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Ailén apareció a la hora prevista con su mochila y su camisa a cuadros con olor a humedad.

Se había dedicado a caminar toda la noche por las calles y dormir a ratos en un banco cerca de la carretera, helada de frío. Había pasado una de las peores noches de su vida, y no era del todo porque no pudiera regresar a casa. Se sentía sola y abandonada por el mundo.

Ella vigilaba por todas las personas a las que tenía cariño, pero la realidad era que ninguna de ellas velaba por ella.

Subió a un monovolumen negro mate, de varias plazas, y se sentó en el asiento de la ventana. Apoyó la cabeza en el cabezal, hundida en el asiento, y se durmió todo el camino.

Cuando era una niña tenía el sueño profundo, ni siquiera un bombardeo en la ciudad podría haberle arrebatado el sueño, pero, por distintas situaciones en su vida, su cuerpo había aprendido a reaccionar pronto a cualquier mínimo sonido o movimiento.

Escuchó un poco la conversación que tenían los hombres, un trozo de una llamada telefónica sin importancia y la música de la radio para amenizar el viaje, pero no abrió los ojos. Ni siquiera cuando el sol bañaba su cara y formaba sombras anaranjadas en sus párpados, pegados con fuerza.

Solo cuando alguien mencionó que habían llegado a su destino, los abrió para ver por la ventana.

Al principio le costó hacerlo, pero cuando enfocó la vista, entendió por qué las personas de Almas querían vivir una vida mejor en Dagta.

A través del cristal levemente empañado, vio la imagen borrosa del centro de la ciudad, llena de alargados rascacielos, tiendas lujosas y calles limpias. Era completamente diferente a Ragta, repleta de gente sin recursos y sin posibilidad de prosperar, recluida en guetos por el gobierno para no tener que lidiar con la pobreza ni la criminalidad.

De hecho, se extrañó que los coches de Sentenza pudiesen haber pasado los controles de seguridad para llegar allí sin problemas. Tenía mucha más influencia y poder del que creía.

Dagta parecía segura, tanto que podía verse a las personas lucir sus mejores ropas para pasear por la zona. A su lado, Ailén parecía haber sido sacada de una película postapocalíptica. Por suerte, nadie podía verle detrás del cristal tintado.

Los vehículos aparcaron en un parking privado y abierto al aire libre.

Un hombre le abrió la puerta para que bajase, lo cual le costó, ya que tenía las piernas entumecidas. Había estado encogida en la misma posición por dos horas aproximadamente y sus extremidades le producían un cosquilleo molesto. El hombre le olió disimuladamente al pasar a su lado y se asqueó, pero Ailén lo entendía, no podía reprocharle algo que era obvio. Se quitó la camisa, aunque tuviera algo de frío con la camiseta de tirantes que llevaba debajo, y se la ató a la cintura.

De los otros coches bajaron los demás para descargar las maletas y los maletines y dos de ellos le indicaron que les siguiera, a lo que ella obedeció.

Entraron por una puerta corredera automática, que les llevó al interior de un edificio al lado del parking.

Era un hotel de cinco estrellas con una decoración elegante y arabesca, como un palacio de los que se leían en los cuentos infantiles. Pasaron por debajo de un gran arco con motivos nazaríes, de madera oscura y al lado de un jardín interior con una relajante fuente.

Ailén observó cada detalle, maravillada por lo que estaba viendo, mientras uno de ellos hablaba con la recepcionista, que le dio tres llaves.

En la recepción no había nadie excepto una mujer sentada en unos sofás mientras leía el periódico y tomaba un té rojo. Llevaba un vestido rojo sangre y un sombrero con ala fina, negro, que tapaba su rostro.

Ailén quiso sentarse a su lado, atraída por el fresco y dulce perfume que llevaba, hasta que vio algo en un sillón a su derecha que le llamó más la atención.

Se acercó a la gorra que estaba encima del cojín azulado, que parecía haber estado esperándola, con cautela. Le era demasiado familiar como para ignorarla.

Cuando estuvo más cerca, pudo comprobar que, en efecto, era muy similar a su gorra amarilla, la que había perdido durante la pelea con el policía.

Miró a su alrededor, pensando que debía ser de alguien que la había perdido como ella, pero nadie más allá de los dos hombres a unos metros de ella ni la mujer que bebía tranquilamente un sorbo de té se había dado cuenta de la prenda.

La cogió con cuidado y la examinó por todos los ángulos, para asegurarse de que no era la suya, por muy poco probable que le pareciera la posibilidad. Tenía las mismas marcas desgastadas por el paso de los años que la suya, pero no estaba sucia por el asfalto. Alguien la había recuperado, limpiado y colocado allí para que ella la viera. Lo que no supo era si se trataba de un regalo o una amenaza.

Aun así la cogió y la guardó dentro de su mochila.

Quiso preguntar a la mujer si había visto a alguien dejarla en el sillón, pero esta dejó el periódico doblado y se marchó antes de que algún sonido saliera de su boca.

Los hombres llamaron a Ailén a los ascensores situados a la derecha de la recepción y le dieron una llave con el número 402. Luego subieron hasta el piso X cargados con dos maletas metálicas y, al llegar al piso, se separaron cada uno hacia un extremo del largo pasillo. Ailén siguió al que parecía ser más comprensivo por la forma en la que sus cejas suaves aterrizaban por encima de sus ojos, pero estos decían lo contrario.

— ¿Qué tengo que hacer?— Le preguntó al ver que le estaba dejando atrás.

— Esperar en tu habitación.

Cuando el hombre desapareció al girar la esquina sin miramientos, Ailén soltó un suspiro y buscó su cuarto guiándose por los números. Caminó por tres pasillos diferentes como si fuera un laberinto, aunque nunca había estado en uno.

Al llegar a la 402, metió la llave en la cerradura y la giró dos veces hasta que notó el mecanismo accionarse en su mano y abrió la puerta.

Dio con una habitación medianamente grande, del tamaño del salón, la cocina y el cuarto de su casa combinados. El respaldo de la cama seguía con la decoración de motivos árabes, en contraste con el papel de pared regio verde y los dos cuadros de flores en conjunto con la alfombra del suelo.

Ailén dejó caer su mochila y la abrió para dejar su contenido por allí, ya que iba a hospedarse seis días. Dejó la botella de agua, medio vacía, en la mesita de noche, el dinero guardado dentro de la caja fuerte y una sudadera doblada en el armario de madera. Sacó el teléfono para comprobar si su abuela había sido capaz de leer los mensajes, pero no fue así. Lo guardó en el bolsillo de su pantalón y estiró los brazos para despejarse.

Debía esperar dentro de su habitación como le habían indicado, pero se moría de ganas por investigar el hotel y descubrir qué cosas había en las grandes instalaciones. No sabía cuánto tiempo tardarían en regresar a por ella, así que dio una vuelta por la habitación.

Corrió las pesadas cortinas de la ventana y la abrió para que entrara el aire. Desde allí se podía ver una gran parte de Dagta como si fuera una pequeña ciudad en miniatura.

Después fue hacia el baño, con ganas de utilizarlo después de aguantar el viaje entero con la vejiga llena. Se metió dentro y cerró la puerta.

Entonces se vio reflejada en el espejo brillante. Jamás había visto uno tan grande con el que pudiera verse más allá de la clavícula.

Su aspecto era deplorable, con bolsas hinchadas bajo los ojos, una raíz negra que asomaba cuatro dedos y flequillo sucio. Necesitaba una buena ducha para quitarse la suciedad de encima, cuando llegara el momento.

Escuchó un ruido que venía de fuera del baño. Al girarse, casi por instinto, buscó algo para bloquear la puerta en los cajones de la estantería, pero estaban vacíos. No había nada que pudiera usar lejos de la escobilla del váter y unos jabones de manos.

Maldijo y se le ocurrió la idea de meterse rápidamente dentro de la bañera y correr la cortina, escondiéndose del intruso que había entrado en su habitación. Sin embargo, no pudo llegar sin que la puerta se abriera de golpe y le cogieran del brazo.

Ailén quiso gritar en busca de ayuda y se lanzó fuera del baño, pero aunque consiguió salir, una fuerte mano le cubrió la boca con presión y ahogó su voz.

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