I. Nueva vida

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—¡Por todos los mares! ¡Hampfry! Ordene a su equipo que comience a achicar el agua

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—¡Por todos los mares! ¡Hampfry! Ordene a su equipo que comience a achicar el agua. Ni mil tormentas podrán hundir este barco bajo mi mando —gritó el timonel.

—Enseguida, mi capitán —contestó el tal Hampfry pegando la espantada en dirección contraria.

Aquella mañana, el barco se mecía con brusquedad al son del revuelto mar e inundaba el casco a proa con cada cabezada contra el agua. El capitán junto con toda su tripulación se movía rápido y agitado por cubierta intentando manejar la situación, y los pasajeros nos agarrábamos con evidente inquietud al filo de nuestros respectivos asientos.

El cielo era cada vez más oscuro y aterrador. La lluvia caía tendida, atacándonos y rasgando nuestros rostros con violencia, mientras los rayos partían el cielo por la mitad. El espeluznante sonido de un trueno me hizo pegar un respingo y ahogar un grito.

—¿Su primera vez en alta mar? —preguntó una señora de avanzada edad a mi lado.

No supe que me estaba hablando a mí hasta que me dio un leve codazo para llamar mi atención. Me sorprendió que me estuviese dirigiendo la palabra, pues las personas como ella solían evitar dirigirse a personas como yo.

—S-sí —titubeé removiéndome en mi sitio.

—No se preocupe, jovencita, amenizará en un santiamén. La mar lleva días revuelta con la próxima llegada del invierno.

No consideré adecuado contestar, lo cual pudo hacerme parecer maleducada; en su lugar, me mantuve en completo silencio mientras la escrutaba con la mirada. Mi madre, que en paz descanse, se había encargado de enseñarme a tratar con el hombre blanco. El silencio era la mejor respuesta.

—¿A dónde se dirige? —habló de nuevo.

Percibí sus ganas de conversar, aunque seguía pareciéndome extraño que, de todas las personas allí presentes, me hubiese elegido precisamente a mí para dar rienda suelta a su lengua.

—Maryland.

—Puerto de Baltimore, ¿eh? —dijo a la par que miraba al horizonte—. Bonito, muy bonito. Le encantará.

Dediqué una sonrisa forzada al viento antes de volver a observar a los marineros; se habían hecho con numerosos cubos con los que recogían el agua de cubierta para lanzarlo por la borda. Las ropas se pegaban a sus cuerpos empapados, mas aquello no los hizo desistir en su tarea. El barco seguía balanceándose con furia de un lado al otro y tuve que agarrarme aún más fuerte a mi asiento. Mi rostro perdió todo color, el estómago se me revolvió y las náuseas aparecieron.

—¿Puedo preguntarle algo? —insistió la señora—. No quisiera importunar, pero se me antoja muy curioso ver a uno de los suyos a bordo.

Levanté mi rostro e intenté enfocarla; su figura se había vuelto borrosa.

—Es usted... ya sabe, ¿una de ellos?

Ladeé mi cabeza sin entender muy bien lo que acababa de escuchar, aunque creía adivinar a qué se refería.

Hasta que cese la tormentaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora