20. El deseo que abrigó mi alma bajo las estrellas.

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Solo había una palabra que pudiese definir el sentimiento que me embargó durante los últimos días del mes de enero: soledad

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Solo había una palabra que pudiese definir el sentimiento que me embargó durante los últimos días del mes de enero: soledad. Una soledad insoportable y desgarradora, como si alguien me hubiese arrancado el alma por el pecho, y me obligara a subsistir sumido en el mayor de los hastíos.

Sí, extrañaba demasiado a Karlen por el simple hecho de que su ausencia me recordaba lo miserable que era mi vida. Nadie me apreciaba, nadie me atesoraba ni nadie me sonreía como lo hacía él, y no sabía si sentirme agradecido o desgraciado por ello.

—Qué aburrido estoy.

Como era de suponer, mi queja no fue escuchada por nadie. Me encontraba sentado en el primer peldaño de las escaleras de mi casa. Eran las nueve de la noche y tenía sueño, pero no me apetecía meterme en cama, así que abracé mis piernas y me dediqué a observar mi alrededor: Ada llevaba toda la tarde inquieta, se había pasado dos horas cocinando y en ese momento estaba limpiando los muebles de la entrada. Su comportamiento me extrañaba, ya que aquella no era su rutina habitual.

—¿Qué haces?

—Tenemos visita —contestó de forma escueta, sin ni siquiera girar la cabeza para verme.

—¿A estas horas?

—Sí, así que necesito que te portes bien. No hagas nada que llame la atención, por favor.

No respondí, solo me limité a seguir sus pasos con la mirada. De pronto, alguien hizo sonar el timbre. Mi madre se apuró a guardar la bayeta, se mesó el cabello con los dedos y abrió la puerta. Vi a tres señores trajeados que debían rondar los cincuenta años de edad. Cada uno de ellos portaba un maletín de piel oscuro y una sonrisa socarrona que se volvió afable cuando Ada los saludó con una leve inclinación de cabeza.

—Buenos días, señora Orionova, cuánto tiempo sin verla —le dijo el hombre más alto y de pelo más canoso. Sujetó sus manos y se inclinó dos veces ante ella; un saludo que solo realizaba la gente anciana o que seguía aferrada a las viejas tradiciones de Pravneba—. Está usted resplandeciente, como de costumbre.

Parpadeé varias veces para despejar el sueño y me percaté de que el señor que estaba hablando con mi madre era el alcalde de Taevas: Sava Kovac. Detrás de él se encontraban Jasha Morozov, el jefe de policía de la ciudad y padre de Nikolai, y un hombre al que no reconocía, pero lo prefería así, porque su gesto hosco no me agradó en absoluto.

Quise averiguar qué hacían en mi casa, así que me acerqué a la entrada lo suficiente como para no perder detalle de la conversación que estaban manteniendo. Guardé una distancia prudencial para no alertarles con mi presencia y que se vieran obligados a dirigirme la palabra.

No hablaban de nada interesante: del tiempo, de la salud y de las fiestas de Año Nuevo, pero tampoco parecía que fuesen a callarse, hasta que mi padre hizo acto de presencia en el vestíbulo y todos se quedaron en silencio.

Los monstruos no existen en el cielo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora