II

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 FANTINE FELIZ


Ella no hizo un movimiento de sorpresa, ni tampoco de alegría; ella era la alegría misma. Esta simple pregunta, «¿Y Cosette?», fue hecha con una fe tan profunda, con tanta certidumbre, con tal ausencia de inquietud y de duda, que él no pudo encontrar una sola palabra. Ella prosiguió:

—Sabía que estabais aquí. Dormía, pero os veía. Hace mucho tiempo que os veo. Os he seguido con la mirada durante toda la noche. Estabais en la gloria y alrededor vuestro había toda clase de figuras celestiales.

Él elevó su mirada hacia el crucifijo.

—Pero decidme dónde está Cosette. ¿Por qué no la habéis puesto sobre mi cama, para el momento en que me despertara?

Él respondió, maquinalmente, algo que después no logró recordar.

Por suerte, el médico, advertido, había llegado. Vino en ayuda del señor Madeleine.

—Hija mía —dijo el médico—, calmaos. Vuestra niña está aquí.

Los ojos de Fantine se iluminaron y cubrieron de claridad todo su rostro. Juntaba las manos con una expresión que tenía todo lo que a veces la oración puede tener de más violento y de más dulce.

—¡Oh! —exclamó—. ¡Traédmela!

¡Emocionante ilusión de madre! Para ella, Cosette era siempre la criaturita que se lleva en brazos.

—Todavía no —contestó el médico—, no en este momento. Aún tenéis algo de fiebre. La vista de vuestra hija os agitaría y os sería perjudicial. Antes es preciso curaros.

Ella le interrumpió impetuosamente:

—¡Pero si estoy curada! ¡Os digo que estoy curada! ¡Será asno este médico! ¡Quiero ver a mi hija!

—Ya veis —dijo el médico— cómo os agitáis. Mientras estéis así, me opondré a que veáis a vuestra hija. No basta con verla, hay que vivir para ella. Cuando seáis razonable, os la traeré yo mismo.

La pobre madre inclinó la cabeza.

—Señor médico, os pido perdón, os pido verdaderamente perdón. Antes no hubiera hablado como acabo de hacerlo, pero he sufrido tantas desgracias que algunas veces ya no sé lo que digo. Ya comprendo, usted teme la emoción; esperaré tanto como queráis, pero os juro que ver a mi hija no me hará ningún daño. La veo, no la pierdo de vista desde ayer por la noche. ¿Sabe usted? Si ahora me la trajeran, me pondría a hablar con dulzura. Esto es todo. ¿Acaso no es natural que desee ver a mi hija, a la que han ido a buscar expresamente a Montfermeil? No estoy enfadada. Sé muy bien que seré feliz. Durante toda la noche he visto cosas blancas y personas que me sonreían. Cuando el señor médico lo quiera, me traerá a Cosette. Ya no tengo fiebre, puesto que estoy curada; siento que ya no tengo nada; pero voy a hacer como si estuviera enferma y no me moveré, para agradar a estas señoras que me atienden. Cuando vean que estoy bien sosegada, dirán: «Hay que traerle a su hija».

El señor Madeleine se había sentado en una silla que había cerca de la cama. Fantine se volvió hacia él; hacía visibles esfuerzos para parecer calmada y «buena chica», como decía ella, en ese estado de debilidad que se asemeja a la infancia. Sin embargo, a pesar de que intentaba contenerse, no podía dejar de hacer al señor Madeleine mil preguntas.

—¿Ha tenido usted un buen viaje, señor alcalde? ¡Oh! ¡Qué bueno habéis sido al ir a buscármela! Decidme solamente cómo es ella. ¿Ha soportado bien el camino? ¡Ay, no me reconocerá! Después de todo este tiempo me habrá olvidado, ¡pobrecilla! Los niños no tienen memoria. Son como los pájaros. Hoy ven una cosa y mañana ven otra, y no piensan en nada más. Al menos, ¿tenía ropa blanca? Esos Thénardier, ¿la mantenían limpia? ¿Cómo la alimentaban? ¡Oh, si supierais cómo he sufrido, al hacerme todas estas preguntas, durante la época de mi miseria! Ahora todo ha pasado. Estoy contenta. ¡Oh, cómo me gustaría verla! Señor alcalde, ¿la encuentra usted guapa? ¿No es cierto que mi hija es hermosa? Debéis haber tenido bastante frío en esa diligencia. ¿No podrían traerla siquiera un momento? Se la podrían llevar enseguida. ¡Vos que sois el dueño, si quisierais...!

Madeleine le cogió la mano.

—Cosette es bonita —dijo—. Está muy bien, la veréis pronto, pero calmaos. Habláis demasiado vivamente y, además, sacáis los brazos fuera de la cama, y esto os hace toser.

En efecto, los accesos de tos interrumpían a Fantine a cada momento.

Fantine no objetó nada, pues temía haber comprometido, con algunos lamentos demasiado apasionados, la confianza que quería inspirar; empezó a hablar de cosas sin importancia.

—Es bastante bonito Montfermeil, ¿no es así? En verano, se va allí para hacer excursiones. Esos Thénardier, ¿hacen buenos negocios? No hay mucha gente por allí. Aquel albergue es una especie de figón.

El señor Madeleine seguía sosteniendo su mano y la examinaba con ansiedad; era evidente que había venido para decirle cosas que ahora le hacían vacilar. El médico, una vez acabada la visita, se había retirado. La hermana Simplice era la única que había quedado cerca de ellos.

De pronto, en medio del silencio, Fantine gritó:

—¡La oigo! ¡Dios mío, la oigo!

Extendió el brazo para imponer silencio a su alrededor, retuvo el aliento y escuchó con alborozo.

Había una niña que jugaba en el patio; la hija de la portera o de una obrera. Era una de esas circunstancias que siempre parecen formar parte de la misteriosa puesta en escena de lúgubres acontecimientos. La criatura iba, venía, corría para calentarse, reía y cantaba en voz alta. ¡Ay, en qué no se mezclan los juegos de los niños! Era esa niña la que Fantine oía cantar.

—¡Oh! —prosiguió—. ¡Es mi Cosette! ¡Reconozco su voz!

La niña se alejó como había venido, la voz se apagó. Fantine escuchó aún durante algún tiempo, después su cara se ensombreció y el señor Madeleine la oyó decir, en voz baja:

—¡Qué malvado es este médico, no permitirme ver a mi hija! ¡Tiene un aspecto desagradable este hombre!

No obstante, el fondo risueño de sus ideas volvió. Continuó hablándose a sí misma con la cabeza sobre la almohada.

—¡Qué felices vamos a ser! ¡Tendremos, en primer lugar, un pequeño jardín! El señor Madeleine me lo ha prometido. Mi hija jugará en el jardín. Ahora ya debe conocer las letras. La haré deletrear. Correrá por la hierba, persiguiendo las mariposas. Yo la miraré. Y, más tarde, hará su primera comunión. ¡Ah! ¿Cuándo hará su primera comunión?

Se puso a contar con los dedos.

—Uno, dos, tres, cuatro... tiene siete años. Dentro de cinco años. Tendrá un velo blanco, medias, tendrá el aire de una verdadera mujercita. ¡Oh!, mi buena hermana, no sabéis qué tonta soy, ¡estoy ya pensando en la primera comunión de mi hija!

Y se puso a reír.

Él había dejado la mano de Fantine. Escuchaba estas palabras como se oye el viento que sopla, los ojos clavados en el suelo, el espíritu sumergido en reflexiones sin fondo. De repente, ella cesó de hablar y esto le hizo levantar automáticamente la cabeza. Fantine estaba en un estado espantoso.

Ya no hablaba ni respiraba; se había incorporado a medias, sus escuálidos hombros salían de su camisón, su rostro, radiante un momento antes, estaba pálido, y parecía fijar sus ojos, agrandados por el terror, en algo formidable que hubiera frente a ella, al otro extremo de la habitación.

—¡Dios mío! —gritó él—. ¡Fantine!, ¿qué tenéis?

No respondió, ni tampoco quitó sus ojos del objeto que parecía ver, pero le tocó el brazo con una mano y, con la otra, le hizo una seña para que mirara detrás de él.

Se volvió, y vio a Javert.

Los Miserables I: FantineDonde viven las historias. Descúbrelo ahora