II

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LA PRUDENCIA ACONSEJA A LA SABIDURÍA


Aquella noche, el obispo de Digne, después de dar su paseo por la ciudad, se había quedado encerrado en su habitación hasta bastante tarde. Ocupábase en escribir una gran obra sobre los «Deberes», la cual, desgraciadamente, ha quedado incompleta. Seleccionaba cuidadosamente cuanto los padres y doctores han dicho sobre esta materia grave. Su libro estaba dividido en dos partes: primero, los deberes de todos; luego, los deberes de cada uno, según la clase a que pertenece.

Los deberes de todos son los grandes deberes. Hay cuatro. San Mateo los señala: deberes para con Dios (Mat., VI); deberes para consigo mismo (Mat., V, 29, 30); deberes para con el prójimo (Mat., VII, 12); deberes para con las criaturas (Mat., VI, 20, 25). Para los demás deberes, el obispo había hallado indicaciones en otras partes; para los soberanos y los súbditos, en la Epístola a los Romanos; para los magistrados, las esposas, las madres y los jóvenes, por San Pedro; para los maridos, los padres, los hijos y los servidores, en la Epístola a los Efesios; para los fieles, en la Epístola a los Hebreos; para las doncellas, en la Epístola a los Corintios. De todas estas prescripciones, iba haciendo laboriosamente un conjunto que quería presentar a las almas.

Trabajaba todavía a las ocho, escribiendo bastante incómodamente en pequeñas cuartillas de papel, con un gran libro abierto sobre sus rodillas, cuando entró la señora Magloire, según su costumbre, para tomar la plata del cajón colocado junto a la cama. Un momento después, el obispo, comprendiendo que la mesa estaría puesta y que su hermana tal vez le estaría esperando, cerró su libro, se levantó de su mesa y entró en el comedor.

El comedor era una habitación oblonga con chimenea, una puerta que daba a la calle (como ya hemos dicho) y una ventana que daba al jardín.

La señora Magloire, en efecto, acababa de poner la mesa.

Mientras andaba ocupada en ello, charlaba con la señorita Baptistine.

Había una lámpara sobre la mesa; ésta estaba cerca de la chimenea, en la cual ardía un buen fuego.

Fácil es imaginarse a aquellas dos mujeres, que habían pasado ya de los sesenta años: la señora Magloire, pequeña, gruesa, vivaracha; la señorita Baptistine, afable, delgada, un poco más alta que su hermano, vestida con un traje de seda color ala de mosca, color de moda en 1806, que compró entonces en París y que aún le duraba. Las locuciones vulgares tienen el mérito de expresar, con una sola palabra, una idea que no bastaría para explicar acaso una página. Así, valiéndose de una de estas locuciones, diremos que la señora Magloire tenía aire de «aldeana», y de una «dama» la señorita Baptistine. La señora Magloire usaba una cofia blanca encañonada, una gargantilla de oro al cuello, única alhaja de mujer que había en la casa, un chal muy blanco saliendo de un vestido de sayal negro con mangas anchas y cortas, un delantal de algodón a cuadros rojos y verdes, anudado a la cintura con una cinta verde, y un pechero sujeto con alfileres en los hombros; en los pies, gruesos zapatos y medias amarillas, como las que usan las mujeres de Marsella. El traje de la señorita Baptistine estaba cortado según los patrones de moda en el año 1806: talle corto, saya sin vuelo, mangas con hombreras y botones. Ocultaba sus cabellos grises bajo una peluca rizada llamada «a lo niño». La señora Magloire tenía el aire inteligente, vivo y bonachón, pero los dos ángulos de su boca levantados desigualmente, y el labio superior más grueso que el labio inferior, le daban un no sé qué de áspero e imperioso. Cuando monseñor callaba, ella hablaba resueltamente, con una mezcla de respeto y libertad; pero cuando monseñor hablaba, obedecía pasivamente. La señorita Baptistine no hablaba, limitándose a obedecer y complacer. Aun siendo joven, no era bonita. Tenía grandes ojos azules un poco saltones, y la nariz larga y remangada; pero todo su rostro, toda su persona, lo dijimos al empezar, respiraban una inefable bondad. Siempre había parecido como predestinada a la mansedumbre; pero la fe, la caridad y la esperanza, estas tres virtudes que infunden dulce calor en el alma, habían elevado poco a poco aquella mansedumbre hasta la santidad. La naturaleza había hecho de ella sólo un cordero; la religión hizo de ella un ángel. ¡Pobre y santa mujer! ¡Dulce porvenir desvanecido! La señorita Baptistine ha referido tantas veces, después, lo que aquella noche pasó en el palacio del obispo que muchas personas, que viven todavía, recuerdan los más pequeños pormenores.

En el momento en que el obispo entró en el comedor, la señora Magloire hablaba con singular viveza. Conversaba con la señorita Baptistine de un asunto que le era familiar, y al cual el obispo estaba acostumbrado. Tratábase del picaporte de la puerta principal.

Parece ser que, mientras hacía algunas compras para la cena, había oído referir ciertas cosas en distintos sitios. Hablábase de un vagabundo de mala facha; decíase que había llegado un hombre sospechoso, el cual debía estar en alguna parte de la ciudad, y que podía suceder que llegasen a tener algún mal encuentro quienes aquella noche olvidaran recogerse temprano. Añadíase que la policía estaba muy mal organizada, en atención a ciertas rivalidades que mediaban entre el prefecto y el alcalde, los cuales trataban de hacerse daño mutuamente, dejando que se verificasen los acontecimientos que debieran evitar; y que a las personas prudentes tocaba vigilar lo que la policía descuidaba, guardándose bien, y teniendo buen cuidado en echar los cerrojos y cerrar y atrancar bien las puertas.

La señora Magloire recalcó esta última frase; pero el obispo acababa de salir de su cuarto, donde hacía bastante frío, y, sentado junto a la chimenea, se calentaba y acaso pensaba en cosas muy distintas. No paró, pues, atención en ninguna de las palabras que la señora Magloire había pronunciado. Ésta volvió a repetirlas. Entonces, la señorita Baptistine, queriendo satisfacer a la señora Magloire, sin contrariar a su hermano, se aventuró a decir tímidamente:

—Hermano mío, ¿oyes lo que dice la señora Magloire?

—He oído vagamente algo —respondió el obispo.

Después, se volvió a medias en su silla hacia la anciana, puso ambas manos sobre sus rodillas y levantó su rostro cordial y franco, iluminado por el resplandor del fuego, y añadió:

—Veamos. ¿Qué sucede? ¿Nos hallamos, pues, ante un grave peligro?

Entonces, la señora Magloire comenzó de nuevo su historia, exagerándola un poco sin advertirlo. Decíase que un gitano, un desharrapado, una especie de mendigo peligroso, se hallaba en la ciudad. Se había presentado buscando alojamiento en casa de Jacquin Labarre, quien no lo quiso recibir. Le habían visto llegar por el bulevar Gassendi y vagar por las calles al oscurecer. Era un hombre con un morral y unas cuerdas, de una facha terrible.

—¿De veras? —preguntó el obispo.

Este consentimiento en interrogarla alentó a la señora Magloire; aquello parecía indicar que el obispo no estaba lejos de alarmarse; prosiguió, entonces, con acento triunfante:

—Sí, monseñor. Es así. Esta noche ocurrirá alguna desgracia en la ciudad. Todo el mundo lo dice. Con esto de que la policía está tan mal organizada [repetición inútil]. ¡Vivir en una región montañosa como ésta, y no tener ni faroles en las calles, por la noche! Se sale y, a lo mejor... Yo decía, monseñor, y también la señorita opina como yo...

—Yo —interrumpió la hermana— no digo nada. Lo que mi hermano hace, bien hecho está.

La señora Magloire continuó, como si no hubiera habido interrupción:

—Decíamos que la casa no está del todo segura; que si monseñor lo permite, voy a avisar a Paulin Musebois para que venga a poner los antiguos cerrojos en la puerta; están ahí, de modo que es cosa de un minuto. Y digo que hacen falta cerrojos, aunque no sea sino por esta noche, monseñor; porque yo digo que una puerta que se abre desde fuera, con sólo levantar el picaporte, es una cosa terrible. Luego, como monseñor tiene siempre la costumbre de decir que entren, y, además, como a medianoche, ¡válgame el cielo!, no hace falta pedir permiso...

En aquel momento, se oyó llamar a la puerta, con alguna violencia.

—¡Adelante! —dijo el obispo.

Los Miserables I: FantineDonde viven las historias. Descúbrelo ahora