epílogo III

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El sonido de las olas rompiendo contra las rocas, junto a la fuerte brisa que traían consigo poco a poco me sacó de mi profundo sueño.

A pesar de que el sonido del mar muchas veces era lo que conseguía relajarme completamente para poder descansar aunque fuesen unas cuantas horas, cuando se encontraba tan embravecido como en aquel momento podía hacer que me despertase de un plumazo. Con el paso del tiempo, había acabado por desarrollar un sueño muy ligero, y a menos que estuviera tremendamente cansado, incluso el sonido de una mosca conseguía hacerme abrir los ojos de par en par.

Gruñí contra la almohada al darme cuenta de que había dejado la ventana abierta ¿Cómo no iba a despertarme el ruido de las olas? Bufando, intenté volver a arrebujarme entre las mantas, cuando noté que no sólo era el incesante sonido del mar lo que me tenía tan inquieto.

Volví a abrir los ojos para comprobar que el cielo aún estaba oscuro, no tanto como a media noche, no quedaba mucho para la salida del sol, pero aún así, el problema no tenía que ver con la luz. Extrañado, me incorporé en el lecho apoyándome en los codos para observar la amplitud de la habitación, completamente a oscuras excepto por el pequeño parche de luz lunar que entraba por la ventana. Luna llena.

La madera crujió, y de entre las sombras, vi aparecer un par de esferas rojizas y brillantes apuntando fijamente hacia mí. No eran simples bolas de energía que volaban libres por el aire, eran un par de ojos. Ojos de algo, o alguien, que me observaba fijamente.

Aparté las mantas de encima de mi cuerpo, y con algo de dificultad en mis movimientos por culpa de mi cambiado cuerpo, me coloqué a los pies de la cama, alargando un brazo y ofreciéndoselo a la profunda oscuridad.

Las tablas de suelo chirriaron ante el cambio de peso. Los dos ojos rojos se desplazaban entre la penumbra, sin apartar su mirada fija de mí. Finalmente, llegando al parche de luz frente a la ventana, dos enormes patas cubiertas de pelo negro y con las garras asomando se dejaron ver. Era un lobo, un enorme lobo negro de ojos rojos como la sangre.

Siguió avanzando lentamente, su negro pelaje brillaba bajo la luz de la luna a medida que se acercaba, hasta tenerlo a apenas distancia. Mi mano seguía extendida en su dirección, haciendo que mis dedos rozaran contra su hocico. Estaba húmedo y frío, las noches en medio del boque no debían ser muy agradables.

Luego, le acaricié la oreja derecha, rascando justo por detrás, lo que pareció gustarle mucho, ya que se acercó aún más a mí. En ese momento me flexioné sobre él y sin dejar de acariciarle, dejé un beso sobre su frente. Su pelaje era cálido y suave como el terciopelo.

Después de eso, mis caricias duraron poco. De pronto comenzó a cambiar, el pelo comenzó a desaparecer, su enorme envergadura se fue haciendo cada vez más pequeña, ya no había colmillos, ni orejas puntiagudas, sólo rasgos humanos y enormemente bellos.

Caperucita Roja» SterekDonde viven las historias. Descúbrelo ahora