epílogo I

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Fue el invierno más crudo de cuantos recordaba

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Fue el invierno más crudo de cuantos recordaba.

Tras la partida de Derek, estaba solo. No tenía a nadie más conmigo, la misma pregunta se paseaba una y otra vez por mi cabeza: ¿Debía volver a la aldea?

Sin embargo, por mucho que mi mente estuviese ocupada continuamente con aquel pensamiento, me veía incapaz de hacerlo. Llegaría allí, con el frío tacto del inerte cuerpo de mi padre todavía rondando entre las palmas de mis manos, y tendría que enfrentarme a miles de preguntas por parte de todo el mundo, de madre, de Erica y Lydia, del propio Scott... Para después ser el centro de atención de toda la aldea "¿Dónde has estado? ¿Y tu abuela? ¿Y tu padre? Desde la noche nadie ha visto a Derek Hale ¿Quién es el verdadero lobo? ¿Por qué te quiere a ti? ¿Quién eres en realidad?..." Empezaría a levantar sospechas, demasiados desaparecidos, demasiadas preguntas sin respuesta, la identidad del lobo seguía sin revelarse... Y yo era el hilo que unía todos aquellos puntos inconexos.

No me creerían, me acusarían de bruja una vez más... E incluso aunque no lo hicieran... ¿Serían capaces de perdonar al hijo de un lobo? Impensable... Demasiadas muertes, demasiada sangre derramada por culpa de mi enfermo padre... Querrían algún tipo de compensación, y si para ello, debían colgar mi cuerpo al amparo de la muerte, lo harían sin dudar. No se arriesgarían a permitir que el descendiente de un monstruo siguiese vivo, temían demasiado a que yo pudiera continuar aquel ciclo que castigaba sin descanso a los habitantes Beacon Hills.

Por todo y eso y más, no podía volver. ¿Cómo iba a mirar a madre a la cara? ¿Qué iba a pensar mi supuesto futuro esposo de mí? Aunque volviese, estaría igual de solo que en ese momento, puede que incluso más... Así que decidí recluirme en la espesura del bosque a la espera de la vuelta de mi alfa.

El único lugar en el que podía refugiarme era la casa de la abuela ¿A dónde más podía ir? Volví sobre mis pasos al que solía ser el hogar de la alfa, y durante meses, fui remodelando aquella vieja cabaña para que ahora se convirtiese en lo único que podía denominar como mío.

Aquella casa estaba llena de utensilios extraños, pinturas raras, objetos cuyo nombre, sentido o uso desconocía por completo, libros en lenguas indescifrables, y que a pesar de lo poco que sabía leer gracias a lo que me enseñó la abuela, conseguí encontrarles poco a poco un sentido, y en aquellos casos en los que no era capaz, únicamente me limitaba a observar los extraños dibujos que con simples trazos conseguían contarme singulares historias, o simplemente sobreentendía más de lo que podían mostrar aquellas amarillentas páginas.

En la parte trasera, hacía muchos años se había construido un pequeño establo, de manera que las dos vacas y algunas ovejas que tenía mi abuela pudieran resguardarse del frío. Estaba conectada al salón por una puerta al lado de la chimenea, por lo que cuando me sentía solo y quería algo más de compañía que no fueran simples libros, salía a la cuadra y me acomodaba al calor de los animales sobre el mullido heno.

La nieve, la lluvia y el gélido frío hacían imposible que pudiese plantar o recolectar nada del pequeño huerto de la abuela. Por suerte, antes de la llegada de noviembre, ella ya había recogido todos los frutos posibles, tenía reservas suficientes de comida para las vacas y ovejas, había hecho la matanza de animales para tener carne conservada, y en general, se había preparado para un invierno duro. No sé cómo, pero siempre era capaz de predecir cuando se avecinaba una mala racha para adelantarse y prepararse.

Caperucita Roja» SterekDonde viven las historias. Descúbrelo ahora