Me desperté de golpe, sin razón aparente; me encontraba tumbado boca arriba en la cama de mi cuarto aún sumido en los dominios de la oscuridad de la noche. Las primeras impresiones de mis entre dormidos y confundidos sentidos me dieron a entender que todo había ocurrido de manera prematura, circunstancia que en este punto ya me era bastante familiar. Di media vuelta perezosamente sobre el lecho, extendí mi brazo izquierdo para tomar el reloj de pulso que solía dejar sobre la mesa de noche antes de disponerme a dormir. En efecto, aquellas acompasadas manecillas de movimientos discontinuos y tic tac intermitente, me confirmaban con su elegante precisión, que había despertado mucho más temprano de lo que me resultaba necesario y conveniente. El reloj me había indicado que eran algunos minutos pasadas las dos de la mañana.
Como la experiencia ya me había enseñado a fuerza de continuos fracasos la inutilidad de cualquier esfuerzo por reconciliar el sueño, me entregué con resignación a mi desvelo cual mula a su carga; cual Sísifo a su desventurado destino.
El silencio y la oscuridad me conminaron a los límites de mi consciencia, un lugar que con frecuencia me ha resultado muy grato a la hora de consumir mi tiempo, pues a pesar de mi modestia y en beneficio de la franqueza, debo de aceptar que soy una agradable e interesante compañía, de la que no obstante debe uno de tomarse ciertas precauciones, (precauciones tan necesarias como obsoletas) para no caer presa de esa contraparte extendida paralelamente con un filo discreto y fatal, es como la atracción que se puede sentir por el paisaje de un acantilado, cuya belleza y peligro radica siempre en su superlativa profundidad.
En un insuficiente esfuerzo por evitar sumergirme en mis habituales tautologías de retrospecciones innecesarias y nocivas, dejé esparcir por el cuarto la débil y mortecina luz de una bombilla ineficiente, que a decir verdad me daba más calor que iluminación. De igual manera, su agonizante esfuerzo me permitió ver una vez más hacia afuera, fuera de mi precisamente.
Ahora, sólo me quedaba esperar lo necesario para alcanzar el momento en el que debía de empezar mi día, mi maldito día, momento al que le huía infructuosamente, impotente, desgastado por el inevitable conteo regresivo de los minutos en su ineluctable exterminio. Lo sabía, daba igual; en algún momento habría yo de encontrarme con el preciso instante en el que debía pararme de la cama y enfrentar mi insufrible realidad. No tenía opción, o por lo menos, cualquier otra opción me era ajena e inalcanzable, estaba atrapado, o por lo menos profundamente anquilosado, de espíritu sobre todo. Ni siquiera había contemplado nunca la posibilidad de volarme la tapa de los sesos; no tenía los güevos para semejante osadía. Nada que hacer, llegaría el momento en que debía de amarrar los cordones de mis zapatos y dar la cara, mientras me pregunto seguramente: ¡¿y ahora qué diablos tendré que soportar?!
¡Mierda! Había llegado el momento. Tenía que irme a trabajar.
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Me quedé observándole, a Alberto - que gran tipo- pensé. Alberto es un hombre grande, de espalda ancha y hombros fornidos; de manos y brazos grandes; todo en él expresa una fortaleza inusitada. En efecto es un hombre además de grande, bastante fuerte, muy fuerte a pesar de que en su vida jamás hubiera conocido una mancuerna. Incluso su rostro es de rasgos fuertes aunque su aspecto general sea muy simpático. Su mentón es grande, cuadrado y granítico como el de un luchador y, salpicado por una incipiente pero tupida barba que agrega testosterona a su semblante, completa perfectamente aquel cuadro de rudeza. Sus pómulos son prominentes y su ancha frente, expresa inequívocamente la sabiduría que bien sabe hacer juego con el buen juicio irradiado por su mirada.-Que buen muchacho - dije nuevamente para mis adentros.
A pesar de que le describí casi como aquella criatura obra de la imaginación de Marie Shelley, Alberto siempre fue un hombre de lo más afable y gentil; solidario y cortés, bastante humano, o más bien, bastante diferente a un humano, por que su empatía le hacía diferente a cualquier persona que hubiese yo conocido en mi maldita existencia. Si, eso era, era por decirlo así "inhumano", lo suficiente como para ser considerado a mi parecer, como el prototipo de hombre que debiera de ser cualquier persona en nuestra sociedad. Definitivamente esto me lleva a pensar que debe uno de ser lo más "inhumano" posible; lo más diferente a esa persona común a la que está acostumbrada nuestra corrompida sociedad a ofrecernos y, lo más distante a esa persona egoísta que estamos dispuestos a ofrecer en medio de nuestro egocentrismo, para mantenerse lo más humano posible. Cosa que resulta exageradamente difícil; rayana en lo utópico diría yo. Amigo, si "ser humano" es ser como hemos sido, y comportarnos como nos comportamos, hay que mantenernos lo suficientemente "inhumanos" para devolverle algo de humanidad a nuestra degenerada sociedad. En fin, que importa, volvamos con Alberto.
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Tautologías: La Melancolía De Lo Absurdo
RomanceLa soledad...,la soledad debe entenderse como la libertad en su máxima expresión. En cuanto nos encontramos cada vez más inmersos en en dicha circunstancia, menos ataduras poseemos respecto al mundo que nos circunda; somos menos dependientes, emoci...