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Comenzaba a chispear fuera cuando entraron en el piso del policía. Ailén se había empapado el pelo y las piernas por el agua, lo cual detestaba, y ahora sus vaqueros se habían quedado pegados a su piel fría. Eryx pasó primero para encender las luces y dejar sus cosas en un perchero a la izquierda. Ella le siguió para ver el piso, mucho más pequeño y menos lujoso de lo que se pensaba que sería. Es decir, sabía que las personas de Sagta no vivían como las de Dagta, pero sí tenían ciertas ostentaciones que en Ragta no podían permitirse; como restaurantes de sushi, empleos dignos y aire acondicionado.

No tenía unas vistas espectaculares de la ciudad, sino unas que daban a la ventana de otra vivienda, donde un anciano estaba lavando los platos después de haber cenado, en un piso casi tan minimalista como el del chico.

Eryx le cogió de la mano sin que se diera cuenta y volteó su palma para ver con el ceño fruncido el apósito.

— ¿Qué te pasó en la mano?

Ailén se sorprendió y la escondió detrás de ella, tapando el número escrito.

— No es nada, una antigua herida abierta.

Él asintió, no muy convencido por su respuesta, y fue al baño a coger unas toallas limpias.

La casa olía, según Ailén pensaba, parecida al aroma de las flores del campo, a madera y a páginas de libro. Era una mezcla que, extrañamente, casaba y no se volvía empalagosa después de un rato.

— ¿Me dejarías tu teléfono?— Le preguntó desde la otra habitación.— Quiero llamar a mi abuela, si no te importa.

— Sí, claro, cógelo. Está dentro de la bolsa. Iré a echarme una ducha.

Cuando escuchó el ruido del agua a presión de la ducha, Ailén desabrochó la cremallera de la bandolera de Eryx y sacó el móvil a todo correr, sin perder el tiempo ni la única oportunidad que tenía para llamar al número desconocido del apósito. Cuando marcó el último número, se echó saliva en el dedo índice y lo frotó Oda borrar la tinta. Como no se iba, probó a rascar frenéticamente con sus uñas hasta que, medio roto, el número se veía irreconocible.

— ¿Ho-hola?

El número daba señal, pero no podía escuchar a nadie al otro lado de la línea, más que un eco de ella misma.

— ¿Eres la enfermera que me curó?

— Sé que estás aquí.— Le respondió una voz temblorosa.— Me tienen rodeado como si fuera un maldito animal. Pero tú eres la única que tiene que saber la verdad. Te toca ser valiente por Yael y salir de tu escondite, Ailén.

Ahogó un grito que su mano tapó al escucharle, muerta de miedo. Buscó en la habitación cualquier punto que diera al exterior, hasta que dio con la ventana. Luego se tambaleó hasta el pasillo y apoyó su espalda en la pared, lejos de cualquier persona que pudiera verla, casi a la otra punta del piso.

— No te mientas...— Pudo decirle apenas.— Eres un animal, un asesino.

— No, Ailén... yo no le maté. Tienes que escucharme, sino esto no habrá valido de nada.

— ¡¿Dónde escondes a mi hermano?!

— Ailén, no le maté. Yael está vivo. Tienes que creerme.

— ¡No! ¡Es una ilusión!— Perdió los nervios, alzando el volumen de su voz.— Tracer testificó, tú le disparaste.

— ¡Tracer!— Soltó una risa que erizó los pelos de la nuca de Ailén.— A por ese cabrón voy a ir después... cuando entiendas todo.

— No quiero que te acerques a mí ni a mi familia, Kiles.

— Le has visto, ¿verdad? Ha tenido que ver si estabas bien antes de esconderse como una sucia rata. Sí... yo también, Ailén. He venido a avisarte de que corres el mismo peligro que yo. Yael te tiene protegida en el centro de la tormenta, pero una vez pase, va a arrasar contigo por su imprudencia.

𝗧 𝗥 𝗔 𝗖 𝗘 𝗥 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora