VI. Confesiones

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Levanté la mirada, avergonzada, para encontrarme con el señor Duncan, que me observaba preocupado mientras avanzaba a grandes zancadas por el pasillo hasta mi posición

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Levanté la mirada, avergonzada, para encontrarme con el señor Duncan, que me observaba preocupado mientras avanzaba a grandes zancadas por el pasillo hasta mi posición.

—Espere, yo le ayudo. —Me agarró por el codo para incorporarme—. ¿Se ha hecho daño, Isabella?

—Gracias, señor —dije en voz baja—. No ha sido nada, una pequeña caída por las prisas.

Matthew repasó mi atuendo de arriba abajo, con una ceja alzada y los labios apretados.

—Venía de la calle, ¿no es así? —preguntó, convencido.

—Sí, señor, ¿cómo lo sabe?

—Aún lleva puestas las botas, y están llenas de nieve. Además del abrigo.

Qué descuidada era.

—Discúlpeme, he olvidado devolverlo a su sitio.

—No se preocupe, pero tenga más cuidado la próxima vez.

—Por supuesto, señor.

Comencé a caminar cojeando en dirección a mi cuarto; debía de haberme torcido el tobillo antes de caer al suelo.

—Isabella —me llamó—, ¿está segura de que está bien? Venga, la acompaño a su habitación.

—No es necesario, señor, de verdad —comencé a decir.

—No sea testaruda.

El señor Duncan pasó su brazo por debajo del mío sujetándome por la cintura mientras apoyaba todo mi peso sobre él. Sentir su tacto sobre mi cuerpo era una sensación, cuando menos, agradable.

—Gracias.

—No hay de qué.

Me acompañó hasta la puerta y tropecé con la alfombra alargada que decoraba el pasillo.

—¡Cuidado! —exclamó sosteniéndome más fuerte.

Nuestros rostros quedaron tan cerca el uno del otro que entremedias no cabía ni una pluma. Sostuvimos nuestras miradas por incontables segundos y tuve la oportunidad de embriagarme con su aroma. Era una mezcla de lavanda con naranja, una fragancia amaderada opacada por el cítrico de la fruta. Atisbé un pequeño brillo en su mirada antes de separarnos disipando de esa manera la tensión.

Matthew abrió la puerta de mi habitación para hacerme pasar y me ayudó a sentarme sobre la cama, donde me acomodé posando las piernas sobre la misma y aproveché para echar un vistazo a la fuente de mi dolor. Matthew repasaba cada uno de mis movimientos en silencio.

A primera vista no parecía nada grave, ni siquiera había hinchazón en la zona, por lo que me tranquilicé.

—Le diré a Mary que suba algo frío para su tobillo —comentó Matthew—. Volveré en unas horas para ver cómo está.

Hasta que cese la tormentaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora