XII

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SOLEDAD DE MONSEÑOR BIENVENU


Hay casi siempre alrededor de un obispo una turba de pequeños clérigos, como alrededor de un general una bandada de jóvenes oficiales. Éstos son los que el sencillo y bueno San Francisco de Sales llama, en alguna parte, «los curas boquirrubios». Toda carrera tiene sus aspirantes, que, naturalmente, forman el séquito de los que ya han llegado. No hay poder que no tenga su comitiva; no hay fortuna que no tenga su corte. Los buscadores del porvenir hormiguean alrededor del presente espléndido. Toda metrópoli tiene su estado mayor; todo obispo un poco influyente tiene cerca de sí una patrulla de querubines seminaristas que hacen la ronda y conservan el orden en el palacio episcopal, y que montan la guardia alrededor de la sonrisa de monseñor. Agradar a un obispo es poner el pie en el estribo para un subdiaconado. Es menester andar el camino; el apostolado no desdeña las canonjías.

Así como en otros ramos hay birretes importantes, en la Iglesia hay mitras importantes. Éstas las llevan obispos que están bien con la corte; ricos, con rentas, hábiles, aceptados por el mundo, que sin duda saben orar, pero que también saben solicitar; y para verlos, toda una diócesis hace antesala; lazos de unión entre la sacristía y la diplomacia; más bien clérigos que sacerdotes. ¡Feliz el que a ellos se aproxima! Como son gentes de crédito, hacen llover en torno suyo, sobre los servidores solícitos y los favoritos, y sobre toda esa juventud que sabe agradar, los buenos curatos, las prebendas, los archidiaconados, las capellanías y canonjías, mientras llegan las dignidades episcopales. Al avanzar ellos, hacen progresar a sus satélites; es todo un sistema solar en marcha. Su esplendor irradia sobre su séquito. Su prosperidad se distribuye en buenas promociones. Cuanto mayor es la diócesis del patrono, mayor es el curato del favorito. Además, Roma está allí. Un obispo que sabe llegar a arzobispo, un arzobispo que sabe llegar a cardenal, os lleva como conclavista; entráis en la Rota; tenéis el palio; y os veis hecho auditor, camarero, monseñor; y de la Ilustrísima a la Eminencia hay sólo un paso, y entre la Eminencia y la Santidad, no hay más que el humo de un escrutinio. Cualquier bonete puede soñar con la tiara; el sacerdote es, en nuestros días, el único hombre que puede llegar a ser rey. ¡Y qué rey! ¡El rey supremo! Así, ¡qué semillero de aspirantes en un seminario! ¡Cuántos niños de coro rubicundos, cuántos jóvenes presbíteros llevan en la cabeza el cántaro de la lechera! ¡Qué fácilmente la ambición se oculta bajo el nombre de vocación, de buena fe tal vez y engañándose a sí misma, cándida como es!

Monseñor Bienvenu, humilde, pobre, singular, no se contaba entre las mitras importantes. Esto resultaba visible por la ausencia de jóvenes sacerdotes a su alrededor. Ya se ha visto que en París «no había caído bien». Ni un solo porvenir pensaba en apoyarse sobre aquel anciano solitario. Ni una sola ambición en flor cometía la locura de cobijarse bajo su sombra. Sus canónigos y sus vicarios eran buenos y viejos como él, como él también un poco plebeyos, encerrados con él en aquella diócesis sin salida al cardenalato, y se parecían a su obispo, con la diferencia de que ellos eran finitos y él estaba acabado. Se comprendía tan perfectamente la imposibilidad de medrar cerca de monseñor Bienvenu que, apenas salían del seminario, los jóvenes ordenados por él se hacían recomendar a los arzobispos de Aix o de Auch, y se marchaban a escape; porque, al cabo, no es necesario repetirlo, todo el mundo quiere que le den la mano. Un santo que vive en un exceso de abnegación es una vecindad peligrosa; podría muy bien comunicar, por contagio, una pobreza incurable, la anquilosis de las articulaciones útiles para el avance y, en suma, más desprendimiento del que se desea tener; por esto se huye de esta virtud sarnosa. De ahí el aislamiento de monseñor Bienvenu. Vivimos en una sociedad sombría. Tener éxito, ésta es la enseñanza que, gota a gota, cae de la corrupción a plomo sobre nosotros.

Dicho sea de paso, el éxito es una cosa bastante fea. Su falso parecido con el mérito engaña a los hombres. Para la multitud, el triunfo tiene casi el mismo rostro que la supremacía. El éxito, ese sosia del talento, tiene una víctima a quien engaña: la historia. Juvenal y Tácito son los únicos que de él murmuran. En nuestros días, ha entrado de sirviente en casa del éxito una filosofía casi oficial, que lleva la librea de su amo y hace oficios de lacayo en la antecámara. Tened éxito: tal es la teoría. Prosperidad supone capacidad. Ganad a la lotería y sois un hombre hábil. Quien triunfa es venerado. Naced de pie, todo consiste en esto. Tened suerte y tendréis el resto; sed felices y os creerán grandes. Aparte de cinco o seis excepciones inmensas, que son la luz de un siglo, la admiración contemporánea no es sino miopía. Se toma lo dorado por oro. No importa ser advenedizo, si se llega el primero. El vulgo es un viejo Narciso que se adora a sí mismo, y que aplaude todo lo vulgar. Esa facultad enorme, por la cual un hombre es Moisés, Esquilo, Dante, Miguel Ángel o Napoleón, la multitud la concede por unanimidad y por aclamación a quien alcanza su fin, sea quien fuere. Que un notario se transforme en diputado; que un falso Corneille haga el Tiridate; que un eunuco llegue a poseer un harén; que un militar adocenado gane por casualidad la batalla decisiva de una época; que un boticario invente las suelas de cartón para el ejército del Sambre-et-Meuse y acumule, con el cartón vendido por cuero, una fortuna de cuatrocientos mil francos; que un buhonero se case con la usura, y tenga de ella por hijos siete u ocho millones de los cuales él es el padre y ella la madre; que un predicador llegue, con su gangueo, a ser obispo; que un intendente de buena casa al salir del servicio sea tan rico que se le haga ministro de Hacienda; no importa: los hombres llaman Genio a esto, lo mismo que llaman Belleza a la figura de Mosquetón, y Majestad a la tiesura de Claudio. Confunden con las constelaciones del abismo las huellas estrelladas que dejan en el cieno blando de un lodazal las patas de los gansos.

Los Miserables I: FantineDonde viven las historias. Descúbrelo ahora