XXXIV. El vínculo de la amistad

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Siempre había considerado a la soledad como una fiel aliada, ella había sido mi compañera durante incontables años permitiéndome tener el espacio que todo ser humano necesita para pensar y conocerse a sí mismo

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Siempre había considerado a la soledad como una fiel aliada, ella había sido mi compañera durante incontables años permitiéndome tener el espacio que todo ser humano necesita para pensar y conocerse a sí mismo. Adaptarse a ella me había sido sumamente complicado, pues llegamos al mundo con la necesidad de socializar y sentirnos acompañados, queridos y valorados; sin embargo, yo no tuve más opción que conformarme con mi propia compañía.

Mi hermano era algo más mayor que yo, once años exactamente, así que pocos fueron los ratos que pudo dedicarme en mi infancia dado que debía aprender el negocio familiar para, algún día, tomar las riendas. Recordaba a la perfección todas las veces que le había perseguido por la casa para que me prestara algo de atención y jugara conmigo, la mayoría de ellas sin éxito, pues mi padre era muy duro con él y decía que a los niños debían atenderlos las mujeres y no los muchachos en proyecto de ser hombres.

Mi madre, quien según mi padre debía cuidar de mí, apenas pasaba tiempo conmigo; estaba siempre ocupada charlando con las vecinas y presumiendo de la bonita familia que tenía; la imagen y la reputación lo eran todo para ella. Intentó juntarme con las demás niñas, las hijas de las vecinas, pero ellas nunca quisieron juntarse conmigo, ya que me consideraban demasiado ordinaria para encajar en su grupito; mientras ellas intentaban imitar las reuniones del té de sus progenitoras en sus juegos, yo anhelaba rebozarme por el barro y correr por el campo a toda velocidad.

Cuando mi hermana Cassie nació, yo ya tenía seis años, aun así fue la sorpresa más maravillosa que mis padres pudieron darme; con ella pude experimentar, por primera vez, la sensación de tener una amiga. Cassie era la niña más hermosa del planeta, con sus ricitos dorados y sus ojos del color del mar; además, poseía la misma vitalidad que yo y una alegría que levantaba el ánimo a cualquiera. La quise desde el momento en que la sostuve en mis brazos nada más nacer, era mi hermanita pequeña y mi nueva razón para sonreír.

Juré protegerla de todo y de todos, no quería que tuviese que pasar por lo mismo que yo había pasado con aquellas malvadas niñas del vecindario, pero once años más tarde rompí mi promesa y a día de hoy seguía sin poder perdonármelo. Aquel día yo había quedado en reunirme con Matt, Luke y Emily en el lago y decidí llevarme a mi hermana para que descansase de sus lecciones de piano y lectura diarias; jugamos, reímos y disfrutamos de la tarde todos juntos.

Hasta que cese la tormentaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora