Capítulo 25: Instinto de hora dorada

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(Jazmín)

El agua cristalina de la laguna brillaba bajo un tenue enfoque lunar, mis manos azuladas ante tal efecto natural sostenían con nerviosismo un papel bastante maltratado, producto de una infinidad de idas y vueltas en los que por suerte, no se perdió.

Se trataba de la carta de Luca e Isaac. A pesar de que siempre estuve ansiosa por leer lo que habían escrito (cosa que nunca creí que serían capaces), nunca me había tomado el tiempo para hacerlo desde que Lucas me la entregó. Sabía que era por miedo, el hecho de saber que la escribieron en sus últimos momentos, y que lo que tenía en mis manos era lo único que me quedaba de ellos; me aterraba por completo.

Era espeluznante leer algo escrito por un muerto, más aún cuando los viste morir en tus narices. Recordando sus muertes, todavía no entiendo cómo no pude reaccionar influenciada por mis instintos, porque bien pude hacerlo anteriormente en la base, incluso cuando no estaba influenciada por la cuarentena. Lo pienso una y otra vez y no puedo evitar sentirme culpable de sus destinos, ya que a pesar de que mi objetivo principal era integrarme al plan para salvar vidas, lo único que hice desde que me liberaron fue acabar con una vida tras otra.

Supongo que personas como yo perdemos el camino para no volver a recuperarlo.

—Ey –escuché a Ezequiel detrás de mí.

No respondí, y ante el silencio se sentó a mi lado admirando la misma vista que yo.

—¿No te trae recuerdos?

—¿Qué cosa? –me miró.

—Digo, la terraza.

Pareció no entender, pero luego soltó una leve risa, parecía percatarse de lo que decía.

—Tenés razón. Nunca más lo repetimos.

—Lo sé. ¿Ya no va a repetirse, cierto?

—Jazmín...

—No, está bien. Tenés razón, es entendible que no queramos volver a vernos.

—No es que no quiera verte –se acomodó en el césped–. Es solo que, así es la vida, muchas veces las personas se separan sin tener un por qué, y eso no está mal. 

—Claro que no. Es sólo que... creo que tengo la mala costumbre de aferrarme a algo que proteger, y así vivir sin culpa.

—Deberías buscar tu propio motivo. Digo, buscar tu libertad.

—¿Qué libertad podría tener alguien como yo?

—Empieza desde acá.

Con su dedo índice golpeó levemente mi sien.

Me sorprendí ante el gesto, y sin saber qué responder, me arriesgué a abrazarlo.

Él permaneció estático unos segundos, pero luego sentí sus brazos aflojarse para sostener mi espalda con cierta delicadeza. No era el abrazo más afectuoso, pero era propio de Ezequiel.

—Tengo miedo –solté.

—¿A qué podrías tenerle miedo que no sea lo de siempre?

En silencio, tomé su mano entre las mías y la guíe hasta una de mis mejillas. Él se quedó helado, no sé si por mi acto de cercanía ante el tacto, o por lo que estaba palpando en mi rostro.

—¿Escamas? –dijo extrañado.

Asentí.

—Son invisibles a la vista, pero palpables.

No hizo falta comentar nada. Ambos sabíamos de qué trataba. Simplemente me abrazó en silencio, como intentando retener la poca forma humana que me quedaba.

Anticuerpos 2: Código QuimeraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora