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Sentía una gran presión sobre todo el cuerpo. Era como tener la mente cubierta completamente por una espesa niebla que me impedía pensar, ser consciente de dónde estaba. No sé exactamente cuánto tiempo pasó hasta que conseguí volver a mover mi cuerpo, aunque sólo fuese encoger y estirar los dedos de mis manos, estaba totalmente paralizado, sin posibilidad de moverme.

El aturdimiento no desaparecía, pero al menos, después de un rato, logré volver a abrir los ojos y ubicarme. Estaba en casa, tendido sobre la cama. Parpadeé un par de veces a pesar de que todo estaba en completa oscuridad, cuando de repente sentí una suave respiración en mi mejilla.

La abuela estaba acostada a mi izquierda, de lado, mirándome fijamente, y a pesar de que, como ya dije, no había ningún tipo de luz allí dentro, podía ver sus ojos a las mil maravillas.

Los tenía completamente abiertos, con su fija mirada puesta sobre mí, sin embargo, no sé si por la falta de luz o por mi propio cansancio, sólo era capaz de distinguir un profundo color negro, que casi le inundaba toda la extensión de las cuencas. Ni rastro de su característico azul grisáceo.

-Abuelita... Qué ojos más grandes tienes- Murmuré a media voz, no era capaz de hablar con más fuerza.

-Son para verte mejor, querido- Poco a poco fue incorporándose sobre el lecho hasta quedar apoyada sobre su antebrazo. Yo imité su acción.

Mis ojos se desviaron hacia su perfil, hacia su oreja derecha, levemente más grande de lo que se supone en una persona, y quizá hasta más puntiaguda en la zona superior.

-Abuelita... Qué orejas más grandes tienes- Sus ojos volvieron a fijarse en mí.

-Son para oírte mejor, querido- Su voz se rebajó tres tonos por debajo de lo normal, mezclándose con una especie de sonido demoníaco que salía de su cuerpo, todo eso acompañado por la sonrisa más escalofriante que me había dado jamás, entre la cual, aprecié unos dientes exageradamente grandes.

-Abuelita... Qué dientes más grandes tienes

-Son para comerte mejor, querido...

En ese momento desperté.

Tenía la respiración agitada y algo se me escurría por la frente. Era un pequeño paño húmedo que debían haberme puesto para ayudarme a dormir. Divisé toda la estancia. Al igual que en mi sueño, estaba en casa, tendido en la cama y sin haberme puesto el camisón, seguía con mi vestido azul. También tenía a alguien tendido a mi lado, Lydia, quien parecía dormir plácidamente y con la mayor tranquilidad que había visto en ella durante aquellos últimos días.

Salí de la cama con pasos torpes, aún bastante turbado por la reciente pesadilla.

-Mieczyslaw- Me asomé hacia el piso de abajo para ver quién me había dicho mi nombre. Era madre, ya vestida y preparando algo de sopa en la enorme olla sobre las brasas- ¿Qué haces levantado?

Caperucita Roja» SterekDonde viven las historias. Descúbrelo ahora