Estaba yo tumbado boca arriba y jadeante mientras observaba con dificultad al soslayo; con el rabo de mi ojo, lo que estaba a mi derredor. Me encontraba sobre un vasto y árido campo de prados de mustio aspecto. Sobre mí, una espesa atmósfera deletérea se posaba ejerciendo un gran peso sobre mi pecho que se movía en acción de respirar dando estertorosos ruidos, como oprimido por una ansiedad penosa. No podía moverme, ni tampoco sentía necesidad alguna de hacerlo, en realidad, solo deseaba descansar; solo deseaba que esta indeseable sensación terminase. Cerré los ojos esperando que acabase, entregado a mi aciago destino. De repente, algo tiñó de rojo mis párpados; abrí mis ojos y pude divisar un par de prístinos rayos de luz, que no obstante su sutileza, atravesaron con fuerza aquella densa y mefítica bruma. Entonces me levanté exhortado no sé por que fuerza; me moví con lánguidos pasos mas con la fuerte convicción de continuar mi ríspido derrotero.
La luz matutina que se colaba entre los pliegos de la cortina que parcialmente cubría la ventana de mi cuarto, había dado sobre mi rostro una suave caricia, ocasionando así que despertara de mi sueño.
Esto era claramente un buen síntoma, necesariamente quería decir que el sueño de la noche anterior había sido lo suficientemente placentero como para dormirla toda en su plenitud. No como esas noches turbias en las que no encontraba sosiego alguno y por tanto me despertaba en repetidas ocasiones en el trascurso de la misma, o aquellas noches en las que el hechizo de Morfeo se veía interrumpido entre las tres y las cuatro de la mañana para después evitar que conciliase el sueño por más que lo intentara en medio de las más triviales y a la vez penosas cavilaciones, condenándome a tres o cuatro horas en las que irremediablemente solo me solazaba mirando el aburrido techo de mi cuarto gobernado por un insoportable silencio.
Con cierta premura me duché y me vestí para dirigirme a mi trabajo.
Era un gran día, lo podía bien predecir. Siempre he pensado que lo bueno o malo de un día en sí, no es una cualidad necesariamente intrínseca de este, depende más bien de lo que contiene mi cabeza predispuesto para ese particular día, que la naturaleza del mismo propiamente dicha. Si es un día soleado o lluvioso; si el cielo es opaco o, el sol rutila formidablemente ¡¿Que importa?! Solo en definitiva importa lo que predispone mi cabeza para ese día; solo depende de la perspectiva en que decide percibirlo y tomarlo.
Siempre he pensado que si me sentara a planear rigurosamente un día específico para suicidarme; para darme ese dignísimo honor de decidir el término de mi propia existencia, me daría igual el clima, o mejor dicho, el tiempo. Creo que elegiría para tan importante acontecimiento un domingo por la tarde en medio de esa resaca moral que generalmente me oprime, o bien un lunes a la hora que fuese.
Pero este día se me aparecía con un magistral matiz; dominado por positivos presentimientos y, desde luego, quedaba poco más que aprovechar tales circunstancias. Si algo había aprendido en este tiempo era a sacar el mayor provecho de aquellos días que se me presentaban de semejante manera, pues bien, nunca sabes cuánto durarán en consecutivo o cuando irán a retornar nuevamente después de una inevitable marcha.
¡Aprovecharlo! Pensé, de que mejor manera que invitando a salir hoy a Teresa.
Así pues, me dirigí al trabajo; esta vez decidí irme en bicicleta. El sol fulguraba en todo su esplendor, sin ser por ello un día caluroso, a la vez que una moderada brisa estival -Acá no hay estaciones propiamente dichas, mas es del gusto de la gente llamar verano a las temporadas secas e invierno a las temporadas de lluvia- bamboleaban los enjutos árboles que aparecían a lado y lado del camino de tanto en tanto, en una pintoresca y arrítmica danza.
Llegué como de costumbre unos quince minutos antes de la hora de entrada oficial a mi trabajo. Ya en el lugar se encontraba la laboriosa y abnegada Marthica empezando su jornada matinal de manera prematura, quien me recibió con una mirada algo dilatada por una ligera lujuria albergada bajo el recato de sus anteojos. Ahora pienso en ¿Por qué nunca tuve nada con ella?, o ¿por lo menos por qué jamás me la llevé a la cama?.. Marthica debía tener poco menos de los cuarenta años; no estaba nada mal; tenía unas formidables piernas y un hermoso cabello rizado color chocolate. Pero este tipo de reflexiones no tenían ya sentido, pues claro está que en mi presente la única mujer existente es Teresa.
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Tautologías: La Melancolía De Lo Absurdo
RomanceLa soledad...,la soledad debe entenderse como la libertad en su máxima expresión. En cuanto nos encontramos cada vez más inmersos en en dicha circunstancia, menos ataduras poseemos respecto al mundo que nos circunda; somos menos dependientes, emoci...