III

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A BUEN OBISPO, MAL OBISPADO


No porque el obispo hubiera convertido su carruaje en limosnas, dejaba de hacer sus visitas pastorales; y la diócesis de Digne es un poco fatigosa. Hay muy pocas llanuras, muchas montañas, y carece casi de carreteras, como antes ya se ha visto. La diócesis comprende treinta y dos parroquias, cuarenta y una vicarías y doscientas ochenta feligresías. Visitar todo esto es tarea ardua; pero el señor obispo llegaba para todo. Iba a pie, cuando tenía que ir a las inmediaciones; en tartana, cuando iba a la llanura; en jamuga, cuando iba a la montaña. Las dos mujeres le acompañaban siempre, salvo cuando el trayecto era demasiado penoso para ellas; entonces iba solo.

Un día llegó a Senez, que es una antigua ciudad episcopal, montado sobre un asno. Su bolsa, harto flaca en aquel momento, no le permitía otra montura. El alcalde de la población salió a recibirle a la puerta del obispado y mirole con ojos escandalizados, mientras bajaba del asno. Algunas personas se reían en derredor.

—Señor alcalde —dijo el obispo—, y señores regidores, bien sé lo que os escandaliza; creéis que es demasiado orgullo en un pobre sacerdote el subir a una montura que fue la de Jesucristo. Lo he hecho por necesidad, os lo aseguro; no por vanidad.

En sus viajes era indulgente y piadoso, y predicaba menos que conversaba. No ponía virtud alguna sobre una bandeja inaccesible. Nunca iba a buscar muy lejos sus argumentos. A los habitantes de una comarca les citaba el ejemplo de la región vecina.

En los parajes donde eran poco caritativos con los pobres, decía:

—Ved a los de Briançon. Han concedido a los pobres, a las viudas y a los huérfanos el derecho de hacer segar sus campos tres días antes que los de los demás. Les reconstruyen gratuitamente sus casas cuando están en ruinas. Es una región bendecida por Dios. Durante todo un siglo de cien años, no ha habido allí un solo asesinato.

En los pueblos cuyos habitantes eran perezosos, decía:

—Ved a los de Embrun. Si, en tiempo de la cosecha, un padre de familia tiene a sus hijos en el Ejército y a sus hijas sirviendo en la ciudad, y está enfermo o impedido, el párroco lo recomienda desde el púlpito; y el domingo, después de la misa, todos los habitantes de la aldea, hombres, mujeres y niños, van al campo del pobre, para hacerle su siega y llevarle paja y grano a su granero.

A las familias divididas por asuntos de dinero y herencia, les decía:

—Ved a los montañeses de Devolny, comarca tan agreste que en ella no se oye al ruiseñor más que una vez cada cincuenta años. Pues bien, cuando muere el padre de una familia, los hombres se marchan a buscar fortuna y dejan los bienes a las muchachas, a fin de que puedan encontrar marido.

En las comarcas donde reinaba la manía de los litigios, y donde los granjeros se arruinaban gastando papel timbrado, decía:

—Ved esta buena gente del valle de Queyras. Son tres mil almas; ¡Dios mío!, es como una pequeña república. Allí no se conocen ni el juez ni el alguacil. El alcalde lo hace todo. Reparte los impuestos, tasa la cuota de cada uno en conciencia, juzga gratis las querellas, divide los patrimonios sin honorarios, dicta sentencias sin costas; y le obedecen, porque es un hombre justo entre los hombres sencillos.

En las aldeas donde no encontraba maestro de escuela, citaba también el ejemplo de los de Queyras:

—¿Sabéis lo que hacen? —decía—. Como un pequeño lugar de doce o quince hogares no puede alimentar a un maestro, tienen maestros de escuela pagados por todo el valle, los cuales recorren las aldeas, pasando ocho días en ésta, diez en aquélla y enseñando así. Estos maestros van a las ferias, yo los he visto. Se los reconoce por las plumas de escribir que llevan en sus sombreros. Los que enseñan sólo a leer, llevan una pluma; los que enseñan la lectura, la escritura y el cálculo, llevan dos plumas; los que enseñan la lectura, la escritura, el cálculo y el latín, llevan tres plumas. Éstos son grandes sabios. ¡Pero qué vergüenza ser ignorantes! Imitad a las gentes de Queyras.

Hablaba así, grave y paternalmente; a falta de ejemplos, inventaba las parábolas; iba derecho al fin propuesto, con pocas frases y muchas imágenes, que era la elocuencia misma de Jesucristo, convencida y convincente.

Los Miserables I: FantineDonde viven las historias. Descúbrelo ahora