ruso. – ¿Y ese ramo?
– La señorita Monnier me- me invitó a una boda, ¡en una yate! – caminó a pasos lentos hacia el moreno, el cual inmediatamente notó cómo arrastraba las palabras. Estaba ebrio.
– ¿Ah sí? ¿Y no me invitaste a mí? – la pregunta sonaba inocente y tierna para Volkov, el cual no dudó en sentarse a lado del más bajo y recargarse despreocupadamente sobre el sofá.
– Bueno... es que no estabas conmigo, y fue todo muy rá- rápido – explicó y buscó los brillantes ojos del contrario. Inmediatamente se perdió en ellos.
– No me has respondido lo del ramo... – la mirada del moreno no se podía despegar de aquellas flores. Estaban un poco maltratadas, pero seguían siendo bastante bellas.
– ¡Atrapé el ramo! Yo- yo intenté tomarlo y mira, lo logré – torpemente lo colocó frente a su rostro, intentando que el contrario lo tomara entre sus manos – es para ti – susurró, sintiendo cómo sus mejillas se calentaban y teñían de rojo.
– ¿Lo atrapaste... para mí? – su corazón se llenó de una calidez irreconocible, aquello era demasiado para ser real. Tomó las flores y, al ponerlas en su regazo, buscó la mirada del contrario.
Se perdió en el par de zafiros; el ramo era hermoso, pero no se comparaba al hombre que tenía enfrente. Aún desaliñado, se veía maravilloso. No era su físico, era lo que sus gestos le transmitían; cariño, ternura, amor. Lo que siempre quiso.
– Tú me diste un detalle, y yo- yo quería darte uno también – seguía susurrando, como si le estuviera contando un secreto. Tal vez lo era.
– ¿Tú... sabes lo que significa atrapar el ramo? – temía que no supiera la respuesta, como si le aterrara que el ruso no quisiera lo mismo que él. Lo escuchó suspirar y vio cómo su pecho se hinchaba en busca de más aire.
– Me dijeron... que- que significa que soy el próximo en casarse, ¿es así, H? – la intensidad de los bicolores le hacía retirar su mirada en ratos, asustado de perderse para siempre en ellos.
– Así es – no supieron en qué momento se habían acercado tanto. Culparon a los susurros, a sus cuerpos, a sus mentes. Se cargaron de culpa a sí mismos, pero aun así, no se alejaron.
Horacio podía percibir el alcohol en el sistema del otro, le veía luchar contra la necesidad de cerrar sus ojos y su cuerpo intentaba mantenerse derecho. Por ello, tácitamente, decidieron subir a sus habitaciones.
En el pasillo que separaba sus cuartos se detuvieron por unos segundos, como si esperasen algo del otro. Horacio fue el primero en moverse y abrir su puerta – aún con el ramo en mano –, pero la voz de Volkov le detuvo. Era un susurro, tan suave que caló los huesos del contrario.
– Entonces... ¿nos vamos a- a casar? – el tema del ramo no dejaba de dar vueltas en su cabeza. Quería saber si aquello era algo que realmente se materializaría.
– No tenemos que hacer eso si no quieres, son tradiciones tontas – el hombre de cresta no quería hablar más de ello, le asustaba que si se mostraba emocionado, el otro se alejara de él. No quería eso.
– Tradiciones... tontas... – murmuró asintiendo. Con una caminata lenta y dudosa, se metió a su habitación y cerró la puerta con poca fuerza.
Horacio suspiró decepcionado e imitó a su compañero; ¿qué le hacía pensar que el otro querría casarse con él? Si a ese punto no había ni siquiera correspondido a sus sentimientos. Se rio de sí mismo, de su ineptitud.
No quería seguir torturándose con esa situación, pero las flores rosas y las pequeñas de color lila le robaban el aliento. Se imaginó recibiendo más de esas, pero seguramente solo eran para compensar las que él le dio el otro día. Tal vez Volkov no lo quería como él lo hacía, y debía vivir con ello si no deseaba perderlo. Aunque eso significara sentir esa terrible presión en su pecho cada que lo miraba.
Un par de toques le sacaron de aquellos pensamientos que lo envolvían como el agua del mar. Casi ahogándolo, matándolo. No dudó en decir que podía pasar y pronto vio los ojos iluminados por una de sus lámparas.
– Yo- yo sí me quiero casar – las palabras salieron más rápido de lo que pensó. Un hipido se escapó después de aquella confesión, haciéndolo tapar su boca con una de sus manos.
– Que tú... ¿qué? – Horacio se levantó de tirón, quedando sentado en su cama. Solo vio al contrario acercarse y, víctima de la ebriedad, terminando por caer tontamente entre las sábanas rojas.
– Casar, yo sí me quiero casar – las palabras eran amortiguadas por la superficie acolchonada, sin embargo, eran claras para ambos.
– ¿Y con quién te piensas casar? – cuestionó, su corazón amenazaba cada vez más con atravesar su piel y huesos para así escapar de su pecho.
– Bueno... si- si tú atrapas otro ramo, a lo mejor podemos casarnos – giró su rostro, dejándolo al descubierto y sonriéndole al más joven.
Se veía encantador; su cresta despeinada, sus mejillas encendidas y el poco crecimiento de la barba que tenía le hipnotizó. Totalmente perdido, enamorado. Pobre del ruso que, no sabía que él se veía de la misma manera ante el otro.
Sus pupilas bailaban, brillando emocionadas, felices del descubrimiento. Amantes del avance que sus dueños acababan de realizar; fieles creyentes de que tendrían un ramo propio en el futuro.
De un momento a otro terminaron abrazados, ambos pensando en lo que pasaría al día siguiente. Sabían que aquello fue producto de la soltura que el alcohol ocasionó en Volkov y que cabía la posibilidad de arrepentimientos.
Aun así, cayeron en un sueño profundo, perdiendo sus figuras en la oscuridad de la noche. Sus temores desaparecieron al cerrar sus ojos, después se preocuparían por el futuro. En ese momento se permitieron soñar con el hombre al que abrazaban. Nunca habían descansado tanto como aquella madrugada.
Al despertar no fue sorpresa encontrarse envueltos en los brazos del otro, y aunque sus rostros tenían un creciente rojo alojándose, aquello no fue impedimento para que Volkov soltara el primer comentario del día:
– Creo que- que con este ramo nos vale para el casamiento, ¿no? – recordaba perfectamente la noche anterior. No se arrepentía de aquella calidez que los envolvía.
– Sí, uno es... suficiente – aunque no hubo respuesta verbal, los fornidos y pálidos brazos le dijeron lo que tanto necesitaba: no te voy a dejar ir.