4._Fobia

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El cuerpo de la mujer estaba tirado de cara al sol en ese páramo de suelo polvoso,
barrido por un viento seco que sacudía su roja capa y agitaba a los insectos voladores sobre el cadáver. El lejano horizonte eran unas montañas de color amarela que contrastaban con ese paisaje de muerte, donde tres lunas pedían del cielo turquesa,
como campanas de piedra blancas y mudas. Vegeta se quedó quieto junto a su padre, frente a ese cuerpo corrompido. Parecía que llevaba muerta varios días. Los insectos de aquel planeta habían estado trabajando, pero la armadura era todavía reconocible. No así las facciones de su madre totalmente perdidas gracias a las aves carroñeras que todavía devoraban su carne exponiendo la blanquecina calavera. A sus siete años, el infante principe había sido testigo de decenas de muertes y había cometido otras tantas, pero ninguna lo había conmocionado tanto como la su madre que estaba tendida allí, con una mano hacia él todavía sobre los surcos que dejaron sus dedos en la tierra, posiblemente, apretada en su agonía.

El olor que entraba por las fosas nasales del principe Saiyajin era nauseabundo. Tenía unas notas dulzonas, penetrantes que aumentaban el asco y le estaban causando un fuerte dolor de cabeza. La fetidez de la muerte tampoco era nueva para él, pero en es momento sentía su estómago algo descompuesto por el desagradable olor, que atraía a unas especies de moscas babosas que escarbaban la carne medio podrida, para poner allí sus huevos. La piel podía apreciarse en sus piernas de forma flácida y cárdena, aún intacta, y la caja torácica y los huesos pélvicos eran visibles entre la carne que escurría líquidos viscosos de color amarillo sucio. Los huesos de las costillas estaban expuestos, en gran parte, gracias al orificio hecho allí, posiblemente, por el despiadado asesino de la reina, que estaba reducida a un montón de repulsivos restos.

Para Vegeta, lo más espeluznante de todo eran los gusanos. Esa forma casi hipnótica en que se retorcían logrando crear una ilusión de movimiento aterradora en ese cuerpo muerto y que suponía debía estar estático como las piedras. Centenares de gusanos largos, blancos, ciegos y con grandes bocas que excavaban profundas cuevas en los miembros de su madre la agitaban como víctima de una sutil compulsión. Veía sus colas sacudirse antes de adentrarse en aquella masa rojiza, blanda y húmeda de fluidos. Los gusanos blancos contrastaban con esas moscas, escarabajos y demás insectos que se estaban dando un festín. A su edad, Vegeta no iba a comprender que en realidad esa pasta viviente que se arrastraba por el cadáver de su madre eran larvas de mosca, pero para el caso daba igual. Esa imagen se grabó en su cabeza a la posteridad. Incluso, en ese momento, creyó oír el sonido que hacían esos gusanos mientras terminaban con la carne que alguna vez cubrió el esqueleto de la reina y que posiblemente sería el único resto que sobreviviría a esos seres necrofagos. Huesos desnudados en la voracidad de seres tan insignificantes y a la vez tan terribles, que era capaces de estremecer al príncipe de los Saiyajin. Después de un rato de observar el penoso y lúgubre espectáculo, se fueron. No había nada que hacer por ella y no eran lo suficientemente sensibles como para sepultarla. Subieron a las naves en forma de esfera y regresaron a su planeta.

Curtido en la crianza dura e insensible de todo Saiyajin, Vegeta lidio con la escena del cadáver de su madre en la soledad absoluta. Paulatinamente la horrorosa imagen se fue desvaneciendo y él continúo con su vida sabiendo que a esa mujer no la volvería a ver. Quién la mató no era relevante. Los saijayin peleaban y morían todo el tiempo o de eso se esforzó por convencerse. Lo cierto es que no volvió a pensar en ella desde ese día, pero una noche algo muy extraño sucedió.

Vegeta despertó en la madrugada sintiendo una sensación muy incómoda en todo su cuerpo. Abrió los ojos y encendió la luz para apartar las mantas. A sus pies observó una cosa blanca y alargada que se revolcaba de forma frenética. Se acercó a ver. Extendió la mano para tomar aquella cosa, pero al hacerlo algo cayó de su manga. Era otra de esas cosas largas y blancas. Notó entonces que la sensación incómoda en su cuerpo estaba aumentado, por lo se subió la manga de la prenda que usaba para dormir descubriendo con horror su piel repleta de pequeños agujeros, por los que salían y entraban centenares de gusanos. Algunos caían sobre las sábanas de su cama, luego se enfilaban a sus piernas, penetraban su piel y carne e ingresaban, otra vez, a su cuerpo. De terror gritó, pero la voz no salio. En su lugar escupió una masa de gusanos que se treparon a sus manos y brazos para llegar a su rostro. Estaban en por alcanzar sus ojos cuando, comenzó a arrancarselos de encima. Le era complicado, esos seres repugnantes mordía con fuerza. Expulsó ki para librarse de ellos y lo logró. Su habitación voló en pedazos atrayendo a su padre más algunos curiosos. El príncipe estaba desnudo y sudando frío. Sus ojos estaban fijos en sus manos libres de gusanos. Estaba aliviado, feliz. Pero el miedo nunca se fue y los gusanos aparecían de vez en cuando para retorcerse bajo su piel, perforar su carne y dejar larvas en su corazón.

Octubre SangrientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora