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Publio ya se lo esperaba, entendía perfectamente la preocupación de sus padres cuando les mandó avisar que pensaba quedarse con la niña por un tiempo indeterminado, sabía que no tenía el conocimiento para cuidar de ella, ciertamente no era una persona paternal y claramente le costaría trabajo; pero consideraba que durante los últimos cuatro meses lo había hecho bastante bien, al menos no había salido herida de ninguna forma; la alimentaba, la bañaba y la dormía, Brina parecía contenta con ello.

De hecho, a pesar de que sus padres no dejaban de exponer su punto en contra de que se la quedara, él no le veía otra solución, la niña no quería estar con nadie más y, para ese momento, a él no le parecía tan abominable esa idea.

—Quiero adoptarla —Publio se inclinó de hombros.

—Pero has perdido el juicio —negó Annabella—. No te la debes quedar sólo porque quieres sacarle información.

—No, en realidad me agrada la mocosa.

—Hijo, enaltezco tu bondad, pero una niña no es un juego, mucho menos cuando tú ni siquiera estás casado —dijo Thomas.

—Lo sé, pero pretendo no casarme y ella me parece única.

—¿Cómo que no te piensas casar? —frunció el ceño Annabella.

—Tengo cosas más importantes en la qué pensar —le dijo—. Mi carrera, la cofradía... la mocosa.

—Sí, suenas bastante paternal —dijo su madre sarcásticamente.

—Me estoy adaptando a ella y creo que ella se ha adaptado a mí más rápido de lo que nadie lo ha hecho.

—¿Dónde está ahora? —preguntó Thomas.

—Con Ayla, hemos descubierto hasta ahora que habla por lo menos tres idiomas.

—Es impresionante hijo, pero...

—Ya lo sé, te parece que no es adecuado —dijo Publio—, pero viéndolo de forma racional, la niña quiere estar conmigo, ha sufrido toda su vida, tiene un secreto por el cual la matarían y que nosotros deseamos conocer, además de que soy el único que puede defenderla. Me parece que no estoy tan descarriado. 

—Muy bien, Publio —dijo su madre—. Crees que es fácil ser padre, pero ahora te lo advierto, es una niña dulce, pero seguramente traumatizada, debes comenzar a hacerla sociabilizar, comportarse, aprender y todo eso no se hace sin ayuda de una madre.

Thomas se removió incómodo en su asiento y miró a su hijo.

—Ella está aprovechándose de todo esto para que haga lo que quiere, ¿Verdad? —le preguntó Publio a su padre.

—Asiste a la velada de esta noche —concedió Thomas—. Hablaré contigo y te daré mi opinión del asunto ahí.

—¿Tú estás con ella?

—Creí decir que te lo diría esta noche.

Publio rodó los ojos y suspiró.

—¿Dónde piensan que dejaré a la mocosa?

—Puedes llevarte a Ayla a la casa y las dejas arriba, en tus cámaras —dijo Annabella—. Te esperamos a las ocho.

—Padre... —suplicó el mayor.

—Vamos Publio, una velada tampoco te matará.

—No estaría tan seguro de ello —se quejó.

El muchacho aceptó al final, despidiendo a sus padres y teniendo la libertad de salir al jardín de su casa y perderse en uno de sus libros, eran uno de los pocos días en los que tenía tiempo libre, por lo cual procuraba aprovecharlos.

El corazón de Publio HamiltonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora