12. Las guerras del pasado son las cenizas del presente.

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La luz que atravesaba la ventana e iluminaba mi habitación me despertó con su suave caricia matutina

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La luz que atravesaba la ventana e iluminaba mi habitación me despertó con su suave caricia matutina. Solté un quejido y me tapé el rostro con las mantas para sumirme de nuevo en la oscuridad, pero el ruido que provenía de la cocina logró desvelarme; las conversaciones animadas, el repiqueteo de la sartén y las puertas abriéndose y cerrándose me anunciaron el comienzo de un nuevo día. Tras desperezarme, disfruté del rico olor de las tostadas y el café recién hechos que seguro había preparado mi madre.

De pronto, escuché unos golpecitos en la ventana. Alcé la vista y descubrí a una paloma blanca al otro lado del cristal, que me observaba mientras gorjeaba como si estuviese reclamando mi atención.

—¡Has vuelto! —exclamé levantándome de la cama.

En ese mismo instante, el viento agitó las ramas del roble que estaba situado frente a mi ventana y tapó los rayos del sol, sumiendo mi cuarto en una lúgubre oscuridad más propia de un día lluvioso. Entonces, escuché una voz masculina y con sutil rastro de jovialidad que provenía del piso inferior.

Aquella voz, la cual había dejado enterrada en lo más profundo de mis recuerdos, provocó que el corazón me latiera con tanta fuerza que retumbara en mis sienes. Comprobé la fecha en el calendario que tenía colgado en la pared de enfrente y mi cuerpo comenzó a temblar. Acto seguido, recité en bajo, repetidas veces, la misma frase: «que no sea él, que no sea él».

Tiré el pijama sobre la cama, me vestí a toda prisa y bajé las escaleras procurando no hacer el más mínimo ruido que delatara mi presencia. Al llegar a la cocina, me asomé por la puerta y observé con recelo a las personas que se encontraban en ella: a mi padre, que estaba sentado en la cabecera de la mesa desayunando sírnikis mientras leía el periódico, con un gesto serio que resaltaba gracias a los rayos de luz que atravesaban la ventana y salpicaban su rostro, perfilándolo. A mi madre, que estaba de pie con la espalda apoyada en la encimera de la cocina y, con ambas manos, sujetaba una enorme taza de café caliente que bebía a sorbos, con una amplia sonrisa. La luz del sol provocaba que su cabello brillara como si estuviese recubierto de diminutas perlas de oro, y el vapor del café desdibujaba su rostro y empañaba su mirada clara de la misma forma que las nubes cubrían un cielo despejado. Sin embargo, no fue su belleza madura la que captó mi atención en ese instante, sino la persona que se encontraba sentada frente a ella, robándose el protagonismo de aquella escena familiar gracias a su imponente figura.

Se trataba de mi hermano, Damien.

Madre e hijo alzaron la mirada al percatarse de mi presencia y me la mantuvieron durante unos segundos que me resultaron bastante incómodos. Mi hermano dejó en el plato la tostada que estaba mordiendo, se limpió la boca y las manos con una servilleta de tela y soltó una exclamación de júbilo que me dejó aturdido. Cuando se levantó de su silla, detallé sus facciones: su melena, antaño rubia, espesa y brillante, había sido sustituida por una cabeza rapada y sus ojos azules claros me transmitieron todavía más frialdad que antes. Pero lo que más me sorprendió fue el cambio de su cuerpo: ya no era desgarbado, sino fuerte, con unos músculos imponentes.

Los monstruos no existen en el cielo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora