Había llegado el día. No podría afirmar, si, a decir verdad, todo este tiempo le había huido a este infausto momento; si quería fehacientemente que jamás llegase; o, por el contrario, si quería que llegase con la mayor prisa posible, como aquel que quiere exponerse lo más pronto posible a cierto dolor cuyo efecto, es completamente inevitable e imprescindible, y así, salir de ese tormento que le aqueja la víspera, con la mayor premura posible, pues, este acerbo sentimiento, alimentado por la zozobra en su espera, le resulta peor aún que el sufrimiento propiamente dicho; ése a el que le confía su temor.
Me encontraba parado frente a el manchado y opaco espejo de mi baño, medio roto en su esquina superior derecha desde hace ya bastante tiempo, observando mi reflejo mientras enjugaba de mi frente el sudor que me había regalado una calurosa noche. Con mi vista puesta enfrente, no me fue difícil notar lo mal que me habían sentado los días subsiguientes a la noticia de la partida de Gabriela y las niñas. Un aire lánguido y deprimente se adueñaba de mi semblante; me veía bastante agoviado; bastante fatigado y algo más viejo. Hace ya varios días había perdido casi por completo mi apetito y, mis sueños nocturnos se volvieron cortos, irregulares, ligeros y entrecortados. El insomio y la mala alimentación no podían pasar sin dejarme impresa su factura. Sin duda, en ese corto lapso había perdido varios kilos y, la piel de mi tez, su lozanía; mientras aumentaban mi lóbrego aspecto, un par de ojeras de un negro violáceo que dio a mi cara ese aspecto casi famélico con terminaciones agudas y facciones marcadas. Mi barba había crecido dispareja, con profusidad y desorden y, acompañada de mi cabello, algo más largo y visiblemente desaliñado, terminaban por darmen un aspecto en demasía descuidado; casi como aquel estereotipo que se tiene del hombre que acosado por la hostilidad de un clima borrascoso, naufraga en altamar.
Me di un par de palmadas, a la vez en cada una de mis mejillas, en un inútil intento por desparpajarme; mas, inmediatamente me vi de nuevo embebido por aquel reflejo obstinado en posar su intimidante mirada fijamente sobre mis ojos.
No hubo subterfugio que hiciera posible la escapatoria de la absurda e insensible sinceridad de mi reberverante acompañante. Apoyé mis antebrazos sobre el lavamanos y, me mantuve impávido, observando absorto las densas profundidades de aquel espejo; tras unos segundos, su silencio pareció hablarme y, como era de esperar, solo quería hablar sobre mí; ¡Vaya! En verdad que es uno de los temas que peor soporto en una conversación; en tanto más se aleja un tema de lo concerniente a mi persona, tanto más grato me resulta. El desdeñoso lenguaje que articulaba mi interlocutor, con innecesaria prepotencia, trataba de enseñarme inexplorados panoramas de mi voluble carácter que pronto pude percibir aunque de una manera muy vaga; aguzando mis sentidos traté de observar todos esos arrebatos; todas esas flaquezas e indesiciones; todas esas suceptibilidades que inútilmente me obstinaba en ocultar; en fin, todas esas emociones cuya existencia me había propuesto solapar con abnegación; esas, que pretendía esconder en un umbrío y anfractuoso bosque superpuesto en concavidades inaccesibles de mi consciencia, con el único afanoso objetivo de engañarme a mi mismo; con la única razón de disfrazar mi exangüe persona con un artificial flematismo que, se resquebraja bajo la más suave e inocua brisa. Pude notar como mi preconsciente tejía y desbarataba, como lo hiciere Penélope, uno sobre otro, numerosos e inconsistentes ardides enmarañados.
Apenas comenzaba el día y, ya me sentía bastante cansado, como aguantado una insoportable carga sobre mis espaldas, una carga que, me hacía flexionar mis trémulas rodillas y atería mis brazos; esmerándose esta en tenerme lo más próximo posible sobre el suelo árido que me sostenía. Creo que prefería la libertad, derivada directa de la levedad y la ligereza, mas era consciente de que esta carga no era impuesta imperativamente, todo lo contrario, era yo quien en un acto inconcebible, había decidido voluntariamente cargarla; era un peso que solo podía existir a razón de una necesidad, la principal fuente de vulnerabilidad humana. El insufrible hastío invadía mi existencia nuevamente; podía sentir como penetraba por mis poros, o, como emanaba de ellos, mas sin intención alguna de abandonarme; se arraigaba fuertemente a mi corazón con brotes negros y puntiagudos que dolorosamente le perforaban; podía sentir como oprimía mi plexo solar dificultando mi respiración estertorosa; podía sentir su pesadez; podía sentir su dolor.
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Tautologías: La Melancolía De Lo Absurdo
RomanceLa soledad...,la soledad debe entenderse como la libertad en su máxima expresión. En cuanto nos encontramos cada vez más inmersos en en dicha circunstancia, menos ataduras poseemos respecto al mundo que nos circunda; somos menos dependientes, emoci...