Veinte.

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Karol Sevilla.

Vi como el taxi se detenía frente a mi casa, luego de viajar por las calles de México durante casi cuarenta minutos. El edificio donde vivía Chucho no estaba ni tan cerca, ni tan lejos; pero era un tiempo considerable, tomando en cuenta que el taxista se dirigía por distintos atajos que lo retrasaban más.

Suspiré y tomé el celular de inmediato para entrar a Whatsapp y mandarle un mensaje a Chucho de que había llegado bien. Tenía como diez mensajes suyos sin abrir preguntándome cómo estaba, mi ubicación y si estaba cerca.

Hasta ese momento, no conocía a nadie tan intenso con la seguridad aparte de mi mamá.

—Aquí es, señor. Muchas gracias. —me dio una mirada amable por el espejo retrovisor.

—Que tenga buena noche.

Abrí la puerta del auto y salí, afuera hacía muchísimo frío.

El señor taxista arrancó apresuradamente y antes de que mis talones hicieran algún movimiento mi teléfono vibró en mi bolsillo.

Lo saqué rápido, seguramente era Chucho.

<<Me quedo más tranquilo sabiendo que llegaste bien, nena. Por cierto, guardé la hamburguesa de Luis. No me la comí.>>

Y una foto de él con la hamburguesa en la cama.

Arrugué la nariz con ternura. De verdad mi día estaba siendo el mejor, creía que nada podía arruinármelo. Así hayan declarado la tercera guerra mundial, nadie tenía el derecho a quitarme la felicidad que sentía. Después de una semana con tantos problemas y ataques, agradecía infinitamente que ese día no haya terminado con una imagen mía en el baño llorando desconsolada.

Pero dicen por ahí, que no todo lo bueno dura.

Y de ese mal rato que pasé, solamente yo fui responsable.

En el momento que abrí el portón de la casa, encontré a mi madre parada en las escaleras con una cara de pocos amigos. Juro que ningún episodio de insomnio, me había tanto pánico como el aura de mi madre en esa situación, me sentía un conejito que había escapado de su jaula y lo habían atrapado a la hora exacta de la cena para matarlo.

Mi hermano estaba a unos cuantos pasos con los hombros encogidos y mirándome seriamente, aunque notaba una especie de pena en sus ojos oscuros.

No sabía lo que estaba pasando y me desesperaba el silencio de ambos, poco a poco la sonrisa en mi rostro se fue borrando. No aguantaba más la tensión así que abrí la boca para hablar, acción que tal vez ahora pensaría mejor solo para evitar la situación desastrosa que aconteció minutos después.

—Hola. —pronuncié con el pulso descontrolado.— ¿Ocurre algo?

Sin mover un solo músculo de la boca, mi madre retiró la mano que tenía detrás de su espalda, empuñando el pequeño envase de vitaminas.

Mi corazón se detuvo.

Esas vitaminas las había tirado unos días antes en el basurero del baño... otra vez.

Aunque claro, siempre guardaba la botella en algún cajón de ropa para tirarlo después fuera de casa o cuando pasaban a recoger las bolsas desechables, así mi madre no se daba cuenta.

El único que pudo descubrir donde estaban los tres envases de vitaminas exactamente, era mi hermano. Él había encontrado una píldora en el baño hace dos días y a pesar de todas las excusas que le di, sabía que no había quedado tan convencido.

Giré a verlo con la respiración cortada y él solo apretó los brazos cruzados en su pecho.

Maldito Mauricio.

Mariposa de Cristal (Editando)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora