21. El lugar de ensueño en el que me refugié del miedo.

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Estaba sentado frente a la mesa de la cocina, mirando hacia un punto al azar de la pared que tenía delante mientras comía unos blinis recién hechos

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Estaba sentado frente a la mesa de la cocina, mirando hacia un punto al azar de la pared que tenía delante mientras comía unos blinis recién hechos. De vez en cuando, un ruido molesto me traía de vuelta a la realidad de la que tanto ansiaba huir; la manecilla del reloj crujía con su seco y monótono «tic, tac», «tic, tac». Después de cada «tac» y antes del siguiente «tic», una gota caía del grifo mal cerrado a mi espalda y aterrizaba en el fregadero haciendo un breve sonido agudo.

Qué molesto.

—¿Cómo es que te has levantado tan temprano? —me preguntó mi madre con un rastro de suspicacia mientras se sentaba frente a mí.

Me encogí de hombros como respuesta; ni siquiera me apetecía hablar. Ella tomó un sorbo de café y me miró con el ceño fruncido.

—Qué ojeras. ¿Acaso no has dormido bien? —Tampoco respondí—. ¿Qué estuviste haciendo?

Tras esa pregunta, dejé de escuchar la voz de Ada, la manecilla del reloj y las gotas del fregadero. Mi mente viajó hacia la noche anterior y descansó en su recuerdo: la oscuridad que nos envolvía, el mutismo del bosque, la humedad del pasto sobre el que me había sentado, el calor del cuerpo al que me abrazaba, la paz que me transmitían aquellos besos... Sus besos.

Ni siquiera sabría decir a qué hora decidimos dar por terminada esa muestra impulsiva de cariño y regresamos a casa. Solo tenía claro que, conforme caminábamos, íbamos construyendo con nuestro silencio vergonzoso un gran secreto, cuyo peso se haría más y más insoportable a medida que fuésemos conscientes de sus consecuencias.

El inconveniente fue que, en la soledad de mi cuarto, pude entender mucho mejor la problemática de nuestro encuentro, que había algo erróneo en él como lo había en nosotros.

—Me voy al instituto —avisé mientras me levantaba de la mesa para huir de la mirada acusadora de mi madre, o de mi conciencia, que me atormentaba más que ella.

—¿Ya? Pero si aún queda una hora para que empiecen las clases.

—Me da igual.

Después de lavarme los dientes y colgar mi mochila al hombro, salí de casa sin despedirme, como de costumbre, pero no me dirigí al instituto Tereshkova, sino a El Mercado. Necesitaba hablar con Karlen para aclarar lo sucedido entre nosotros la noche anterior; jamás volvería a repetirse. No podía permitir que un momento de debilidad estropease nuestra amistad y condenase nuestra vida al rechazo. Besar a un chico era antinatural, incorrecto y la señal más obvia de que algo marchaba mal dentro de mí, y yo no quería arrastrar a los demás en mis miserias.

Lo que no lograba entender era por qué alguien tan bondadoso y decente como él me había besado no una, ni dos, sino muchas veces.

Todas esas dudas me angustiaban y asustaban al mismo tiempo.

Al llegar a El Mercado, descubrí que estaba atestado de gente. Hacía años que no lo visitaba a primera hora de la mañana, por lo que se me había olvidado que ese era su momento de mayor actividad: los niños más pequeños de la zona corrían de un lado para otro, solos o en compañía de sus abuelos. Mientras, las mujeres montaban aprisa los puestos de venta antes de que llegasen los primeros clientes y los hombres se dirigían a sus trabajos en las fábricas o comercios del centro de Taevas. Siempre me resultó curioso pensar que aquel lugar fuese el más animado y colorido de la ciudad, a pesar de reunir a las familias más pobres. Y también me llamaba la atención como, a medida que los hombres se alejaban de El Mercado, sus rostros se volvían más serios y apagados.

Los monstruos no existen en el cielo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora