Capítulo 6

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Adam no jugaba limpio

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Adam no jugaba limpio. Le estaba haciendo a lady Esmeralda Peyton un inmenso favor y, por muy comprometido que estuviera con la causa, no pensaba prestar sus servicios sin nada a cambio. Por eso, cada semana, exigía a su falsa prometida un pago. Primero, fue el collar de perlas. Luego, unos pendientes de oro. Y, más tarde, un brazalete de diamantes. Con todo aquello, tenía pagado su viaje a América y asegurada parte de su inversión en el negocio de Donald Sutter. 

Era cierto que aún tenía que soportar los paseos matutinos por Hyde Park y alguna que otra velada por las noches. Odiaba tener que levantarse pronto para que la alta lo viera desfilar al lado de Esmeralda. Al igual que odiaba tener que soportar la lluvia de normas de etiqueta y estrecheces que imponían las veladas aburridas y monótonas de los aristócratas. Sin embargo, era tolerable. 

Y jamás pensó que la palabra «tolerable» iría implícita en la misma línea que «la alta sociedad inglesa». Quizás fuera de ese modo porque sabía que todo aquello iba a terminar pronto o quizás porque el aburrimiento era más peligroso de lo que había creído al principio, pero lo cierto era que disfrutaba de la compañía de Esmeralda. Ella era la que hacía tolerable su nueva vida de caballero reformado. Y estaba seguro de que el sentimiento era mutuo. Le gustaba verla; no podía negar que era extraordinariamente bella. Además era ingeniosa y le desagradaban tanto las leyes británicas como a él. Se habían hecho amigos, casi. 

Casi.

Porque no podía permitirse la necedad de confundir la amistad con el deseo. No era tan bobo como para hacer eso. Deseaba a esa mujer, en contra de sus principios y de todo lo que había creído hasta entonces sobre las inglesas. Le hubiera gustado conocerla en profundidad, poseerla e ir mucho más allá de un par de besos robados. Pero hacer eso significaría corromper la virtud de una dama con la que no estaba dispuesto a casarse. 

Quería ser libre para volar como un pájaro a tierras extranjeras y lo último que necesitaba era atarse a un frágil matrimonio del que no sacaría nada más que dolores de cabeza. Los conceptos amar y desear eran muy distintos. Y eso él lo sabía muy bien porque jamás había amado a nadie más que a sí mismo. Claro que también podría aprovecharse de ella y luego continuar su camino como si nada hubiera sucedido, pero sentía la estúpida necesidad de protegerla. Y jamás había sentido la necesidad de proteger a ninguna mujer que no fuera su madre. ¿Sería eso peligroso? 

—¿Me estás escuchando, Adam? —oyó la chirriante voz de Ravena a su lado.

—¿Qué pasa, querida? —A ella le brillaron los ojos de ira. 

—Otra vez estás pensando en ella —Ravena contuvo el aliento y se apartó de él antes de taparse los pechos con la sábana en una ridícula muestra de pudor.  A Ravena, una mujer que coleccionaba tantos amantes como joyas, no le quedaba bien ser vergonzosa ni mostrarse indignada. En ese punto, le fue inevitable compararla con la dulce e inocente Esmeralda. 

Lady Esmeralda y el Barón de BristolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora