IV

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THOLOMYÈS ESTÁ TAN ALEGRE QUE CANTA UNACANCIÓN ESPAÑOLA



Aquel día parecía una aurora continua. Toda la naturaleza parecía de fiesta y manifestaba su alegría. Los parterres de Saint-Cloud perfumaban el aire; el soplo del Sena movía vagamente las hojas; las ramas gesticulaban al viento; las abejas saqueaban los jazmines; toda una bohemia de mariposas se posaba en las hojas de los tréboles y las balluecas; el augusto parque del rey de Francia estaba ocupado por una multitud de vagabundos, por los pájaros.

Las cuatro alegres parejas, mezcladas con el sol, con los campos, con las flores y con los árboles, resplandecían.

En aquella felicidad común, hablando, cantando, corriendo, danzando, cazando mariposas, cogiendo campanillas, mojando sus medias en las altas hierbas, frescas, locas, pero sin malicia, todas recibían, aquí y allá, los besos de todos, excepto Fantine, que permanecía encerrada en su vaga resistencia soñadora y arisca, pero que amaba.

—Tú —le decía Favourite— tienes siempre un aire displicente.

Ahí está el placer. El paso de felices parejas es un profundo llamamiento a la vida y a la naturaleza, y hace brotar de todas partes el amor y la luz. Hubo un hada que hizo las praderas y los árboles expresamente para los amantes. De ahí que exista ese eterno «hacer novillos» de los amantes, que se repite sin cesar y que durará mientras existan el campo y los estudiantes. De ahí la popularidad de la primavera entre los pensadores. El patricio y el plebeyo, el duque y par y el último jornalero, los cortesanos y los villanos, como se decía en otro tiempo, son súbditos de esta hada. Todos ríen, todos se buscan, y hay en el aire una claridad de apoteosis, ¡qué transfiguración, la del amor! Los pasantes de notario son dioses. Y los gritos, las persecuciones por la hierba, los talles cogidos al vuelo, esos alborotos juveniles que son melodías, esas adoraciones que se descubren en el modo de pronunciar una sílaba, esas cerezas arrancadas por una boca a otra, todo esto flamea y penetra en glorias celestiales. Las muchachas bonitas hacen un dulce despilfarro de sí mismas. Se llega a creer que no concluirá nunca. Los filósofos, los poetas, los pintores consideran estos éxtasis, y no saben qué hacer de ellos, ¡tanto los deslumbran! «¡La partida hacia Citeres!», exclamó Watteau; Lancret, el pintor de la plebe, contempla a sus modelos perdidos en el azul; Diderot tiende los brazos a estos amorcillos, y d'Urfé inmiscuye druidas con ellos.

Después del almuerzo, las cuatro parejas fueron a ver, en lo que entonces se llamaba el Jardín del Rey, una planta nueva traída de la India, cuyo nombre no recordamos en este momento, y que, en aquella época atraía a todo París a Saint-Cloud; era un encantador y caprichoso arbolito, cuyas innumerables ramas, delgadas como hilos, enmarañadas y sin hojas, estaban cubiertas de miles de rositas blancas; lo cual daba a la planta el aspecto de una cabellera sembrada de flores. Siempre había una multitud que la admiraba.

Después de visto el arbusto, dijo Tholomyès:

—¡Os ofrezco unos asnos! —Y, hecho el trato con un burrero, volvieron por Vanves e Issy. En Issy tuvieron un incidente.

El parque Patrimonio Nacional, propiedad en aquella época del proveedor Bourguin, estaba casualmente abierto. Los jóvenes franquearon la verja, visitaron el maniquí anacoreta en su gruta, experimentaron los misteriosos efectos del famoso gabinete de los espejos, lasciva emboscada digna de un sátiro millonario, o de Turcaret convertido en Príapo. Sacudieron fuertemente el columpio sujeto a los dos castaños, tan comentados por el abate de Bernis. Mientras columpiaban a las jóvenes una tras otra, lo que producía, entre risas universales, revuelos en los pliegues de las sayas, que Greuze hubiera deseado contemplar, el joven de Toulouse, Tholomyès, algo español, puesto que Toulouse es prima de Tolosa, cantaba en tono melancólico una antigua canción gallega, probablemente inspirada por alguna hermosa joven lanzada a todo volar sobre un columpio entre dos árboles:

Soy de Badajoz.

Amor me llama.

Toda mi alma

Es en mis ojos

Porque enseñas

A tus piernas.

Únicamente Fantine se negó a columpiarse.

—No me gusta que se tengan estas maneras —murmuró bastante agriamente Favourite.

Dejaron después los asnos y encontraron una nueva diversión: pasaron el Sena en barco y, desde Passy, fueron andando hasta la barrera de l'Étoile. Estaban en pie, según hemos dicho, desde las cinco de la mañana; pero, ¡bah!, «nadie se cansa en domingo —decía Favourite—; en domingo no trabaja la fatiga». A las tres, las cuatro parejas, ahítas de placer, descendían por las montañas rusas, edificio singular que ocupaba entonces las cimas de Beaujon, y cuya línea serpentina se descubría por encima de los árboles de los Campos Elíseos.

De cuando en cuando, Favourite exclamaba:

—¿Y la sorpresa? Quiero la sorpresa.

—Paciencia —respondía Tholomyès.

Los Miserables I: FantineDonde viven las historias. Descúbrelo ahora