III

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 LA ALONDRA



No basta con ser malo para prosperar. El bodegón iba mal.

Gracias a los cincuenta y siete francos de la viajera, Thénardier pudo evitar un protesto y mantener la reputación de su firma. Al mes siguiente, volvieron a tener necesidad de dinero, y la mujer llevó a París y empeñó en el Monte de Piedad el equipo de Cosette, por sesenta francos. Cuando hubieron gastado aquella cantidad, los Thénardier se acostumbraron a no ver en la niña más que a una criatura que tenían en su casa por caridad, tratándola como a tal. Como ya no tenía equipo propio, la vistieron con las viejas sayas y las camisas desechas de sus hijas; es decir, con harapos. La alimentaban con las sobras de los demás; esto es, un poco mejor que al perro y un poco peor que al gato. En efecto, el perro y el gato eran sus habituales comensales; Cosette comía con ellos bajo la mesa, en una escudilla de madera igual a la suya.

La madre, que se había establecido, como se verá más tarde, en Montreuil-sur-Mer, escribía o, mejor dicho, hacía escribir todos los meses, con el fin de tener noticias de su hija. Los Thénardier respondían invariablemente: «Cosette está a las mil maravillas».

Transcurridos los seis primeros meses, la madre remitió siete francos para el séptimo mes, y continuó, con bastante exactitud, haciendo sus envíos de mes en mes. Aún no había concluido el año, cuando Thénardier dijo:

—¡Vaya un gran favor que nos hace! ¿Qué quiere que hagamos con siete francos?

Y escribió para exigir doce francos. La madre, a quien convencieron de que su hija era feliz y «que se criaba bien», se sometió y envió los doce francos.

Ciertas naturalezas no pueden amar por un lado sin odiar por otro. La Thénardier amaba apasionadamente a sus dos hijas, lo que hizo que detestara a la forastera. Es triste pensar que el amor de una madre puede tener algún lado malo. El poco lugar que Cosette ocupaba en su casa le parecía que lo usurpaba a los suyos, y que aquella pequeña disminuía el aire que sus hijas respiraban. Aquella mujer, como muchas mujeres de su clase, tenía una cantidad de caricias y una cantidad de golpes e injurias para prodigar cada día. Si no hubiera tenido a Cosette, ciertamente sus hijas, aunque idolatradas, lo hubieran recibido todo; pero la forastera les hizo el favor de atraer los golpes. A sus hijas no les tocaron más que las caricias. Cosette no hacía un movimiento sin que cayese sobre su cabeza una granizada de castigos violentos e inmerecidos. ¡Dulce y débil ser, que nada debía comprender de este mundo ni de Dios, sin cesar de ser castigada, reñida, maltratada, golpeada, y que veía a su lado a dos pequeñas criaturas como ella que vivían como en un rayo de aurora!

La Thénardier era mala con Cosette, y Éponine y Azelma lo fueron también. Los niños, en esta edad, no son más que copias de su madre. El formato es más pequeño, esto es todo.

Transcurrió un año, y luego otro.

En el pueblo decían:

—Estos Thénardier son buena gente. No son ricos y educan a una pobre niña que dejaron abandonada en su casa.

Creían que Cosette había sido olvidada por su madre.

Mientras tanto, Thénardier, enterado, por no se sabe qué oscuros caminos, de que la niña era probablemente bastarda, y que su madre no podía confesarlo, exigió quince francos al mes, diciendo que «la criatura» crecía y «comía», y amenazaba con devolvérsela. «¡Que no me fastidie! —exclamaba—. Porque le arrojo su rapaza en medio de sus tapujos. Necesito un aumento».

La madre pagó los quince francos.

De año en año, la niña crecía, y su miseria también.

Mientras Cosette era pequeñita, fue la víctima de las otras dos niñas; pero, desde que empezó a desarrollarse un poco, es decir, aun antes de cumplir los cinco años, se convirtió en la criada de la casa.

A los cinco años, se dirá, esto es inverosímil. Pero, ¡ay!, es cierto. El sufrimiento social empieza a cualquier edad. ¿No hemos visto, hace poco, el proceso de un tal Dumolard, huérfano convertido en bandido que, desde la edad de cinco años, dicen los documentos oficiales, encontrándose solo en el mundo, «trabajaba para vivir y robaba»?

Obligaron a Cosette a hacer los recados, a barrer las habitaciones, el patio, la calle, a fregar la vajilla, y hasta a llevar fardos. Los Thénardier se creyeron tanto más autorizados para proceder de este modo cuanto que la madre de la niña, que estaba todavía en Montreuil-sur-Mer, empezó a pagar mal, dejando pasar algunos meses al descubierto.

Si aquella madre hubiese vuelto a Montfermeil al cabo de estos tres años, no hubiera reconocido a su hija. Cosette, tan bonita y tan fresca cuando llegó a aquella casa, estaba entonces flaca y pálida. Tenía, además, cierto aire de desconfianza. «¡Cazurra!», decían los Thénardier.

La injusticia la había hecho arisca, y la miseria, fea. No le quedaban más que sus hermosos ojos, que causaban lástima, porque, siendo muy grandes, parecía que en ellos se veía mayor cantidad de tristeza.

Lástima daba ver, en invierno, a aquella pobre niña, que no tenía aún seis años, tiritando bajo los viejos harapos de percal agujereados, barrer la calle antes de que despuntara el día, con una enorme escoba en sus pequeñas manos amoratadas, y una lágrima en sus grandes ojos.

En el lugar la llamaban la Alondra. El pueblo, que gusta de las imágenes, se complacía en dar este nombre a aquel pequeño ser, no mayor que un pájaro, que temblaba, se asustaba y tiritaba, despierto el primero cada mañana en la casa y en la aldea, siempre en la calle y en los campos antes del alba.

Sólo que la pobre Alondra no cantaba nunca.

Los Miserables I: FantineDonde viven las historias. Descúbrelo ahora