19. La dualidad del verbo besar.

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Me desperté a primera hora de la mañana por culpa del canto de Blu, el cual provenía de la casa del árbol situada frente a mi habitación

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Me desperté a primera hora de la mañana por culpa del canto de Blu, el cual provenía de la casa del árbol situada frente a mi habitación. Me froté los ojos, me desperecé y levanté el brazo derecho; mi mano se paseó con lentitud por el aire, como si tratara de acariciar los rayos de sol que se colaban por los huecos de las cortinas. El calor del alba se enredó entre mis dedos y me embriagó una calidez tan placentera como adormecedora. Adormecido, bajé la mano y acaricié mi cuello para calentarlo. Respiré profundo cuando mis dedos se pasearon por mis hombros y, después, por mi pecho, produciéndome un agradable hormigueo que recorrió todo mi cuerpo. Cerré los ojos para disfrutar de aquella sensación que me resultaba nueva, pero conocida. Extraña, pero plácida.

Quería que mi mano siguiera bajando. Lo ansiaba.

Lo necesitaba.

—Biel, ¿estás despierto? —me llamó alguien al otro lado de la puerta—. Quiero hablar contigo, ¿puedo pasar?

La voz de mi madre provocó que me irguiera al instante debido al susto. Revisé mi alrededor con la mirada, controlé mi respiración que, sin saber por qué, estaba agitada, y le di permiso para entrar a mi cuarto.

Ada accedió a la estancia y se acercó a mi cama procurando no hacer el más mínimo ruido con sus pasos. Ese día no estaba muy arreglada; tenía unas ojeras muy pronunciadas y su pelo rubio alborotado.

—¿Dónde te metiste ayer? —comenzó su interrogatorio—. Llegaste a casa con la ropa empapada y manchada de barro. Te la he lavado —Me entregó unas prendas que llevaba colgadas en el brazo y después se colocó las manos en los lumbares—. Levántate o llegarás tarde al instituto.

—Vale.

Giré el rostro hacia la pared y estornudé. Ella tocó primero mi frente y luego la suya.

—Tienes un poco de fiebre. —Sacó un abrigo de mi armario y lo tiró sobre mi cama. Después se dirigió a la puerta. Al abrirla, se detuvo y me miró de perfil—. Gabriel, ¿sucede algo?

—No —contesté con cierta incomodidad disimulada por mi voz tomada—. ¿Por qué?

—Llevas un par de semanas más tranquilo de lo habitual y parece que no has vuelto a meterte en problemas en el instituto.

—Ajá, ¿y eso es malo?

—No, claro que no lo es —masculló, con un tono igual de molesto que el mío—. Vístete y baja a desayunar, que vas a llegar tarde.

Chasqué la lengua justo cuando cerró la puerta y me levanté de cama. Mientras me ponía unos vaqueros y un jersey de lana beige, le di vueltas a la actitud de mi madre; parecía que nunca estaba contenta. Si causaba problemas, malo. Si no los causaba, malo también. Rumié aquellos pensamientos a tal grado que, al final, decidí colocarme la mochila tras la espalda y salir de casa sin ni siquiera haber desayunado. Lo último que escuché fue a mi madre exigiéndome que diera media vuelta y regresara sobre mis pasos. La ignoré, al igual que al abrigo que quedó en mi cama.

Los monstruos no existen en el cielo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora