XXXI. Amor propio

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Terminé de escribir y doblé la fina hoja de papel en tres partes antes de dejarla sobre la cómoda mientras terminaba de recoger mis pertenencias

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Terminé de escribir y doblé la fina hoja de papel en tres partes antes de dejarla sobre la cómoda mientras terminaba de recoger mis pertenencias. El amanecer estaba a la vuelta de la esquina y, con él, mi partida.

Me agaché para acomodar mi equipaje y saqué la figura del caballo de madera, quería dejársela a Sophie como recuerdo de nuestra amistad; pensé en dársela el día del incendio antes de que partiese en busca de su libertad, pero por circunstancias del destino la figura quiso mantenerse conmigo unos días más. Sabía que no era mucho, aunque esperaba que lo cuidase como oro en paño; pues tal vez no valiese un penique, pero tenía un enorme valor sentimental.

Tras cerrar el equipaje, me incorporé y repasé la estancia con la mirada para ver si me olvidaba de algo. Me entristecía sobremanera tener que marcharme y abandonar aquella habitación que había sido mi hogar durante tanto tiempo; mis ojos se empañaron al recordar lo afortunada que me sentí aquella mañana de noviembre cuando desperté entre tanto lujo y esplendor.

Las cortinas ondeaban con la brisa de la mañana que dejaba entrar la ventana abierta y me acerqué para admirar por última vez las hermosas vistas que desde allí había vislumbrado cada día al despertar. Los pájaros surcaban el cielo con su vuelo, unos se posaban sobre las ramas de los árboles del patio trasero y otros descansaban en el estanque para beber. Con la próxima salida del sol, se podían apreciar sus bellos cantares, así que me permití cerrar los ojos para deleitarme con su música.

Los volví a abrir al notar una presencia sobre el marco de la ventana; se trataba de un pequeño colibrí que me observaba ladeando su cabeza. Esbocé una ligera sonrisa y lo saludé como si me entendiera. Alcé mi mano, cautelosa, en su dirección, pero salió volando de inmediato. Había sido un breve pero maravilloso encuentro, un regalo de despedida por parte de la naturaleza.

Los primeros rayos del día me dieron el impulso para alejarme de la ventana con una sonrisa afligida en la cara, había llegado la hora. Acaricié las sedosas sábanas de la cama al pasar por su lado y llegué hasta la puerta, donde antes de abrir miré por encima de mi hombro echando el, ahora sí, último vistazo.

Salí al pasillo y cerré tras de mí sin hacer ruido, después caminé de puntillas hasta las escaleras y bajé hasta las cocinas. No quería despedirme de nadie más, tan solo de ella, mi fiel amiga Sophie.

Me asomé por el marco de la puerta para cerciorarme de que se encontrara a solas y cuando me vio me hizo un gesto con la mano para que me acercara. Al llegar a su posición, me abrazó; sus brazos me apretaban con fuerza contra sí y yo correspondí su abrazo con la misma euforia.

—No he podido pegar ojo en toda la noche. Aún no me hago a la idea de que vaya a marcharse, señorita. Sé que fui yo quien le animó a ello, pero no concibo mis días sin usted —comentó sobre mi hombro y me aparté.

—Sophie, estaremos en contacto, no pienso olvidarme de ti.

—Pero, señorita, yo no sé leer, ¿cómo haré para entender lo que dicen sus cartas? —confesó sonrojándose.

Hasta que cese la tormentaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora