Capítulo 5

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Despierto de golpe porque escucho una musiquita que se ha convertido en mi peor pesadilla.

La alarma de mi despertador indica las cinco de la mañana, suena y suena con el tono de un gallo que parece haber sido atropellado.

Claro que a mí no se me ocurre nada mejor que ponerlo como tono porque al inicio me parecía gracioso y creía que me iba a hacer despertar de buen humor, pero luego de escucharlo por un año ya no causa el mismo efecto.

Y obviamente se preguntarán por qué simplemente no lo cambio, la respuesta a eso mis queridos, es porque no tengo idea de cómo.

Lo hice una vez hace tanto tiempo que ni recuerdo dónde tengo que ingresar para cambiarlo.

Busqué en ajustes, configuración de reloj, en todas las partes que se me ocurrían e incluso así no hallé la opción. Por más tonto que suene, intenté buscar tutoriales en YouTube, pero no encontré nada y me resigné a escuchar a aquel gallo en agonía cada mañana de mi vida. Apuesto a que suena muy miserable.

En fin, la apago y me quedo mirando el techo por unos minutos.

Me siento horrible. 

No quiero volver pensar en Nate ni en las calorías que tenía el roll de canela que me dio, ni en las otras cosas que comí ayer.

En cambio, mi mente no me da descanso y ya empieza el remordimiento. Me levanto, me pongo ropa deportiva, agarro mi celular con los auriculares y salgo a dar unas vueltas por la calle.

Todavía no amanece del todo, así que está un poco oscuro, pero una se acostumbra luego de que salir a trotar por estas horas se vuelve una rutina. 

Estamos en septiembre y el clima está fresco, por suerte agarré una sudadera medio gruesa con gorro, que en realidad, me la pongo con la intención de intimidar un poco para que nadie se acerque a mí; por más de que la zona en la que vivo no sea tan peligrosa como las demás.

Termino mi caminata diaria y vuelvo a casa. Cuando entro, trato de ser lo más silenciosa posible y subo las escaleras con cuidado de no despertar a nadie. Llego a mi habitación y lo primero que veo es la hora.

-Menos mal, tengo tiempo- me digo a mi misma, entonces agarro una toalla y me dirijo al baño.

Media hora después, salgo en toalla y busco uniforme, el cual consiste en una camisa blanca, corbata y falda de un tono gris pizarra y medias negras con las guillerminas, mejor conocido como los típicos zapatos escolares cerrados, los cuales me quedan algo grandes por cierto.

Antes de empezar a prepararme agarro mi celular y entro a Instagram.

Lo primero que me aparece al entrar es una publicación de unas chicas muy bonitas en lo que parece ser una playa.

Por supuesto, están usando bikinis y tienen en su mano lo que parecen ser unos mini pasteles, una le está dando un mordisco y la otra lo está mirando con ganas. Se ven tan felices, y claro, quién no lo sería con esos cuerpos tan hermosos y con curvas, además de que prácticamente parecen tan cómodas con ellas.

Quisiera ser así y poder sacarme fotos como esas, pero mis inseguridades saltan y luego me dejan caer hasta lo más profundo de mis pensamientos. Estar ahí prácticamente me hace estremecer.

Salgo de la aplicación y lo primero que hago es pararme ante el espejo que está en aquel rincón semi-oscuro de mi habitación. Me deshago de la toalla y empiezo a ver cada marca que recorre mi fino cuerpo.

Desde chica siempre fui flaca, siempre me ha costado ganar peso y ha sido una gran batalla, pero hubo un momento en el que empecé a engordar y me asusté, jamás había sentido esa sensación. Me quedé pasmada ante la idea de seguir engordando, porque me recordó a alguien que en su momento me hizo entender que ser flaca era lo mejor que me podía pasar, que demostraba ser alguien con compostura, con elegancia, que iba a estar más feliz y que los chicos iban a caer directo a mis pies. Un pensamiento ridículo. 

Hasta que mis huesos sean cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora