XIII

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EL PEQUEÑO GERVAIS


Jean Valjean salió de la ciudad como si huyera. Se puso a andar precipitadamente por los campos, tomando los caminos y los senderos que se le presentaban, sin darse cuenta de que a cada instante volvía sobre sus pasos. Erró así durante toda la mañana, sin haber comido nada y sin tener hambre. Una multitud de nuevas sensaciones le oprimían. Sentía una especie de cólera; no sabía contra quién. No hubiera podido decir si se sentía conmovido o humillado. Sentía por momentos un estremecimiento extraño, y lo combatía, oponiéndole el endurecimiento de sus veinte años. Esta situación le fatigaba. Veía con inquietud que se debilitaba en su interior la horrible calma que la injusticia de su desgracia le había dado. En algún instante, hubiera preferido estar en la prisión con los gendarmes, y que las cosas no hubieran ocurrido de aquel modo; no tendría tanta intranquilidad. Aunque la estación estuviese bastante avanzada, había aún en las enramadas algunas flores tardías, cuyo olor le traía a la memoria recuerdos de su infancia. Estos recuerdos le eran insoportables, tanto tiempo hacía que no le habían impresionado.

Multitud de pensamientos inexpresables le persiguieron durante todo el día.

Cuando el sol declinaba ya, alargando en el suelo la sombra de la menor piedrecilla, Jean Valjean se sentó detrás de un matorral, en una gran llanura rojiza, absolutamente desierta. En el horizonte, sólo se descubrían los Alpes. Ni siquiera el campanario de algún pueblecillo lejano. Jean Valjean estaría a unas tres leguas de Digne. Un sendero, que cortaba la llanura, pasaba a algunos pasos del matorral.

En medio de esta meditación, que no hubiera contribuido poco a hacer más temerosos sus harapos para todo aquel que le hubiese encontrado, oyó un alegre ruido.

Volvió la cabeza y vio venir por el sendero a un pequeño saboyano, de unos diez años, que marchaba cantando, con su zanfonía al costado y una caja a la espalda; uno de esos niños dulces y alegres que van de comarca en comarca, enseñando las rodillas por los agujeros de los pantalones.

Mientras cantaba, el muchacho interrumpía de vez en cuando su marcha y jugaba con algunas monedas que llevaba en la mano, probablemente toda su fortuna. Entre aquellas monedas, había una pieza de cuarenta sueldos.

El niño se detuvo al lado del matorral, sin ver a Jean Valjean, y tiró a lo alto las monedas que hasta entonces había cogido con bastante habilidad en el dorso de la mano.

Esta vez, la moneda de cuarenta sueldos se le escapó y fue rodando por la hierba hasta donde estaba Jean Valjean.

Éste le puso el pie encima.

Pero el niño había seguido la moneda con la vista y lo había observado.

No se sorprendió y fue derecho hacia el hombre.

Era un lugar completamente solitario. En todo lo que la mirada podía abarcar, no había nadie en la llanura ni en el sendero. No se oían más que las débiles piadas de una nube de pájaros que cruzaba el cielo a gran altura. El niño volvía la espalda al sol, que ponía hebras de oro en sus cabellos, y que teñía con una claridad sangrienta el rostro salvaje de Jean Valjean.

—Señor —dijo el pequeño saboyano, con esa confianza de la infancia, que se compone de ignorancia y de inocencia—, ¡mi moneda!

—¿Cómo te llamas? —preguntó Jean Valjean.

—Pequeño Gervais, señor.

—Márchate —dijo Jean Valjean.

—Señor —insistió el niño—, devolvedme mi moneda.

Jean Valjean bajó la cabeza y no respondió.

El niño volvió a decir:

—¡Mi moneda, señor!

Los Miserables I: FantineDonde viven las historias. Descúbrelo ahora