10. La constelación del cazador.

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Me crucé con Karlen el día que cayó la primera nevada de aquel frío otoño

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Me crucé con Karlen el día que cayó la primera nevada de aquel frío otoño. Eran las tres de la tarde y ya habían terminado las clases, pero no me apetecía volver a casa. En vez de eso, me dediqué a deambular por el centro de Taevas sumergido en mis pensamientos. La calle estaba abarrotada de hombres que salían de sus trabajos, ansiosos por devorar los almuerzos que les habían preparado sus esposas. También había niños que corrían de un lado para otro jugando felices tras seis horas metidos en la escuela. Todos conformaban los latidos de esa triste calle cubierta de nieve y hojarasca. Todos caminaban con un objetivo fijo que vencía al mal tiempo. Todos, salvo yo. Me sentía perdido entre aquella marabunta de gente como si fuera un extraño en tierras a las que jamás perteneció.  

Metí las manos en los bolsillos de mi abrigo beige y suspiré. Desde que mis amigos me dejaron de lado, los días me resultaban eternos. Nadie quería hablar conmigo en el instituto, así que estaba la mayor parte del tiempo solo. Ya no pasaba las tardes en las orillas del río Vorhölle, en vez de eso, me dedicaba a explorar Taevas deseando que se transformara en una ciudad distinta, una que no conociese como la palma de mi mano.

Giré en dirección a un callejón oscuro y estrecho que apestaba a pescado y acabé frente a la antigua fábrica de conservas en la que trabajaba la madre de Yuliya. Poco sabía de aquella empresa en ruinas salvo que sus escasos empleados soportaban una jornada laboral de doce horas por un sueldo miserable que a duras penas les alcanzaba para comer. Su dueño, un señor que siempre vestía el mismo traje harapiento y repleto de rotos, le suplicaba cada mes a mi padre que lo contratase, otra prueba de hasta qué punto le iba mal el negocio.

De pronto, una de las puertas traseras de la fábrica se abrió, y emergió de ella un hombre enorme y de rostro desagradable que tiritaba a causa del frío. Al percatarse de mi presencia se limpió las manos manchadas de grasa negra a la camiseta y comenzó a balbucear incoherencias. Estaba empapado en sudor y olía peor que el pescado podrido. Me llevé una mano a la cara para evitar el hedor y aceleré el paso.

—Con el dinero que costó tu abrigo podría haber alimentado a mi hija durante un mes —me recriminó. Acto seguido salí de aquel callejón, dejando atrás a aquel hombre que se despidió de mí con una aclaración bastante desagradable—: ella está muerta, ¿sabes?

Lo ignoré y contemplé el cielo; por fin había dejado de nevar, así que decidí regresar a casa. Me adentré en una calle vacía en la que había varios negocios: una herrería, una tienda de muebles y una sastrería. Los tres tenían las puertas cerradas al público. Le di una patada a una botella de cerveza que se había cruzado en mi camino mientras pensaba en lo lúgubres que eran algunas zonas de Taevas. Entonces, una puerta se abrió a mi derecha. Alcé la mirada y vi a Karlen salir de la sastrería.

—Houston... —murmuré, caminando hacia su encuentro, pero no se percató de mi presencia y comenzó a caminar en dirección contraria a la mía—. ¡Eh, chico, espera!

Él se detuvo. Su mirada se cruzó con la mía y una escueta sonrisa se dibujó en su rostro.

—Hola —me saludó, agitando la mano.

Los monstruos no existen en el cielo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora