2. Instintos desenfrenados

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Aquella fue una tarde brumosa y lenta. Aonomi quedó perturbado con la experiencia en el parque oriental, incluso arrojó su teléfono a un lado de la cama mientras observaba platiabierto el techo del dormitorio. Tenía música electrónica en sus bocinas inalámbricas con el volumen suficiente para ahogar el ruido externo. Miraba de reojo el dispositivo, lo había silenciado para evitar sorpresas; detallaba las marcas que le quedaron en su brazo tras el choque eléctrico que recibió esa vez, como si intentara conectar ambos sucesos.

Cuando sintió más confianza, miró el reloj en su mano izquierda. Marcaban las 7 menos 15, Aleia solía estar mucho antes en la habitación cuando iba de visita.

—Parece que la está pasando mucho mejor que yo, ya era hora de que llegara a reprenderme por no tener preparada mi parte del trabajo —mencionaba el solitario con tono dejado.

Para no caer presa del sedentarismo de la tarde, aprovechó las horas que quedaban de la jornada y salió una vez más; al menos tenía la motivación de "cumplir" una de las recomendaciones de su compañera y salió a comprar chucherías. Conocía un almacén de calidad-precio muy cerca de la institución, aunque debía caminar un poco más de lo que consideraba cerca.

Había recorrido dos manzanas con paso ligero, la tienda estaba en la calle siguiente. El tráfico de aquel sábado era insoportable a las 7, no tanto como entre semana. Hanzo llevaba su abrigo largo y guantes de neopreno, era el momento más frío de todo el día tras haber llovido casi sin cesar; la luz del semáforo mostraba una cuenta regresiva para cambiar a rojo y quedaban menos de 20 segundos, el chico exhaló y apresuró la marcha. En la esquina adversa vislumbró a una figura conocida y se detuvo brevemente en medio de la cebra mientras trataba de distinguirlo.

—¿Eh? ¿No es el enfermero?, se ve extraño a lo lejos —opinó a media voz. Los autos esperaban cruzar y los cláxones comenzaron a sonar impacientes—. ¡P-perdón, ya me voy! —el joven corrió hasta el otro extremo en dos zancadas y el semáforo mostró la luz roja para los peatones.

No fue mucho lo que pasó cuando volvió una vez más sus ojos a la otra esquina, pero aquella aparición se esfumó deprisa. Apenas transitaba gente en esa acera, en comparación con la que Hanzo deambulaba. El estudiante se rascó una mejilla sin encontrar explicación alguna.

Eran poco más de la siete y Hanzo se abarrotó de dulces para la semana que apenas comenzaba, llevaba caramelos duros, regaliz, gominolas, chicles de sabores y una que otra chuchería salada. Tuvo suerte de que no había mucha gente dentro del almacén, vació sus bolsillos llenos de monedas que había guardado y prefirió dejar solamente los créditos electrónicos para cosas importantes. Cargaba una bolsa de tela en un hombro y una barra de chocolate mordida en la mano izquierda, se le notaba más despreocupado y feliz que nunca.

—¡Ahhh!, ¡ya era hora de no pensar en nada más! Se acabó el tormento, se fue el reproche... —cada vez que terminaba una oración, mordía una buena parte del chocolate y lo masticaba con deleite— ¡Cero estrééés! Y mucho más a estas horas. ¡Me siento como si hubiera vuelto a los 10 años!

Quedaba una cuadra para avistar la entrada posterior del campus; con un impulso de buen ánimo Hanzo dio pasos más largos, sin dejar su cara de alegría. El camino a su dormitorio se acortaba gradualmente, pero poco después volvió a percibir esa molestia que lo sorprendió en la madrugada y las luces de las luminarias de la calle parpadearon en secuencia sin dar una sola pista del porqué. El ardor de sus marcas era insoportable, su bolsa de dulces se descolgó y se esparramó en el pavimento de la acera, todo parecía darle vueltas. El cansancio repentino lo tomó de los hombros y lo haló hasta casi darse de lleno contra el piso. En su reloj apareció una nueva notificación y el mismo símbolo de antaño lo abrumó.

Digimon: Digital Wave - PerseguidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora